El nervio poético. Alberto Hernández

El nervio poético - Alberto Hernández


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piel de los codos. La bebida, un whisky, una cerveza helada, un miche, un coñac, un cocuy… ¡agua para los caballos!, como grita el borracho más próximo cuando termina el trago y exige otro. La sonrisa de los poetas que intentan construir una conjura se congela en las rugosidades del hombre: está hecho un desastre. No merece una palabra de aliento. La muerte se asoma en los ojos opacos de un fantasma, más que un fantasma, un duende, un bufón que se desvanece cuando ambos personajes regresan a sus preocupaciones, a sus adentros.

      Levantisco es el paisaje: Montejo y Barroeta se cuelan entre la gente desde los sillones del bar, entre la multitud que vocifera en una esquina. Achispados por los tragos se sumergen en una diatriba poética que deja consecuencias desmañadas en este papel.

      Queda un instante para pensar, para destinar el dolor a la memoria casi extraviada. Entonces uno de ellos, sin detallar el paisaje y el nombre de quien lo escucha, deja oír:

      —Cuando regrese no tendré padre ni madre. No iré más al bosque ruinoso y mi amada ha de esperar vestida de luto. Sus ojos no tendrán el brillo de siempre y recostada de mis hombros contará la historia de cada muerte. Habré perdido su majestuosidad y lloraré debajo de los robles que cortó mi padre.

      —Entonces no existirá —continúa Barroeta— la verdad, el fuego que hizo mi amor dejará de complacer mis delirios.

      En ese momento calla. Mira el rostro de Montejo y le coloca una mano sobre el hombro derecho.

      Miran el paso lento de la marcha a través de la ventana de cristal del bar donde escancian dos birras heladas. Oyen la estridencia de las consignas.

      —El eje del planeta está oxidado, Pepe, afirmó Montejo.

      Y los dos se miran en medio de un silencio espeso. Un rato más tarde, cuando sólo ha quedado el recuerdo de los pasos de la congregación, Barroeta dijo:

      —Esta historia tiene comienzo, pero no alberga fin alguno. Alguien invade nuestras vidas sin permiso. Alguien nos quiere inventar con los despojos de otros.

      (2)

      EL VÓMITO LE CUBRIÓ parte de la camisa. El ardor de la garganta le bajó hasta el estómago y sintió unos escalofríos que lo obligaron a sentarse en uno de los bancos de la iglesia. Sangre coagulada, trozos de sangre vibrante, una gelatina morada que se amontonó a sus pies. El mareo lo convenció de que lo que le había aconsejado una voz interior no era un juego.

      —Mira, debes ir a un médico. No es bueno lo que tienes.

      Pasó un buen rato en el banco. El cuerpo desmadejado. La cara lívida, fríos los pies, la lengua helada. Los ojos hundidos en una cueva oscura.

      —¿Te pasa algo, Orlando?

      —Sí, padre, creo que me estoy muriendo.

      —Es verdad, no pasa un instante en que no estés muriendo. Cada segundo nos acerca a la tumba. Estás enfermo y debes ir al médico, pero por si acaso, ¿cómo están tus relaciones con Dios?

      —Mal, padre, muy mal.

      —La caña, hijo, la mala y la buena caña. Te has dedicado a destruirte. Nadie entiende cómo un hombre como tú, inteligente, poeta, escritor, se haya dedicado a convertirse en un guiñapo. Debe ser por eso o yo me equivoco. La poesía, esa peligrosa entrometida.

      —Ah, tampoco así, padre. Todavía me queda algo de moral. ¿Usted ha leído a Dylan Thomas?

      —Bueno, a ver qué haces con ella, porque por ese camino te van a enterrar con la que llevas a cuesta. Y lo peor, seré yo quien te ayude a llegar al cielo, empujadito, pues. Sí, en cuanto a Thomas, me tocó estar cerca de él cuando cayó en coma etílico. El poeta de la barra permanente. Y en pijamas. Debes saber, querido amigo, que siempre estoy donde la muerte me llama.

      Una nueva arcada le manchó los zapatos al padre Pernía, un antiguo personaje de sotana zurcida que aún ambula entre los difuntos de un pueblo extraviado. Un vómito rojo, escarlata, sanguíneo, un trozo de coágulo vivo. Un animal colorado: entonces se le fue el mundo y no supo más de él.

      Cuando despertó la sala estaba casi a oscuras. Una pequeña lámpara señalaba la entrada de la habitación. Por el color de las paredes, por la cama, por el olor a medicamentos, por los tubos que tenía metidos en la nariz, por la forma de sentirse se dio cuenta del lugar donde estaba.

      —¡Qué extraño! ¿Qué hacía yo en esa iglesia? ¿Quién es el padre Pernía? ¿De qué lugar vengo? Nada me dice que haya estado en mis Crónicas de caña y muerte. Sólo sé que puedo morir empujado por cualquier soplo de la noche, en cualquier orilla de calle o de río.

      Entonces cerró los ojos y enfrentó la angustia al sentir nuevamente que el vómito lo asfixiaba. Deletreó el ahogo, lo alejó aguantando la acidez de su interior. Recordó el soneto y se lo dijo para oírse él mismo:

      No me agarra la tarde aquí mañana

       no me ofrezco la noche en sacrificio

       no tiene caridad tener el vicio

       de no tener lo que me da la gana

      Gana me da la vida sin oficio

       y en oficio de amor viene temprana

       esta nocturna muerte que me afana

       por la vida que vivo en desperdicio

       La tarde de mi vida descalabra

       los andamios de amores ya concluidos

       y aún no cerrados para mi palabra

      Soy el pelo de Dios blanco en la cana

       de los dioses que mueren en sus nidos

       ¡No me agarra la tarde aquí mañana!

      Esa tarde, en medio del sopor, el rostro de Orlando —colmado por la seriedad de su descalabro— miraba desde su más particular más allá a quienes lo despedían.

      —Siempre Orlando, nuestro furioso Orlando, dijo Pepe.

      —Sí, el que Tendía su mano como una alfombra tibia, a través de una geisha, recitó Eugenio con un índice en el mentón.

      El hombre, pálido y dominado por el silencio, vio en el horizonte que se alejaba a los dos que lo miraban de pie al lado de la cama. Cerró los ojos y respiró profundo, hasta el mareo.

      (3)

      UNOS ÁNGELES VUELAN sobre la cabeza de Vicente Gerbasi.

      —¿Qué quieren ustedes conmigo, buenos amigos?

      —Que nos ayudes a bajar de estas nubes.

      —¿Y cómo lo hago si yo mismo no puedo bajar de la mía?

      Entonces los ángeles se fueron todos a la cabeza de Rafael Cadenas, quien los miraba desde su más apacible destierro. Sin embargo, desde su calma, desde el momento menos esperado respondió con

      Tú no estás

       cuando la mirada se posa

       en una piedra, un rostro, un pájaro,

      en esa suspensión

       sin espera

      en ese estar

       intenso,

      en ese claro

       al margen de la comedia

      Apareces después

       con tu triste cortejo.

      —Rafael levanta la mano derecha y nos saluda. Lleva un manojo de papeles bajo uno de sus brazos. Despeinado, con cara de aburrido, pero con un brillo intenso en los ojos, camina por el boulevard.

      Yo lo recuerdo en la silueta del poeta portugués, lo asimilo en su andar por Caracas: «La estatua de Pessoa nos pesa mucho./ Descansemos un poco aquí a la vuelta/ mientras vienen más gentes en ayuda./ Tenemos tiempo de tomar


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