Te amo, gracias. Kimi Turró
la posibilidad de la oscuridad y el sufrimiento. Desde la humildad, quisiera transmitirte que, si tú quieres, puedes volver a encontrar la luz y la ilusión de vivir la vida.
En este libro encontrarás mucho dolor. No es mi intención hacerte llorar o adentrarte en un mundo del cual evitamos hablar —a pesar de que todos sabemos que existe— porque nos da mucho miedo. En cierto modo, también es un camino para tomar conciencia de quiénes somos.
Es muy duro volver a revivir el sufrimiento que supuso la muerte de Adrià, mi hijo, pero tengo que hacerlo para poder mostrar mi transformación, mi cambio hacia el «quiero estar bien», que es lo que me ha conducido hacia esta nueva vida en la cual me siento plena y feliz. El camino es largo, no lo voy a negar, pero solo hay una manera de hacerlo y es andando y teniendo muy claro el objetivo al cual se quiere llegar. Y el mío era que quería ver la luz, quería reír, quería salir de la oscuridad en la cual estaba inmersa.
Lo que me propongo es transmitir que, actualmente, mi éxito es haber podido transformar el dolor más profundo en amor, porque me di cuenta de que solo hay dos maneras de vivir la vida: una es desde el amor y la otra, desde el miedo. Yo elegí vivirla desde la energía del amor y la gratitud. Y dejé de preguntarme por qué había tenido que pasar por la experiencia de la muerte de Adrià, por qué mi hijo había tenido una vida tan corta. Y cambié esas preguntas por ¿cómo puedo salir de esto? ¿Cómo puedo aprender a avanzar por esta nueva vida?
Yo no tengo el poder de cambiar un hecho; ha pasado —por terrible que sea— y lógicamente el dolor tiene que hacer su transcurso. Pero sí puedo optar por decir: «¡Basta de sentirme mal! ¡Quiero estar bien! Tengo todo el derecho del mundo a reír, a bailar, a saltar, a sentirme maravillosa y, sobre todo, a volver a tener alegría en el corazón».
En el momento en el que acepté todo lo que me había ocurrido hasta entonces, empecé a crear una nueva realidad con nuevos pensamientos y nuevas creencias, y todo se transformó. Los «milagros» empezaron a sucederse; personas maravillosas iban apareciendo en mi vida, todas únicas y fantásticas, y me daban la mano para evolucionar juntos. Empecé a hacer cursos de crecimiento personal y descubrí un mundo nuevo. Ya no era la de antes. Mi pequeño mundo empezó a agrandarse y, mientras tanto, mi corazón se iba expandiendo. Recuerdo mil abrazos, conversaciones llenas de amor y de risas, emociones, llantos, viajes —pequeños pero intensos—, retiros que he compartido con personas increíbles y experiencias inolvidables.
Adrià está en mi corazón, ahora nos reímos juntos, y os puedo asegurar que lo hacemos de lo lindo. Cuanto más intensa es mi risa, más cerca lo siento. Él quiere ver una madre llena de nuevos objetivos, de alegría; una madre que tenga ganas de vivir intensamente y de disfrutar de cada momento que el Universo le regala. Esa soy yo en este momento: una Kimi que ha aprendido que todo empieza con un pensamiento junto a una emoción. Y que quiere que esa emoción esté impregnada de todos los colores, de todas las maravillas que le llegan diariamente a través de las personas que vibran como ella.
¡Yo puedo, tú puedes, todos podemos!
Bambas
24 de enero de 2009. Me despierto sobresaltada y me incorporo en la cama de un brinco. Un estruendo me ha desvelado. Es muy temprano —todavía es de noche—, se oye cómo sopla el viento y lo hace de lo lindo. Me siento muy extraña, no sé qué me pasa. Intento volver a dormir pero no puedo. Doy vueltas en la cama durante mucho rato hasta que decido levantarme, algo poco habitual en mí porque me encanta dormir y nunca he tenido problemas de sueño. Cojo una libreta y me pongo a escribir una redacción en francés para un trabajo de la escuela de idiomas. Más tarde, mando un mensaje a mi hermana, precisamente hoy es su cumpleaños. Le deseo que tenga un día fantástico y ella me contesta: «Teniendo una hermana como tú, seguro que lo será». Y le digo que la quiero.
Son casi las ocho de la mañana y suena el teléfono de Adrià, que está en la encimera de la cocina. Lo cojo y veo que es Pere, su padre. Descuelgo y él, creyendo que soy Adrià, grita: «¡Adrià, Adrià!». Cuando contesto, noto como, por un momento, su voz transmite alivio y se relaja: «¿Adrià está ahí?». Yo le contesto que me parece que no, mientras voy a comprobar si sus bambas están en el recibidor; a continuación, me dirijo a su habitación. La puerta está abierta y deduzco que él no está. Pere cuelga, y yo me quedo perpleja. Unos diez minutos más tarde, Pere vuelve a llamar y me dice: «Voy para allá; Adrià ha hecho de las suyas». Pienso que mi hijo y sus amigos se han metido en algún lío. Pero lo cierto es que no tengo mucho tiempo para pensar. Todo pasa muy deprisa. Enseguida suena el timbre. Pere entra corriendo y me abraza. Al fondo, fuera, está la policía esperando. Pere me dice: «Abrázame, abrázame, que Adrià está muerto». De mi interior surge un grito profundo y seco; en mi cabeza solo resuenan las palabras de Pere: «Adrià está muerto, Adrià está muerto...», yo me rompo en mil pedazos.
¿Cómo puedo abrazar a alguien que me trae una noticia como esa? ¿Cómo puede venir alguien a decirme que mi hijo adorado, mi principito, mi niño pequeño, está muerto? Que nunca más volverá a entrar por la puerta, que nunca más lo podré abrazar, que nunca más lo podré besar, que nunca más lo podré reñir, que nunca más podremos compartir confidencias, ni jugar,