La buena voluntad. Ingmar Bergman

La buena voluntad - Ingmar Bergman


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Bergman permanece de pie contemplando a Henrik con curiosidad, pero sin complacencia. Henrik mira a través de la ventana. Un carro arrastrado por dos caballos rueda con estrépito sobre los adoquines del patio. Cuando se calla el ruido, toma el abuelo la palabra. Habla de modo meticuloso y claro, como quien está acostumbrado a hacerse entender y obedecer.

      fredrik bergman: Como ya sabrás, tu abuela está enferma. La operó hace unos días el doctor Oldenburg en el Hospital Clínico. Dice que no hay ninguna esperanza.

      Fredrik Bergman calla y se sienta. Sigue con la punta del bastón los dibujos de la alfombra, parece muy interesado en ellos. Henrik endurece su corazón y se muestra indiferente. Su hermoso rostro está tranquilo, los ojos grandes de un azul suave, la boca fuertemente apretada bajo el cuidado bigote: yo no diré ni una palabra, yo a escuchar, ese hombre que está ahí no tiene nada importante que decirme. El abuelo carraspea, la voz es firme; el habla, lenta y clara con una sombra de acento.

      fredrik bergman: Tu abuela y yo hemos hablado bastante de ti estos últimos días.

      Alguien ríe en el pasillo andando a paso rápido. Un reloj da los tres cuartos.

      fredrik bergman: Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que cometimos una injusticia con tu madre y contigo. Yo sostengo que cada uno tiene que asumir la responsabilidad de su vida y de sus propios actos. Tu padre rompió con nosotros y se trasladó a otro sitio con su familia. Fue su decisión y su responsabilidad. Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que debíamos habernos ocupado de ti y de tu madre cuando murió tu padre. Mi opinión era que él había hecho su elección, tanto para sí mismo como para su familia. La muerte, a ese respecto, no cambia nada. Tu abuela siempre ha dicho que hemos sido despiadados, que no nos hemos comportado como buenos cristianos. Ese es un razonamiento que yo no entiendo.

      henrik (de súbito): Si usted me ha llamado para explicarme su postura respecto a mi madre y a mí, le diré que la sé y la he sabido siempre. Cada cual responde de sí mismo. Y de sus actos. En eso estamos de acuerdo. ¿Puedo irme ahora? Es que tengo que preparar un examen. Siento que mi abuela esté enferma. Quizás usted sea tan amable de saludarla de mi parte.

      Henrik se levanta y mira a su abuelo con un desprecio tranquilo y sincero. Fredrik Bergman hace un gesto de impaciencia que se propaga a través de todo su corpachón.

      fredrik bergman: Siéntate y no me interrumpas. No voy a extenderme mucho. ¡Que te sientes, digo! Tal vez no tengas ningún motivo para quererme, pero eso no significa que tengas que ser maleducado.

      henrik (se sienta): ¿Y bien?…

      fredrik bergman: Tu abuela me ha dicho que hable contigo. Dice que es su último deseo. Dice que vayas a verla al hospital. Dice que quiere pedirte perdón por todo el daño que yo y ella y nuestra familia os hemos hecho a ti y a tu madre.

      henrik: Cuando yo era un recién nacido y mi madre viuda, hicimos el largo camino desde Kalmar hasta su finca en busca de ayuda. Nos asignaron dos cuartuchos en la ciudad de Söderhamn y una pensión de treinta coronas al mes.

      fredrik bergman: Fue mi hermano Hindrich quien se ocupó de las cosas prácticas. Yo no tuve nada que ver con el arreglo económico. Tu abuela y yo vivíamos en Estocolmo durante el año legislativo.

      henrik: Esta conversación no tiene el más mínimo sentido. Además, es penoso tener que ver cómo un señor mayor, al que siempre he respetado por su falta de humanidad, pierde la cabeza de repente y se pone sentimental.

      Fredrik Bergman se levanta y se coloca frente a su nieto. Se quita las gafas de oro con un gesto iracundo.

      fredrik bergman: No puedo volver al lado de tu abuela diciéndole que te niegas. No puedo volver junto a ella diciéndole que no quieres ir a verla.

      henrik: Pues a mí me parece que no hay otra salida.

      fredrik bergman: Voy a proponerte una cosa. Yo sé que tus tías, las de Elfvik, os han concedido un préstamo para que puedas arreglártelas aquí, en Upsala. También sé que tu madre se gana la vida dando clases de piano. Te ofrezco la cancelación del préstamo y una pensión adecuada para tu madre y para ti.

      Henrik no contesta. Contempla la frente del anciano, sus mejillas, la barbilla en la que hay una pequeña herida producida al afeitarse por la mañana. Observa la gran oreja, el ­pulso que late en la garganta por encima del cuello ­almidonado.

      henrik: ¿Qué quiere usted que le conteste?

      fredrik bergman: Te pareces mucho a tu padre, ¿sabes, Henrik?

      henrik: Eso dicen, sí. Mi madre lo dice.

      fredrik bergman: Yo nunca pude entender por qué me odiaba tanto.

      henrik: Ya me he dado cuenta de que usted nunca lo entendió.

      fredrik bergman: Yo fui campesino y mi hermano sacerdote. Nadie nos preguntó nunca lo que queríamos o lo que no queríamos. ¿Por qué ha de tener tanta importancia?

      henrik: ¿Importancia?

      fredrik bergman: Yo nunca he sentido ni odio ni amargura hacia mis padres. O tal vez lo haya olvidado.

      henrik: ¡Qué práctico!

      fredrik bergman: ¿Qué dices? ¡Ah!, práctico. Sí, ¿por qué no? Tu padre tenía unas ideas muy vivas sobre la libertad. Siempre estaba diciendo que debía «tener su libertad». Y así se convirtió en un boticario arruinado en Öland. A eso se redujo su libertad.

      henrik: Está usted burlándose de él. (Silencio).

      fredrik bergman: Bueno, ¿qué dices de mi oferta? Yo costeo tus estudios, le paso una pensión mensual y vitalicia a tu madre y os cancelo el préstamo. Lo único que tienes que hacer es ir al Hospital Clínico, a la sección doce, y reconciliarte con tu abuela.

      henrik: ¿Cómo puedo fiarme de que no me engaña?

      Fredrik Bergman se ríe brevemente. No es una risa amable, pero hay aprecio en ella.

      fredrik bergman: Mi palabra de honor, Henrik. (Pausa). Te lo daré por escrito. (Alegremente). Hagamos un contrato. Tú decides las cantidades y yo firmo. ¿Qué te parece, Henrik? (Súbitamente). Tu abuela y yo hemos vivido juntos casi cuarenta años. Y ahora duele, Henrik. Duele mucho. Los dolores físicos son enormes, pero pueden calmárselos en el hospital, al menos por ahora. Lo difícil es que sufre espiritualmente. Y lo que yo te pido es un minuto de compasión. No para mí, no. Para ella. Vas a ser sacerdote, ¿no, Henrik? Algo sabrás del amor, del amor cristiano. Para mí eso no es más que palabrería y subterfugios, pero para ti eso del amor tiene que ser real. Apiádate de un ser humano, enfermo y atormentado. Te daré lo que quieras. Tú decides cuánto. No regateo. Pero tienes que ayudar a tu ­abuela en su sufrimiento. (Pausa). ¿Oyes lo que digo?

      henrik: Vaya junto a la mujer que llaman mi abuela y dígale que vivió toda su vida al lado de su esposo sin ayudarnos ni a mi madre ni a mí. Sin enfrentarse a usted. Sabía de nuestra indigencia y nos mandaba pequeños regalos para las fiestas de Navidad y los cumpleaños. Dígale a esa mujer que ha elegido su vida y su muerte. Mi perdón no lo tendrá nunca. Dígale que la desprecio a causa de mi madre y de mí mismo de la misma manera que lo aborrezco a usted y a la gente de su calaña. Yo nunca seré como usted.

      Fredrik Bergman agarra con fuerza el brazo del muchacho y lo sacude despacio. Henrik lo mira.

      henrik: ¿Piensa pegarme, abuelo?

      Se libera y sale lentamente de la habitación, cierra la puerta con cuidado y se aleja por el oscuro pasillo. Unas lámparas de gas parpadean en la tenue luz diurna desde tres ventanas sucias allá arriba, bajo el tejado.

      La primera semana de mayo Henrik se va a examinar de Historia de la Iglesia con el temible profesor Sundelius.

      Son las cinco y media de la mañana de un lunes. El sol luce con fuerza tras la persiana raída en el sencillo alojamiento del joven, donde cabe una cama desvencijada, una mesa raquítica, desbordada de libros y compendios, una silla de escritorio, una librería llena hasta los topes que ha visto tiempos mejores pero no mejores libros, un lavabo con


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