¿Quién suicidó a Pedro Mairena?. Jorge Scherman

¿Quién suicidó a Pedro Mairena? - Jorge Scherman


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cachó al pihuelo que estaba expuesto y se dijo: que este amor repentino, inesperado, no me nuble la mirada: el crimen de Mairena, ¿o el suicido?, va por otro carril. Hablaba sin que se le notara el embeleso, pero sus ojos denotaban el enamoramiento. La neozelandesa lo captó de inmediato. “No voy a gorrear a Tupi para zafar de este lío”, pensó, claro que en inglés. Se había enamorado del indio; no obstante, le dio el plantón.

      Bobo quería calmar su ansiedad, por no decir su calentura, así que le ofreció un whisky con hielo y le señaló el frigobar. “Solo tomo leche de coco”, dijo Margaret con voz sensual. “Es que de esa no tengo. Pero puedo bajar a comprársela”. Sonrió, abrió su cartera y sacó una botella de medio litro con su logo: una palmera en una playa del Caribe (ya saben, una postal para promover el turismo). Coconut Milk, Jamaica.

      —Dígame, señor detective, ¿te puedo llamar Bobo?, qué quieres saber —en un castellano sin ripio, una perfecta bilingüe.

      —¿Desde cuándo conoces a Pedro Mairena?

      —Conocerlo, lo que se llama conocerlo, nunca. Fue en el 2011, en las marchas estudiantiles.

      —¿Estás por la gratuidad en la educación? Sé que llegaste al país tras la causa mapuche.

      —Correcto… Yo en verdad, casi totalmente de acuerdo.

      —¿Cómo así?

      —Al 10% más rico no le daría la gratuidad.

      —Entiendo.

      —¿Qué entiendes?

      —Que pinchaste con Pedro Mairena en la Alameda.

      —Exactly. Pero fue más que un touch and go.

      —¿Qué me quieres decir?

      —Bueno… terminamos esa noche making love en su escritorio, rodeados de libros en las cuatro paredes.

      —Ya sé que Pedro Mairena era escritor.

      —Exactly. Pero de bajo perfil.

      —Eso también lo sé. Lo que me intriga es si tú te declaras inocente, ¿por qué se habría suicidado? ¿Él mismo hizo esa pintada para despistar? ¿Quién querría matarlo?

      —Peter no se suicidó.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Era bipolar, pero un ciclotímico extraño. Solo vivía la parte alta, la de la euforia. Los suicidas son los de la parte baja, cuando se deprimen durante un tiempo prolongado.

      —¿Qué me quieres decir exactamente con lo de la euforia?

      —Hasta los 30 años fluctuaba en ciclos cortos entre la manía y la depresión. De ahí en adelante se pegó en la manía. Su cabeza era un torbellino, una mezcla extraña de psicosis y lucidez.

      —Veo que lo conocías muy bien.

      —Fuimos amantes más de un lustro.

      —¿Por qué dices amantes? Ni tú, que yo se sepa, ni Mairena eran casados.

      —Es que yo… es que yo tengo varias aventurillas en el Wallmapu.

      —¿Eran entonces una pareja libre?

      —Algo así, aunque yo en verdad lo pondría de otra manera... Me corrijo.

      —¿Cómo?

      —Bueno… ¿cómo te lo digo? Amigos sin desventajas.

      —Entiendo.

      —¿Qué entiendes?

      —Nada. Por eso me llamo Bobo.

      —Yo no lo maté. Si no, no estaría aquí.

      —¿Por qué huiste del país?

      —Jamás.

      —¿A dónde fuiste?

      —A la Selva Lacandona, tenía una cita que no podía esperar.

      —Yo anduve cerquita. En una de esas podríamos habernos encontrado.

      —Mira tú —coqueta—, al fin yo vine a ti.

      —¿Te imaginas quién podría haberlo matado?

      —Busca por el lado de las tribus literarias de la capital. Es lo único que se me ocurre.

      —¿Alguna en particular?

      —A Peter no le gustaban ni Parra ni Bolaño. Pero eso no quiere decir nada.

      —Nunca se sabe, gracias de todos modos.

      —Entre tú y yo no hay gracias, ¿te parece?

      —Sí.

      —¿Me puedo ir? Se me acabó la leche de coco.

      —Una última pregunta: ¿Te quedarás en Chile?

      —Sí, al menos por un tiempo.

      —¿Dónde te puedo ubicar?

      —En el Wallmapu.

      —Pero si llega hasta el Océano Atlántico. Eso dicen los mapuches.

      —Exactly. Anota mi cel.

      —¿Aceptarías una invitación a cenar? Ya es hora.

      —No.

      —Dame tu número.

      Margaret se lo canta. Bobo lo marca. Suena el celular de Margaret. Se para y dispone a abandonar la oficina.

      —Eres más bella de lo que me habían dicho.

      —Primera regla del género policial: el detective no puede ser el asesino. Segunda, y esta es mía: la sospechosa no debe aceptar invitaciones del sabueso.

      Bobo ríe con ganas y la acompaña a la puerta. En verdad lo embarga la tristeza del despecho.

      4

      Pedro Mairena tuvo su primera crisis a los 20 años mientras se hartaba de huevos duros y tomaba pipeño como un cosaco en La Piojera. Estaba solo en una mesa leyendo Los mejores relatos, de Rubem Fonseca, y de repente se desplomó. Era casi medianoche, y lo llevaron a Urgencia de la Posta Central. ¡En su billetera encontraron solo unas pocas lucas, su cédula de identidad y la tarjeta Bip! Y un poema recién empezado con dos versos y un tercero inconcluso, escrito en papel tissue con letra clara: “Parra y Bolaño unidos jamás serán vencidos y están sobrevalorados/sus epígonos les avivan una cueca larga/una cueca más fome que la misma cueca y…”.

      El mozo de La Piojera, quien lo llevó a la Posta Central, tomó de su billetera el valor de la cuenta y del taxi de ida y vuelta, y desapareció. El doctor que lo atendió diagnosticó “coma etílico, póngale un purgante, que cague y vomite, luego déjenlo dormir”. La enfermera, estoica, procedió a seguir las indicaciones.

      Pedro Mairena despertó 12 horas después. Se veía bien, aunque como cualquier resaca digna de ese nombre le dolía la cabeza y lo invadía la culpa. “El pipeño estaba pasado, iba recién en la mitad de mi cuota”, pensó. Se vistió y abandonó la Posta Central haciéndose el loco y con el pecho henchido, más orgulloso que pato de silabario.

      Al llegar a la calle donde debía tomar el micro, avanzó hacia el paradero y se sentó. No había nadie. Rompió a llorar y gritó al cielo: “¡Madre mía!, ¿por qué no estás aquí? ¡Mi padre me ha abandonado!”. Era verdad, odiaba a los poetas, le quitó la mesada y lo desheredó. Y Pedro Mairena no tenía un puto peso para pagarse un viaje a la India.

      Se sentía preso en un país que aborrecía y decidió volver a La Piojera a terminar la media cuota de pipeño que le faltaba. Sobre comer más huevos duros abrigaba dudas, quizá pernil con papas cocidas.

      “Me voy caminando”, se dijo, “así me ahorro el pasaje, ¡maldito TranSantiago!”. Revisó su billetera y encontró un billete de 20 lucas que no recordaba: “Mamá Indra, el dinero va y viene, ¡vaya uno a saber por qué!”. Decidió


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