La vida de los Maestros. Baird T. Spalding
al Espíritu Santo unirse a ese ínfimo grano de fe. Él lo rodeará y se agregará, como habéis visto a las partículas de hielo adherirse al cristal central. El conjunto crecerá, parte por parte, capa por capa, como el témpano. ¿Qué sucederá? La fe se exteriorizará, se expresará. Uno continúa, multiplica y expresa el germen de fe hasta que pueda decir a la montaña de las dificultades: “Quítate de ahí y échate al mar”. Y será hecho. Llamad a ello cuarta dimensión o de otro modo si lo preferís. Nosotros, le llamamos “Dios que se expresa por el Cristo en nosotros”.
»El Cristo ha nacido así. María, la madre modelo, percibe el ideal, lo mantiene en su pensamiento y después lo concibe en el suelo del alma. Allí fue mantenido un tiempo, después exteriorizado como un niño Cristo perfecto, Hijo único de Dios. Su madre lo nutre, lo protege, le da lo mejor de ella misma, lo cuida y lo quiere hasta su paso de la infancia a la adolescencia. Es así como el Cristo viene a nosotros, primero como un ideal implantando en el terreno de nuestra alma, en la religión central donde reside Dios. Mantenido luego en el pensamiento como ideal perfecto, nace, expresado como el Niño perfecto, Jesús el recién nacido.
»Vosotros habéis visto lo que ha sucedido aquí y dudáis de vuestros ojos. No os censuro. Veo la idea del hipnotismo en el pensamiento de alguno de vosotros. Hermanos mío, hay entonces entre vosotros quienes no creen poder ejercer todas las facultades innatas de Dios, manifestadas esta noche. ¿Habéis creído por un instante que yo controlo vuestro pensamiento, o vuestra vista? ¿Creéis que si yo quisiera podría hipnotizaros, ya que lo habéis visto todos? ¿No se cuenta en vuestra Biblia que Jesús entró en un cuarto, en el cual las puertas estaban bien cerradas? Yo hice como él. ¿Podéis suponer por un instante que Jesús, el Gran Maestro haya tenido necesidad de usar la hipnosis? Él empleaba los poderes que Dios le había dado como yo lo he hecho esta noche. No he hecho nada que cada uno de vosotros no pueda hacer también. Y no solamente vosotros. Todo hijo nacido antes o ahora en este mundo dispone de los mismos poderes. Deseo que esto quede claro en vuestro espíritu. Sois individualidades, no personalidades ni autómatas. Tenéis libre albedrío. Jesús no tenía necesidad de hipnotizar, como nosotros tampoco. Dudad de nosotros tanto como queráis, hasta que vuestra opinión sobre nuestra honestidad o hipocresía se haya aclarado. Descartad por ahora la idea de hipnosis o al menos dejadla pasiva hasta que hayáis profundizado en el trabajo, os pedimos únicamente un espíritu abierto».
IV
Nuestro siguiente desplazamiento era una idea y retorno lateral. Dejamos entonces en el lugar el grueso de nuestros equipajes y nos pusimos en marcha al día siguiente, por la mañana, hacia un pequeño pueblo a treinta y cinco kilómetros de allí. Solo Jast nos acompañó. El sendero no era de los mejores y sus meandros eran algunas veces difíciles de seguir a través de la densa fronda de ese país. La región era dura y accidentada, el camino no parecía haber sido frecuentado. Tuvimos algunas veces que abrirnos paso a través de viñas salvajes. A cada demora, Jast manifestaba impaciencia. Nos sorprendimos, ya que era tan equilibrado. Esa fue la primera y última vez en el curso de esos tres años y medio que perdió la calma. Comprendimos más tarde el motivo de su impaciencia. Llegamos a nuestro destino esa misma noche, cansados y hambrientos, ya que habíamos caminado todo el día con tan solo un breve descanso para la comida del mediodía.
Una media hora antes de la caída del sol entramos en un pequeño pueblo de unos doscientos habitantes. Cuando se extendió el rumor de que Jast nos acompañaba, todos salieron a nuestro encuentro, viejos y jóvenes con sus animales domésticos. Aunque nosotros éramos objeto de curiosidad, enseguida nos dimos cuenta que el interés estaba centrado en Jast.
Lo saludaban con enorme respeto. Después de que hubo dicho algunas palabras, la mayor parte de los habitantes regresó a sus ocupaciones. Jast nos preguntó si queríamos acompañarlo, mientras preparaban nuestro campamento para la noche. Cinco de nosotros respondieron que querían descansar, los demás y algunos habitantes del poblado, seguimos a Jast hacia el extremo del claro que rodeaba al pueblo.
Después de haberlo atravesado, penetramos en la jungla, donde no tardamos en encontrar una forma humana extendida sobre la tierra. Al primer vistazo la tomamos por un cadáver, pero una segunda mirada, fue suficiente para darnos cuenta que la postura denotaba la calma del sueño. La figura era la de Jast, lo cual nos dejó petrificados de estupor. De repente, en tanto que Jast se acercaba, el cuerpo se animó y se levantó. El cuerpo y Jast se mantuvieron un momento frente a frente. No había error posible: los dos eran Jast. Después, en un instante, el Jast que nos había acompañado desapareció y únicamente quedó un ser de pie delante de nosotros. Todo pasó en menos tiempo del que es necesario para contarlo, pero nadie hizo pregunta alguna.
Los cinco que habían preferido descansar, llegaron corriendo sin que los hubiéramos llamado (más tarde les preguntamos por qué habían venido) la respuesta fue: «No lo sabemos». «Nuestro primer recuerdo es encontrarnos todos de pie corriendo hacia vosotros». «Nadie recuerda ninguna señal y estábamos ya lejos cuando nos dimos cuenta de lo que hacíamos».
Uno de nosotros gritó: «Mis ojos se han abierto tan grandes que veo más allá del valle de la muerte. Me son reveladas tantas maravillas que soy incapaz de pensar».
Otro dijo: «Veo el mundo entero triunfar de la muerte». Una cita me viene al espíritu con una claridad enceguecedora: «El último enemigo, la muerte, será vencida». ¿No es el cumplimiento de esas palabras? Nosotros tenemos mentalidades de pigmeos al lado de este entendimiento gigantesco y por lo tanto simple. Y hemos osado considerarnos como inteligencias luminosas. Somos niños. Comienzo a comprender las palabras: «Es necesario que vosotros volváis a nacer». ¡Cómo son de verdaderas!
El lector imaginará nuestra estupefacción y perplejidad. He aquí un hombre que nos había acompañado y servido todos los días y que podía extender su cuerpo por tierra para proteger a un pueblo y continuar por otro lado un servicio impecable. Nos sentimos forzados a cortar las palabras: «El más grande de entre vosotros, es aquel que sirve a otros». A partir de ese instante, el temor de la muerte desapareció de todos nosotros.
Esas gentes tenían la costumbre de colocar un cuerpo en la jungla, delante de un pueblo, cuando estaba infestado de merodeadores de dos o cuatro patas. La aldea estaba entonces al abrigo de las depredaciones humanas y de animales, como si estuviera situada en un centro civilizado. Era evidente que el cuerpo de Jast había reposado allí durante un lapso considerable. Su cabellera había estado apoyada en la maleza y contenía nidos de una especie de pequeños pajarillos particulares de este país. Habían construido sus nidos, criado sus pequeños y estos ya volaban, de ahí la prueba del tiempo inmóvil durante el cual ese cuerpo había permanecido allí extendido e inmóvil. Ese género de pájaros son muy temerosos, el menor trastorno les hace abandonar sus nidos. Ello muestra el amor y la confianza del que habían dado muestras.
Los tigres devoradores de hombres, aterrorizan a las aldeas, hasta el punto que los habitantes rehúsan algunas veces defenderse y creen que su destino es ser devorados. Los tigres entran en el pueblo y eligen su víctima. Fue delante de uno de esos pueblos, en el corazón mismo de una espesa jungla, que vimos el cuerpo de otro hombre extendido con el fin de protegerlo. La aldea había sido asaltada por tigres y habían devorado cerca de doscientos habitantes. Nosotros vimos cómo uno de esos tigres caminaba con gran precaución por encima de los pies de la forma extendida en tierra. Dos de nosotros observamos esta forma durante cerca de tres meses. Cuando dejamos el pueblo, el cuerpo (la forma) estaba intacto en el mismo lugar y ningún mal había acaecido a los habitantes. El hombre se reunió posteriormente a nuestra expedición en el Tíbet.
Reinaba tal excitación en nuestro campamento que nadie, excepto Jast, cerró los ojos; este dormía como un niño. De vez en cuando, alguno de nosotros se levantaba para verlo dormir, después se acostaba de nuevo diciendo a su vecino: «Pellízcame para que vea si estoy verdaderamente despierto». A veces empleábamos también expresiones más enérgicas.
V
Nos levantamos con el sol y regresamos el mismo día al punto de partida, donde llegamos justo antes de la noche. Instalamos nuestro campamento junto a un enorme baniano. Al día siguiente por la mañana, Emilio nos dio los buenos días. A nuestra lluvia de preguntas, respondió: «Yo no me sorprendo