Michel Foucault, la música y la historia. Pedro Antonio Rojas Valencia
menos reconocidas como las de Hildegard von Bingen35 (1078-1179). Su significado se modificaba según el contexto. Incluso, cuando la notación dejó de ser alfabética gracias a Hucbaldo (840-930) y Guido d’ Arezzo36 (995-1050) no se logró representar con precisión ni las duraciones, ni las alturas, ni el timbre de cada sonido. La escritura musical, a partir de lo que se podría llamar unos dibujos melódicos, se relacionaba estrechamente con la palabra, lo cual no cambió desde los tiempos de Agustín hasta bien entrada la época moderna.
La música sacra, desde el punto de vista agustiniano, obedecía a un orden sagrado, buscaba asemejarse a lo divino, extendiéndose a lo largo de la cadena de la convenientia; las palabras bíblicas determinaban sus regulaciones métricas y estas a su vez comportaban unos numeri iudicales (en cuya potencia se revelaba lo eterno). En este sentido, las palabras que los grandes coros entonaban en las iglesias eran indicios de una especie de lenguaje previo repartido por Dios en el mundo, una suerte de huella de lo divino, razonamiento que ahora solo le es familiar a un conocimiento cabalístico o esotérico de las escrituras. En todo caso, la semejanza parece escabullirse entre las páginas de las teorías sobre la música de la Edad Media y de la antigüedad. Estas maneras de pensar la música afectaron profundamente la práctica de la misma; como se pudo ver, la estética en ocasiones se redujo a la legitimación de un tipo de música particular y condenaba otra porción de prácticas musicales. Si en el tiempo de Agustín se le permitió a la teorización de la música hacer parte del cuadrivio (conjunto de las cuatro artes liberales: aritmética, música, geometría y astrología o astronomía) se debe a su articulación con la palabra, porque no se había pensado en términos de “representación”, sino como desciframiento de los indicios dejados aquí y allá por la divinidad. En todo caso, esta manera de pensar la música cambiará radicalmente con el paso del tiempo, generando una discontinuidad con el pensamiento de la época clásica.
Con la llegada de la época clásica, la semejanza comienza a ser considerada de manera negativa y se identifica como un error37. El derrumbe de esta práctica discursiva prefigura una discontinuidad entre el período preclásico y el clásico. Algunos de los rasgos de esta discontinuidad se pueden rastrear, por ejemplo, en la creciente necesidad de ordenar el mundo por medio del análisis, partiendo de lo simple a lo complejo; en definitiva, se trata del empeño de remplazar la capacidad de tejer relaciones, por el ejercicio de discernir las cosas con mayor claridad y evidencia38.
En palabras de Michel Foucault: “A partir del siglo XVII, la semejanza es rechazada hasta los confines del saber, del lado de sus fronteras más bajas y más humildes. Allí, se liga a la imaginación, a las repeticiones inciertas, a las analogías empañadas” (2007, p. 57).
René Descartes jugó un papel importante en esta discontinuidad, su filosofía confirma la exclusión de la semejanza como experiencia fundamental y forma primera del saber, a sus ojos esta práctica discursiva no sería más que una mixtura, una confusión: “Es un hábito frecuente —dice Descartes en las primeras líneas de las Regulae—, cuando se han descubierto algunas semejanzas entre dos cosas, el atribuir a una y a otra, aun en aquellos puntos en que de hecho son diferentes, lo que se ha reconocido como cierto solo de una de las dos” (Foucault, 2007, p. 77). Así es que, durante el período clásico la semejanza se desplazó por el orden, por la comparación en términos de identidad y diferencia. Por esta razón, el caballero andante para quien las figuras más cotidianas desencadenaban las similitudes más maravillosas, quien a cada paso se tropezaba con castillos, doncellas y gigantes, fue considerado loco y sus libros de caballería no eran otra cosa que un encantamiento.
Ahora bien, la comparación sigue ocupando un papel privilegiado en el pensamiento, incluso, en la lógica cartesiana:
Si Descartes rechaza la semejanza, no lo hace excluyendo del pensamiento racional el acto de comparación, ni tratando de limitarlo, sino por el contrario universalizándolo y dándole con ello su forma más pura. En efecto, por la comparación, encontramos «la figura, la extensión, el movimiento y otras cosas semejantes» —es decir, las naturalezas simples— en todos los sujetos en los que pueden estar presentes. Y, por otra parte, en una deducción del tipo: «toda A es B, toda B es C, en consecuencia, toda A es C», queda en claro que el espíritu “compara entre sí el término buscado y el término dado, a saber, A y C, en el respecto en que ambos son B”. En consecuencia, si ponemos aparte la intuición de una cosa aislada, puede decirse que todo conocimiento se obtiene por la comparación de dos o más cosas entre ellas. (Foucault, 2007, p. 78)
Si la semejanza determinaba los discursos en torno a la música que circulaba antes del siglo XVII, en el período clásico hay una preocupación por el orden y la comparación en términos de identidad y diferencia. ¿Acaso el pensamiento musical obedecía a la misma práctica discursiva que determinaba, entre otros, a la gramática general, la matemática, la física y el análisis de la moneda de ese tiempo?
2.1. El análisis de la música clásica
A continuación, me ocuparé de comentar el Compendium Musicae de René Descartes. Si quisiera proceder como el filósofo francés lo hace en las Meditationes de Prima Philosophia (Meditaciones metafísicas), debería evaluar la existencia de la música (de los sonidos, de los ecos y de las resonancias, incluso del silencio). Así, en un primer momento, llegaría ineludiblemente a la conclusión de que el sonido es percibido por los sentidos y que estos a su vez (con lo escalofriante del asunto) engañan —prueba de ello serían los sonidos de los sueños—. Todos los sonidos cargarían con la cruz de ser posibles falsificaciones (simples quimeras auditivas, tal vez hijas del delirio). Posteriormente, debería reconocer que no solo las verdades “empíricas” del sonido son engañosas: las “formales” también son dubitables (ya que hasta estas podrían ser creación de un genio maligno). En última instancia, la música desde su elemento constituyente, se movería en el terreno de lo incierto.
Daniel Martín Sáez39, en su artículo, Compendium musicae: la teoría musical de Descartes, sostiene que la postura cartesiana de desconfianza hacia los sentidos, ya se encontraba prefigurada en su obra temprana:
Para él los sentidos son incapaces de verdad y sólo la razón es poseedora de ella. Esta idea, que tanto se reflejará en su Discurso del Método, y en la mayoría de sus obras, aparece ya en este compendio. Lógicamente, esta devaluación conlleva la idea de que los sentidos han de ser deleitados con relaciones acordes a su insignificancia. (Sáez, 2008, p. 25)
Si continuara imaginando cómo hubiera tratado la música, debería pensar el lugar que ocuparía en la estética musical la suposición de que el hombre (a diferencia de Dios) es un ser compuesto, dividido en sustancia pensante (res cogitans) y en sustancia extensa (res extensa)40. Para el filósofo francés el pensamiento (la razón) sería indubitable, y el cuerpo, no sería más que el productor de información de la que no se puede tener mayor certeza:
La mente que, usando su libertad congénita, supone que todas esas cosas no existen (aun aquellas cuya existencia es casi indudable), se da cuenta de que no puede ser que ella misma no exista. Lo cual es de gran utilidad, puesto que de esta manera se distingue fácilmente qué es lo que atañe a sí misma, es decir, a la naturaleza intelectual, y qué es lo que se refiere al cuerpo. (Descartes, 2001, p. 156)
La razón —el buen sentido o la res cogitans— parece ser la encargada de distinguir lo verdadero de lo falso (debe ser esa “luz natural” dada a los humanos para iluminar esas construcciones sonoras que, como las “tinieblas inextricables”, amenazaban con el engaño y la ceguera). En este momento, se podría concluir que la música solo se haría cognoscible gracias a las verdades formales, aquellas que resistieron la duda metódica, libres de los engaños propios del cuerpo o del genio maligno. La música sería tratada ante