Ellos creían en Dios. Rodrigo Silva

Ellos creían en Dios - Rodrigo Silva


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tuviste la oportunidad de visitar un observatorio astronómico o mirar a través de un telescopio? Si lo has hecho, debes haberte maravillado con lo que viste. La astronomía es una ciencia bellísima que enseña, por sobre todo, una lección de humildad. ¡Cuán pequeños somos con relación a la grandeza del universo! Por otro lado, ¡cuán maravilloso fue nuestro Dios, cuando dejó su gloria y vino a este minúsculo mundo para morir en nuestro lugar!

      Fue gracias al trabajo de Nicolás Copérnico que hoy poseemos los recursos de la astronomía moderna. Antes de él, los estudios astronómicos estaban muy mezclados con las leyendas, el misticismo y los conceptos astrológicos que acabaron tergiversando los resultados obtenidos. Aunque los babilonios, los egipcios y los griegos habían hecho grandes descubrimientos sobre las estrellas, sus investigaciones habrían sido mucho más completas si hubieran dejado de lado el politeísmo y las supersticiones que los envolvían.

      Cuando Copérnico nació, el mundo no eran menos supersticioso y atrasado que en la época en la cual los magos y los astrólogos aconsejaban a los monarcas. Corría el año 1473 y las personas tenían una idea muy equivocada sobre el universo, ideas que habían sido enseñadas desde hacía más de trescientos años antes del nacimiento de Cristo. En aquel tiempo, los griegos eran la fuente del más profundo conocimiento universal.

       El universo antes de Copérnico

      En la Grecia antigua se propagaban muchos conceptos acerca de la estructura del universo. Al final de cuentas, ellos eran pensadores críticos y se sentían libres para crear ideas innovadoras. De todas las propuestas, la teoría de Aristóteles fue una de las más destacadas, y sobrevivió hasta la Edad Media. Su cosmología, es decir, su idea estructural del Universo, influenció en toda la Europa medieval, inclusive hasta el pensamiento oficial de la Iglesia.

      Él decía que los cuerpos celestes eran diferentes de los cuerpos terrenales, tanto en el comportamiento como en la composición. De este modo, el cielo, en la visión de Aristóteles, era perfecto e inmutable desde su origen. Siguiendo estas ideas aristotélicas, Ptolomeo, un matemático del siglo II a.C., amplió el cuadro al afirmar que la Tierra estaba en el centro del Universo y que el Sol, la Luna y las estrellas giraban, todos, en torno de nuestro planeta. Ese sistema era llamado geocéntrico (geo = Tierra), pues ponía a nuestro mundo como punto central de todos los cuerpos celestes.

      Es lógico pensar que había una razón bastante humana para apoyarse en la visión de un sistema solar centralizado en el planeta Tierra. Y eso tornaba a la humanidad como el centro del universo de Dios, de modo que hasta el Creador Todopoderoso actuaba en función casi exclusiva de la raza humana. Esa cosmovisión, o sea, esa visión del mundo, exaltaba en demasía el papel de los hombres en el curso de la existencia y era un argumento muy bueno para aquellos que querían centralizar el poder en sus manos, como los reyes, los clérigos, y los señores feudales. Ahora bien, si los hombres son el centro del universo, ¿qué se diría de aquellos nobles y religiosos que se decían el centro de la humanidad? Ellos serían prácticamente los representantes máximos de Dios con un poder superior a los ángeles.

      Por lo tanto, cualquier persona que dudase de esa estructura geocéntrica estaría cuestionando el propio esquema jerárquico medieval. En otras palabras, estaría comprando una pelea mucho mayor que cualquier debate científico, pues su idea cuestionaba el propio sistema absolutista que movía el curso político tanto de la Iglesia, como de la monarquía. Tal comportamiento, es lógico pensarlo, significaba firmar su propia sentencia de muerte.

       Desafiando el Geocentrismo

      Y entonces, se oyó desde Polonia una voz valerosa diciendo que nuestro planeta no era el almohadón de los pies de Dios, y mucho menos el campo preferido de las peregrinaciones del Altísimo. El mundo de los hombres no pasaba de ser un pequeño satélite girando alrededor del Sol. Su teoría, llamada heliocéntrica (helios = Sol), sugería que el astro rey era el centro de ese sistema y no la Tierra, de acuerdo a como proponían el clero y los eruditos de la época.

      Nuestro mundo, decía Copérnico, es apenas poco más que un planeta (el tercero después del Sol) y demora un año (365 días aproximadamente) para completar su giro en torno de la Estrella Amarilla. La Luna, ella sí, es el único cuerpo celeste que gira alrededor de nuestro mundo.

      Por la lógica de Copérnico, si el Sol está fijo en su punto y la Tierra en movimiento, entonces los demás planetas también deberían poseer su órbita con un año solar mayor o menor que el nuestro, considerando que están más alejados o más cercanos en relación con el centro que es el Sol. De este modo, él midió el año solar de Mercurio en 88 días; el de Venus en 225 días; el de Marte en 1,9 años; el de Júpiter en 12 años y el de Saturno en 30 años.

      Copérnico también sustentaba, contrariamente a la opinión popular, que las estrellas eran objetos distantes que poseían su propia órbita y no giraban en torno del Sol. Además de esto, había un segundo giro de la Tierra en torno de sí misma, que generaba la noción de movimiento opuesto al de las estrellas y posibilitaba la existencia del día y de la noche.

      Las teorías de Copérnico demoraron mucho en ser publicadas. Él solamente permitió que algunas partes sueltas de sus trabajos circularan entre algunos pocos astrónomos para ver que decían de sus teorías. Fuera de eso, no demostraron ningún apuro en divulgar al mundo sus nuevos descubrimientos. Era muy meticuloso con sus anotaciones, de modo que demoró treinta años para terminar el libro De revolutionibus orbium coelestium (De las revoluciones de las esferas celestes), el cual le otorgó el título de padre de la astronomía moderna.

      Todavía existía, por otro lado, la amenaza constante de la Iglesia. Copérnico era un sacerdote, y en ese tiempo el catolicismo era más que una religión. Era un tremendo poder político que se estaba sintiendo amenazado por un nuevo movimiento llamado Reforma Protestante. Cuando un rey o un lord local se convertían al protestantismo (algunas veces por razones políticas o financieras), éste, automáticamente, entraba en guerra contra sus vecinos que permanecían siendo católicos. Los conflictos eran brutales y constantes. Solamente para tener una idea, hubo una guerra religiosa que duró treinta años.

      Cercada por un ambiente tan hostil, cualquier persona tendría recelos en discordar con lo que la Iglesia presentaba. Las ideas de Copérnico eran muy revolucionarias y la Iglesia ya había sentenciado a muerte a centenares de personas, por mucho menos que eso. Él no quería terminar sus días quemado en una estaca o torturado por los inquisidores del Papa. Fácilmente puedes entender cuál fue la razón de la demora en presentar su libro al público. Dicen algunas personas que, cuando sabía que estaba a punto de morir, Copérnico autorizo a publicar su obra. Esto sucedió en vísperas de su fallecimiento, el 24 de mayo de 1543.

      Cuentan los historiadores que el primer ejemplar del libro le fue llevado apresuradamente por un mensajero, pues Copérnico ya estaba, hacía varios días, enfermo en su lecho. Él tomó el libro en sus manos, pero ya estaba tan débil que apenas consiguió dar vuelta la primera página. Después de eso, murió.

      En los primeros años de publicada su obra, no causó mucha discusión. Sin embargo, después de algún tiempo, ella fue colocada en el Index (catálogo) de prohibiciones de la Iglesia, lo que significaba que su estudio había sido vetado y cualquier persona que leyera la obra sería excomulgada por el Papa. Es evidente que muy pocos aceptarían luchar contra los prejuicios que eso implicaba. Recién en el año 1835, la Iglesia retiró la obra de Copérnico de la lista de las prohibiciones. Muchos protestantes, inclusive el propio Martín Lutero, también se incomodaron con las declaraciones de su libro. Copérnico, por lo tanto, murió sin ver la polémica ni los frutos de su proyecto científico.

      ¿Y con relación a Dios? ¿Acaso este genio polaco había descreído de Jesús y de la Biblia? Claro que no. Sus investigaciones aumentaron aún más su fe en el Creador. La ignorancia y el preconcepto partían de los líderes religiosos y no de la Palabra del Señor. Copérnico sabía muy bien diferenciar entre el Dios verdadero y las caricaturas que muchos hacen de su imagen.

      Existen


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