Primo Levi. Su legado humanista. Fabio Levi
no dejó ya de ser una referencia constante de su pensamiento, pero sobre todo fue tema de innumerables encuentros, en particular con jóvenes de las escuelas. Éstos estaban destinados a prolongarse a lo largo de años, a pesar de la distancia creciente entre la sensibilidad de los más jóvenes y los sucesos de la Segunda Guerra Mundial.
Primo Levi fue un testigo, cierto; pero sería un error reducir su obra y su figura a esta única dimensión. Por otro lado —apenas lo hemos mencionado—, si las traumáticas experiencias de su juventud, ligadas por obvias razones a sus orígenes judíos, terminaron por condicionar de forma decisiva la vida entera del escritor turinés, su formación de químico y su precoz vocación literaria, ya evidente en su primer libro, marcaron con igual profundidad un itinerario rico y fructífero que se prolongaría más allá de la cesura de Auschwitz durante casi cuarenta años. Un itinerario a lo largo del cual el amor por la vida, que había jugado un papel tan importante al favorecer los caprichos del azar cuando se trató de la supervivencia de Levi deportado en el campo de exterminio, contribuyó mucho a despertar siempre nuevas curiosidades y aproximaciones a la realidad por parte del escritor, empeñado en imaginar cada vez mundos diferentes e inventar lenguajes para representarlos.
Si queremos recorrer brevemente las etapas principales de este itinerario, la mirada va en primer lugar a las vastas llanuras de Europa centro-oriental, relatadas en technicolor en La tregua (1963), espacio sin confines atravesado por caóticos desplazamientos de militares y civiles que escapaban de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, lugar de encuentros y de aventuras inclusive para los veteranos del Lager como Primo Levi. En 1975 se publicó Il sistema periodico (El sistema periódico), un conjunto de escritos autobiográficos, cada uno asociado a un elemento de la tabla periódica de Mendeleiev. El protagonista aquí es la química, porque ofrece al relato un marco de originalidad extraordinaria, revelando la dimensión esencial de la vida de Primo Levi, y abre a la literatura espacios inéditos y fascinantes. Tres años después, en 1978, se publicó La chiave a stella (La llave estrella), donde relata las aventuras de un obrero especializado que va por el mundo trabajando en el montaje de grúas, torres de perforación y otras grandes estructuras metálicas: es un libro sobre el trabajo y la felicidad profunda que proporciona el trabajo bien hecho. Está escrito en forma de diálogo del que, además del personaje central Tino Faussone —con su cultura y su lenguaje inconfundible—, Primo Levi es también protagonista, en su papel de químico y de escritor.
Para llegar finalmente a la única novela escrita por Primo Levi —Se non ora quando (Si ahora no, ¿cuándo?)— de 1982. Es la historia de un grupo de partisanos judíos que luchan contra los nazis durante la guerra. Sucede en el periodo del enfrentamiento mortal contra la Alemania de Hitler, pero, en este caso, los judíos responden con armas: y se trata de judíos que pertenecen al mundo yiddish, con el que Primo Levi tuvo contacto por primera vez en Auschwitz y del cual descubrió las fuertes diferencias con respecto al hebraísmo tendencialmente asimilado prevaleciente en países occidentales como Italia.
Sin descuidar, además, una intensa actividad como periodista y ensayista, escribía poemas y, sobre todo, múltiples relatos que publicó progresivamente en varias colecciones. Eran expresiones de un punto de vista original sobre el mundo contemporáneo, elaborado poco a poco al paso de los años: unos están inspirados por la memoria, otros hacen un análisis despiadado de la realidad, otros son fantasías científicas. Para concluir, finalmente, poco antes de su muerte repentina y prematura, con su último libro I sommersi e i salvati (Los hundidos y los salvados), punto de arribo de extraordinaria originalidad de una reflexión de décadas sobre los acontecimientos vividos en el Lager y las paradojas casi insondables de aquel mundo, hecha a la luz de las preguntas que surgían en particular en sus discusiones con los jóvenes.
“Os encomiendo estas palabras”. Lo hemos visto: el reclamo de Levi en este verso adopta un tono imperativo. La primera persona de quien escribe tiende casi a confundirse con un ‘yo’ sobrehumano que llama a todos y cada uno a asumir una responsabilidad consciente frente a la enormidad del exterminio y a la tendencia de la gran mayoría a no querer ver en Europa durante la posguerra. También Levi —como se recordará— había experimentado a su regreso de Auschwitz la indiferencia del mundo que lo rodeaba. Había que esperar hasta finales de los años ochenta, con la caída de la Unión Soviética y del orden político e ideológico establecido al final de la Segunda Guerra Mundial, para que en el conjunto del continente europeo se manifestara un interés renovado por el nazismo y sus delitos contra los judíos. Ya se había anticipado en Alemania, sacudida por las duras críticas de los jóvenes hacia la colaboración de la generación de sus padres con el nazismo. Pero en ese punto, Primo Levi, desaparecido en 1987, ya no estaría presente. Testigo incansable, se había dado cuenta a tiempo de cuán difícil era transmitir esa experiencia: también aquellas como la suya, dotadas de un valor universal indiscutible.
Pero, ¿de qué experiencias se trataba?, ¿qué quiere decir Levi cuando encomienda “estas” palabras?, ¿o cuando exhorta a reflexionar que “eso” ha sucedido? Retomemos la lectura de “Schema”, desde el inicio:
Ustedes que viven seguros
en sus casas tibias
ustedes que encuentran, al volver por la tarde,
comida caliente y rostros amigos:
consideren si es un hombre
quien trabaja en el fango
quien no conoce la paz
quien lucha por la mitad de un panecillo
quien muere por un sí o por un no
consideren si es una mujer
quien no tiene cabello ni nombre
ni fuerzas para recordarlo
vacía la mirada y frío el regazo
como una rana invernal
En el poema se habla de hombres y mujeres que aparecen debajo de una inimaginable violencia aniquiladora del cuerpo y del alma. De una condición extrema, fruto de “una gigantesca experiencia biológica y social” impuesta por el poder nazi y sin escapatoria posible. Pero ¿cómo se articula concretamente el poder totalitario en el Lager? ¿Cuáles son sus reglas? ¿Cuál es el grado de participación de los deportados en el proceso de su propia aniquilación? ¿Dónde se sitúa la línea de demarcación entre verdugos y víctimas? ¿O no será más correcto hablar de una vasta y compleja “zona gris” ubicada en ambos polos de aquella brecha extrema? La reflexión de Levi a este propósito se desarrolla incesantemente desde la descripción analítica que hace de Auschwitz en su primer libro hasta el capítulo dedicado precisamente a la zona gris de Los hundidos y los salvados, poniendo a consideración y, sobre todo, lanzando preguntas de extraordinario interés sobre la sociedad en el interior del Lager; sobre la forma en la que se manifiesta el mal en las relaciones concretas entre los hombres; sobre el problema de la responsabilidad y muchas cosas más.
Y si la realidad del exterminio en los lugares donde se perpetraba suscita más preguntas que respuestas, incluso en quien la conoció y experimentó directamente, resulta no menos problemática la relación entre el Lager y la sociedad en torno; también la relación entre aquella forma particular de poder totalitario y el mundo que vino después. Primo Levi ofrece muchas ocasiones para “meditar” sobre estos temas. En primer lugar: si “esto ha sucedido”, no debe excluirse que pueda repetirse, quizás de otra manera y en otros contextos. Ni el largo paréntesis de su aventurado viaje de regreso del Lager a casa puede ser llamado de otra forma que ‘tregua’, entre el final de Auschwitz y el nacimiento de un mundo con demasiadas incógnitas como para sentirse seguro. Sin que el Lager deba necesariamente ser tomado como una especie de clave universal de interpretación, como una matriz a la que se deban ajustar otras instituciones estructuradas rígidamente y mucho menos la sociedad entera.
Levi rechazaba, por ejemplo, la analogía entre el Lager y la fábrica, porque no le gustaban las trampas del razonamiento analógico y porque consideraba el campo de exterminio como un lugar de extrema abominación: un lugar —dijo un día con gran sencillez— del cual no era posible