Dios de maravillas. Loron Wade

Dios de maravillas - Loron Wade


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tormenta de nieve?

      La señora Trevor habló desde el rincón donde estaba aún ocupada con el niño.

      –Pero no dejen al pobre señor esperando con su abrigo mojado. Lewis, atiéndelo, por favor. Y ofrézcanle algo de comer.

      Ya las muchachas le estaban preparando un plato de comida que había quedado de la cena: pan de maíz, frijoles, un vaso de leche y conserva de pepinos dulces.

      –Disculpe que no podamos darle algo más. Es todo lo que tenemos por ahora –dijo una de las jovencitas.

      Sus ojos brillantes se cruzaron con los del visitante.

      –Será suficiente, gracias –dijo.

      Poco después, el niño volvió a llorar.

      –Es que está enfermo –le explicaron–. Pero mamá tiene mucha experiencia con los enfermos.

      El desconocido se detuvo un momento con el tenedor en la mano.

      –Mañana el niño estará perfectamente bien –aseguró.

      La señora Trevor alzó la vista y miró al visitante, impresionada por la tranquila seguridad con que hablaba. Siendo que no querían que se sintiera incómodo mientras comía, Bill y los demás hermanos se ocuparon en sus tareas.

      Cuando hubo terminado, dijo:

      –Les agradezco mucho por la comida.

      Hablaba con sencillez, pero con un aire serio y solemne.

      –Bien, me voy –dijo

      Y antes de que pudieran responder, se había colocado su abrigo y salido por la puerta.

      –Bill, detenlo –ordenó su papá, reaccionando–. Tendrá que pasar la noche aquí, con nosotros. Nadie debiera salir en una noche como esta.

      Bill corrió hasta la puerta, la abrió de par en par y salió al corredor, temblando por lo intenso del frío.

      –¡Señor, regrese, por favor! Queremos que pase la noche aquí, con nosotros. Pero no hubo respuesta.

      Nuevamente Bill llamó:

      –Señor, aquí hay lugar para usted. Regrese.

      Se escuchó solo el aullido del viento, que aumentaba más y más. Cuando Bill volvió, tenía una expresión de perplejidad en el rostro.

      –¿Qué sucede, hijo? ¿Dónde está el hombre?

      Bill tragó saliva y le costó trabajo hablar.

      –Se ha ido...

      –¿Que se ha ido? ¡Puede morir congelado! Ve y síguelo. Hay que hacerlo volver.

      –No puedo seguirlo. Papá, ven, por favor.

      Él y los demás hermanos salieron con Bill.

      –¡Miren!

      Frente a ellos estaba el corredor, las escalinatas y toda la extensión del patio delantero de la casa. Podían contemplarlo todo hasta donde llegaba la luz. Y en toda esa área la nieve se extendía intacta; no había huellas ni señales de pisadas por ninguna parte.

      La familia contempló asombrada la escena.

      –Pero salió por esta puerta. Todos lo vimos. ¿Adónde se habrá ido?

      Otra vez no hubo respuesta.

      Rápidamente los muchachos se colocaron sus abrigos y salieron en busca del forastero. Rodearon la casa, miraron en el establo, entre los árboles y por todas partes. Pero las únicas huellas que encontraron fueron las que ellos mismos iban dejando.

      Poco después, una de las hermanas los llamó desde la puerta:

      –Dice mamá que vengan pronto.

      Todos corrieron a la casa.

      –¿Qué pasa? ¿El niño se ha puesto más grave? –preguntó Lewis.

      –No –dijo la mamá en voz baja–; todo lo contrario. Mírenlo. La fiebre ha bajado y duerme tranquilamente.

      –¡Gracias a Dios! –exclamó Lewis.

      Bill miró otra vez hacia la puerta.

      –El hombre dijo que mañana neustro hermanito estaría perfectamente bien.

      –Pero ¿quién era ese individuo y a dónde se habrá ido? –preguntó una de las hermanitas menores.

      Bill movió la cabeza.

      –No lo sé. Papá, ¿tú qué piensas?

      El señor Trevor guardó silencio por un momento, y luego se dirigió a la mesa donde siempre se encontraba la Biblia. Sus manos encallecidas la abrieron, hasta dar con un pasaje que estaba subrayado. Con voz temblorosa, leyó: “No os olvidéis de la hospitalidad porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Heb. 13:2).

      La señora Trevor rompió el silencio con la pregunta que giraba en la mente de todos.

      –¿Crees que hemos visto a un ángel?

      Su esposo cerró la Biblia.

      –No lo sé. Él vino y le dimos de comer. Dijo que el niñito se pondría bien y se fue. No sé si sería un ángel. Lo único que sé es que no hay hombre que no deje huellas en la nieve.

      Han pasado muchísimos años desde aquel incidente; generaciones de la familia Trevor han escuchado la misma historia y se han preguntado: ¿Será posible que un ángel haya sido enviado aquella noche tan fría para consolar y ayudar a la familia en un momento de extrema necesidad?

      Lo que puedo asegurar es que, gracias a esa experiencia, mi propia vida ha cambiado y mi fe ha sido fortalecida. Bill, el hijo mayor de la familia, era mi padre.

      por Virgil Robinson – 1927

      El poder de la oración

      En el año 1894, la Iglesia Adventista recibió del gobierno de Rhodesia, hoy Zimbabue, 4,800 hectáreas de terreno cerca de Bulawayo, cedidos con el compromiso de establecer ahí un instituto que enseñara agricultura y artesanías a los miembros de la tribu Makalanga, que vivían en el área.

      La comisión fue aceptada con entusiasmo, pero el inicio de esta nueva obra no fue fácil. En un lapso de tres años, seis de los primeros misioneros habían bajado al sepulcro, víctimas del paludismo.

      Uno de los pocos sobrevivientes fue un joven llamado Harry Anderson. Este no solo sobrevivió a aquella calamitosa época, sino además llegó a prestar cincuenta años ininterrumpidos de servicio en favor del pueblo africano.

      Durante 1926, Anderson y su esposa, Mary, pudieron disfrutar de unos meses de descanso junto a sus familiares en Estados Unidos.

      Cuando se acercaba el final de ese período vacacional, Harry comenzó a hacer preparativos, deseoso de volver lo más pronto posible a su trabajo en Angola, donde radicaban. Pero su esposa le dio una noticia alarmante: durante varios meses había sentido un persistente dolor en la parte inferior del abdomen y una fatiga progresiva; y ahora, precisamente, lejos de experimentar alguna mejoría, estaba sintiéndose cada día peor.

      Consultaron primero al médico de la familia, y este, preocupado, ordenó una serie de radiografías con un especialista, con el objeto de establecer la naturaleza exacta del problema. Después del estudio, el radiólogo expresó su convicción de que la Sra. Anderson tenía un tumor en los ganglios linfáticos abdominales. El doctor recibió el informe, pero manifestó no estar seguro de que el especialista hubiera acertado en su diagnóstico. Finalmente, tras consultar entre sí, los dos facultativos tomaron la decisión de autorizar que la señora Anderson viajara nuevamente a Africa, con la condición de que al llegar se colocara inmediatamente bajo el cuidado del Dr. A. N. Tonge, director del hospital adventista en Bongo, ciudad donde vivían los Anderson.

      Al llegar de regreso a Angola, Mary buscó al Dr. Tonge y le comunicó que estaba experimentando


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