La isla misteriosa. Julio Verne
su menor anchura, es decir, en las Chimeneas y la ensenada visible en la costa occidental que le correspondía en latitud, la isla medía diez millas solamente; pero en su mayor anchura, desde la mandíbula del nordeste hasta la extremidad de la cola del sudoeste, no tenía menos de treinta millas.
En cuanto al interior de la isla, su aspecto general era el siguiente: muy frondosa en toda su parte meridional desde la montaña hasta el litoral y muy árida y arenosa en la parte septentrional. Entre el volcán y la costa este, Ciro Smith y sus compañeros se quedaron sorprendidos de ver un lago rodeado de verdes árboles, cuya existencia no podían siquiera sospechar. Visto desde aquella altura, parecía que el lago estaba al mismo nivel que el mar; pero, hechas las oportunas reflexiones, el ingeniero dijo que la altitud de aquella sabana de agua debía ser trescientos pies, puesto que la meseta que le servía de cuenca no era más que una prolongación de la costa.
—¿Entonces es un lago de agua dulce? —preguntó Pencroff.
—Necesariamente —contestó el ingeniero—, porque debe estar alimentado por las aguas que bajan de la montaña.
—Veo un riachuelo que desemboca en él —observó Harbert, señalando una estrecha corriente de agua que debía tener su origen en los contrafuertes del oeste.
—Es cierto —repuso Smith—; y puesto que ese riachuelo alimenta el lago, es probable que del lado del mar exista una desembocadura por la que se escape el exceso de agua. Lo veremos a nuestro regreso.
Aquel riachuelo, bastante sinuoso, y el río ya reconocido constituían el sistema hidrográfico o al menos todo el que se ofrecía a la vista de los exploradores. Sin embargo, era muy Posible que entre aquellos grupos de árboles que convertían en bosque inmenso dos tercios de la isla corriesen otros ríos hacia el mar. Avalaba esta suposición el hecho de que toda aquella región se mostraba rica y fértil, presentando magníficos ejemplares de la flora de las zonas templadas.
En la parte septentrional no se veía indicio de aguas corrientes; tal vez las hubiera estancadas en la parte pantanosa del nordeste, pero nada más. En aquella parte no se veía otra cosa que dunas, arenas y una aridez espantosa, que contrastaba con la opulencia de la mayor extensión de aquel suelo.
El volcán no ocupaba el centro de la isla, sino la región del nordeste y parecía marchar al límite de las dos zonas. Al sudoeste, al sur y al sudeste las primeras estribaciones de los contrafuertes desaparecían bajo masas de verdor. Al norte, por el contrario, se podían seguir sus ramificaciones, que iban a morir en las llanuras de arena. Este lado era el que había dado paso, en los tiempos de las erupciones, a la lava del volcán, según podía observarse por la larga calzada de lavas que se prolongaba hasta la estrecha mandíbula que formaba el golfo del nordeste.
Smith y sus compañeros permanecieron una hora en la cima de la montaña. La isla se desarrollaba ante sus miradas como un plano en relieve con sus diversos colores, verdes en los bosques, amarillos en las arenas y azules en las aguas. Su vista abarcaba todo el conjunto, sin que escapara a sus investigaciones nada más que la parte cubierta de verdor, la cuenca de los valles umbríos y el interior de las estrechas gargantas abiertas al pie del volcán.
Quedaba por resolver una grave cuestión, que debía influir singularmente en el futuro de los náufragos.
—¿Estaba la isla habitada?
Fue el corresponsal quien hizo esta pregunta, a la cual parecía que se podía responder negativamente después del minucioso examen que habían hecho de las diversas regiones de la isla.
En ninguna parte se veía obra alguna de la mano del hombre; ni un grupo de viviendas, ni una cabaña aislada, ni una choza de pescador en el litoral, ni la más ligera columna de humo que denunciase la presencia del hombre.
Es cierto que una distancia de treinta millas por lo menos separaba a los observadores de los puntos extremos, es decir, de la cola que se proyectaba al sudoeste, en la que ni la vista de águila de Pencroff hubiera podido descubrir una vivienda. Tampoco se podía levantar la cortina de verdor que cubría las tres cuartas partes de la isla para ver si ocultaba algún pueblo; pero, generalmente, los insulares, en los estrechos espacios que han surgido de las olas del Pacífico, suelen habitar en el litoral, y el litoral parecía completamente desierto.
Por lo tanto, hasta que la exploración no estuviese terminada, podía admitirse que la isla no estaba habitada.
Pero ¿la frecuentaban al menos en ciertas épocas los indígenas de las islas vecinas? Esta pregunta era muy difícil de contestar, pues en un radio de cincuenta millas no se veía tierra alguna. Pero una distancia de cincuenta millas podían franquearla sin dificultad los praos malayos o las piraguas polinesias. Todo dependía, pues, de la situación de la isla, de su aislamiento en el Pacífico o de su proximidad a los archipiélagos. ¿Podría Ciro Smith, que estaba desprovisto de instrumentos, precisar su posición en longitud y latitud? Sería muy difícil. En todo caso, era conveniente tomar algunas precauciones contra un desembarco posible de los indígenas vecinos.
La exploración de la isla estaba concluida, determinada su configuración, fijado su relieve, calculada su extensión y reconocida su hidrografía y su orografía. La disposición de los bosques y de las llanuras había sido anotada de una manera general en el plano levantado por el corresponsal; sólo faltaba descender de la montaña y explorar el terreno desde el triple punto de vista de sus recursos minerales, vegetales y animales.
Pero antes de dar a sus compañeros la señal de partida, Ciro Smith les dijo con voz reposada y grave:
—Este es, amigos míos, el estrecho rincón del mundo donde el Todopoderoso nos ha arrojado. Aquí tendremos que vivir quién sabe cuánto tiempo; pero también puede suceder que nos llegue pronto algún socorro imprevisto o que pase algún barco por casualidad... Digo por casualidad, porque esta isla es poco importante, no ofrece ni siquiera un puerto que pueda servir de escala a los buques, y es de temer que se encuentre situada fuera del rumbo que ordinariamente siguen, es decir, demasiado al sur para las naves que frecuentan los archipiélagos del Pacífico, y demasiado al norte para las que se dirigen a Australia doblando el cabo de Hornos. No quiero ocultaron cuál es nuestra verdadera situación.
—Y hace usted muy bien, mi querido Ciro —contestó el corresponsal—. Habla usted con hombres con quienes puede contar para todo, pues tienen absoluta confianza en usted.
¿No es cierto, amigos míos?
—Le obedeceré en todo, señor Ciro —dijo Harbert, estrechando la mano del ingeniero.
—¡Aquí y en todas partes será usted mi amo! —exclamó Nab.
—En cuanto a mí —dijo el marinero—, que pierda mi nombre si no ayudo en todo lo que sea necesario, y si usted quiere, convertiremos esta isla en una pequeña América.
Levantaremos edificios, construiremos ferrocarriles, instalaremos el telégrafo, y cuando esté enteramente transformada, embellecida y civilizada, la ofreceremos al gobierno de la Unión. Sólo pido una cosa.
—¿Cuál? —preguntó el corresponsal.
—Que no nos consideremos náufragos, sino colonos que hemos venido aquí a colonizar. Ciro Smith se sonrió y la proposición del marino fue aceptada. Después dio las gracias a sus compañeros y añadió que contaban con su valor y con la ayuda del cielo.
—Pues bien, ¡en camino hacia las Chimeneas! —gritó Pencroff.
—Un momento, amigos míos —repuso el ingeniero—. Creo conveniente dar nombres a esta isla, a los cabos y a los promontorios y a las corrientes de agua que tenemos a la vista.
—¡Muy bien! —exclamó el corresponsal—. Esto simplificará en lo sucesivo las instrucciones que tenga usted que damos.
—En efecto —añadió el marino—, ya es algo poder decir adónde se va y de dónde se viene. A lo mejor se sabe que está uno en alguna parte.
—Las Chimeneas, por