Medio Oriente, lugar común. Ezequiel Kopel
Estados Unidos. Técnicamente, hoy en día no hay diferencia en el lenguaje empleado por Washington para referirse al Cercano y al Medio Oriente. Incluso si diversas secretarías y secciones del gobierno consideran que cada uno posee límites distintos, como es el caso del Departamento de Defensa o su Central de Inteligencia (CIA).
En el caso de los países de lengua árabe, la idea de “Medio Oriente” o al Sharq al Awsaṭ (según la traducción a su idioma) ha sido adoptada –aunque cuestionada– por sus propios habitantes a partir de su uso político y diplomático alrededor del mundo en la segunda mitad del siglo XX. Muchos prefieren denominar la zona como el Mundo árabe excluyendo a Israel e Irán y colocando a Turquía en el sur de Europa (el término árabe generalmente se refiere a las personas que hablan árabe como su primer idioma, ya que este el más hablado en el Medio Oriente).
También circulan otras definiciones que pretenden agrupar a los pueblos de la región según coordenadas geográficas, cuando es, en cambio, la cuestión étnica –y también la religiosa– la que muchas veces se impone como principal factor de identificación: Irak (chiitas, sunnitas y kurdos); Siria (árabes, kurdos, drusos, etc.); Israel (judíos y árabes); Irán (persas, kurdos y árabes), etc.
De la misma manera que existen discrepancias sobre el nombre y los contornos del Medio Oriente moderno, también habitan –dentro de sus límites y fuera de ellos– estereotipos sobre sus cuestiones más ríspidas, comúnmente reguladas tanto por miradas condescendientes como por ideas inocentes. Medio Oriente existe de forma separada a Occidente, pero no es solo una cuestión geográfica: hay connotaciones culturales y políticas entre las dos.
Por lo tanto, si bien existe el orientalismo –considerando el término como un enfoque crítico sobre la construcción cultural de “Oriente” por los poderes hegemónicos de Europa y Norteamérica–, también se emplea algo parecido a una especie de “occidentalismo”, que resulta la imagen calculada de “Occidente” como una entidad unificada que posee una mirada siempre equivocada sobre la región. Las dos ideas contienen en sus contornos ingredientes peyorativos. Es cierto que el principal lente con que se conoce a Medio Oriente pueden ser películas o libros occidentales, en los que no hay una mirada muy abarcadora o benigna sobre cuestiones más bien complicadas, pero no puede dejarse de lado que muchas veces los autóctonos (habitantes en general y estudiosos) no se destacan por ser muy diferentes, tienen una visión idealizada de la zona y, por consiguiente, una concepción de Occidente como la creadora de todos los males.
Ambos son conceptos interrelacionados en los que se repite la inversión del imaginario –y el contradiscurso– con un objetivo político. Si se tiene una perspectiva antioccidental, con el objetivo de servir a una agenda tercermundista que desea muchas veces acallar toda discusión, el otro repite una mirada esencialista. Incluso en un punto se tocan: si el orientalismo fue creado por los “grandes Estados” de Occidente para lograr sus objetivos, el concepto fue popularizado por una elite oriental que trabaja y vive en Occidente, que se siente atraída por muchos de sus principios y valores. Al fin y al cabo, las dos ideas tienen sus problemas y agujeros negros, y ninguna logra captar todo lo que ocurre en los ámbitos de referencia.
Teniendo en cuenta estas complejidades, y con la intención de trabajar entre los “grises” de esas dos ideas, este libro pretende desarmar, o por lo menos matizar, lugares comunes, prejuicios y clichés que abundan sobre las cuestiones más difundidas de Medio Oriente.
Capítulo 1
“La democracia es incompatible con el islam”
La participación de los musulmanes en la vida política es considerada como algo inherente a la misma religión islámica. No obstante, su carácter político presenta ciertos aspectos excepcionales que suscitan la pregunta de si el islam es compatible con la democracia. Dos factores que contribuyen a su particularidad se relacionan con la naturaleza de su escritura principal, el Corán, y la vida del mensajero de Dios, el profeta Mahoma. Los musulmanes creen que el Corán es el mismísimo discurso de Alá (Dios) y que cada letra y palabra del Corán reveladas al profeta Mahoma –y luego recopiladas por sus seguidores– provienen directamente de la voz de Dios. Por lo tanto, si el Corán es el discurso de Dios, y Dios es perfecto e inimputable, entonces también lo es su mensajero infalible. Cuestionar el origen divino del Corán es cuestionar a Dios mismo (1).
En cuanto al profeta Mahoma, un análisis de su figura y legado deja en claro que no era solo un religioso, sino también un político, un guerrero, un predicador y un comerciante (todo al mismo tiempo, por lo que es difícil saber cuándo actuó en un papel u otro); pero más importante, fue el creador y líder de un Estado. De esta manera, el Corán aborda el contexto sociopolítico de ese tiempo, así como las cuestiones de gobierno, ley y orden. Religión y política no van por canales separados en las enseñanzas del islam sino que están mezcladas.
En contraste, las diferencias con el cristianismo (la otra religión monoteísta que llegó a controlar vastos territorios fuera de su lugar de origen) quedan en evidencia al analizar a su figura central: Jesucristo fue un disidente, un rebelde contra un Estado, que no controló ni llegó a gobernar ningún territorio. Es así que, en el Nuevo Testamento, no se habla de gobernabilidad. Además, la doctrina cristiana es ambigua acerca del gobierno y el poder: la salvación es solo a través de Cristo, por lo que el Estado no regula el comportamiento público y privado más allá de proporcionar un entorno propicio para que los individuos sean más fieles al hijo de Diosn (2).
Además, la historia del cristianismo, una religión de salvación a través de la gracia, que en sus comienzos existió como un culto rechazado y perseguido, es bastante diferente de la del islam, que tuvo un gran éxito político desde su inicio.
Notable expansión
El profeta Mahoma impuso el ejemplo primordial cuando, luego de su huida de la Meca durante el siglo VII d. C., se concentró en administrar y gobernar la ciudad-Estado de Medina. Allí estableció los parámetros para su comunidad política y religiosa, que más tarde se expandiría por diferentes partes de la península arábiga (y el resto de Medio Oriente y también mucho más).
La muerte de Mahoma provocó una crisis de liderazgo, pero no existencial, y durante el primer siglo del islam los musulmanes comenzaron una expansión notable en el norte de África hasta España (3). Las conquistas musulmanas de los siglos VII y VIII asentaron un principio que se basó no solo en la búsqueda de convertir a los conquistados a una nueva religión, sino también en la prolongación de una nueva idea política.
Siendo la diseminación de la fe inseparable de la expansión política del islam, la búsqueda se basó tanto en el culto como en las relaciones políticas, económicas, legales, culturales y sociales de la comunidad (umma). Bajo estos parámetros, el islam entregó una constitutiva sensación de unidad (tawhid) hacia sus seguidores, la religión y la política se integraron en una estructura en la que no hubo separación entre el Estado y la mezquita (4).
No obstante, el islam siempre aceptó una tradición de interpretación (ijtihad), junto a diferencias doctrinales y cismas que desembocaron en distintas aproximaciones políticas. Por ejemplo, las diferencias entre musulmanes sunnitas y chiitas quedan patentes en sus tradiciones y prácticas políticas.
Sunnitas y chiitas
La separación sunnita-chiita surgió durante la lucha por la sucesión de Mahoma y se basó en quién asumiría la autoridad política luego de su muerte (632 d. C.). Mientras que una facción importante de la comunidad islámica estaba decidida a seguir a los compañeros más confiables del profeta, bajo la autoridad de Abu Bakr, Omar, Osman y Alí, otro grupo –los seguidores de Alí (Shi’a)– preferían transferir el poder al descendiente directo de su primer líder, encarnado en su primo y esposo de su hija Fátima, el mismo Alí (5). Si bien fue elegido como el cuarto califa (vicario del Profeta), la autoridad de Alí encontró resistencia