Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez

Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez


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Gigante. Entonces, el humano trepó a lo más alto de la duna y puso una rodilla en la arena. Cogió tres flechas del carcaj que llevaba en la espalda: dos las clavó en la arena, y la restante la cargó en su arco. Necesitaba conseguir llamar la atención lo suficiente como para que prácticamente todos los bandidos fueran tras él. Remir miró hacia abajo buscando un objetivo. Cogió aire y lo soltó varias veces para calmar su respiración. El creciente viento del desierto empezaba a aflojar para después volver a su estado original.

      Abajo, los bandidos hablaban en voz alta, muchos con botellas de alcohol en la mano. Risas y sonidos grotescos llenaban el pequeño valle, mientras su líder miraba orgulloso a su pequeña manada. Desde hacía un tiempo se le habían unido más voluntarios y empezaban a llamarle rey del desierto. Y un rey necesitaba un trono tanto como una corona. Así que había ordenado a sus muchachos que recolectaran los dedos que se habían desprendido del grotesco pie, y los había apilado formando un duro e incómodo trono. Ah, ¡y cómo lo veneraban cuando se sentó por primera vez en él! Tenía previsto partir pronto hacia la Corona de Arân y, cuando la conquistara, podría proclamarse el rey que era.

      El ruido de los bandidos cesó de repente, sacando al líder de la banda de su ensimismamiento. Uno de sus hombres gritaba y señalaba la cresta de una duna, donde se recortaba una figura negra contra el cielo estrellado. Esta se movió ligeramente y un silbido rompió el aire, cada vez más sonoro. Algo volaba hacia ellos, atravesando el viento, y antes de que nadie en el campamento pudiera reaccionar, la flecha tuvo una cálida bienvenida entre los ojos de uno de sus hombres, el cual se desplomó en la arena, inerte. La sangre tiñó la arena lentamente.

      —¡Nos atacan! ¡Id a por él, muchachos! ¡Traédmelo con vida para que podamos despellejarlo! —vociferó el cabecilla de la banda.

      Remir vio como Sideris tensaba sus músculos, preparándose para un fugaz pero certero ataque. Lanzó otra flecha más. El líder daba órdenes, mientras la mayoría de los bandidos corrían duna arriba, tropezando entre ellos y tirando grandes cantidades de tierra hacia abajo. Muchos se encintaban las armas mientras corrían, haciendo más difícil el ascenso. Remir disparó la última flecha, y con una pequeña sonrisa, el hombre se deslizó duna abajo por el lado opuesto al campamento. Su intención era rodearla como había hecho Sideris, y conseguir su trofeo rápidamente.

      Los bandidos llegaron jadeantes a la cresta de la montaña de arena, pero fueron incapaces de encontrar a quien había disparado las flechas, así que empezaron a seguir las huellas que se marcaban en la arena antes de que el viento las borrara. Los pocos que tenían antorcha iban en cabeza, dirigiendo a los demás.

      Remir corría todo lo rápido que podía en la movediza arena, exagerando sus movimientos. Sus pisadas se hundían con facilidad en el terreno, impidiendo que pudiera avanzar todo lo rápido que quisiera. Oía los gritos incesantes de los bandidos mientras seguían su rastro, sin poder localizarlo; aprovechó la negrura de la noche y la poca visibilidad que había para llegar al campamento sin ser visto.

      Sideris estaba junto al fuego, mirando y gruñendo al único hombre del campamento que se mantenía en pie. A su alrededor había tres cuerpos más, todos con horribles heridas de mordisco. La sangre goteaba del hocico del lobo, el cual intentaba buscar un hueco en la defensa de su enemigo. Estaba bien protegido con un escudo, y en cuanto Sideris se acercaba, le asestaba un golpe con la espada. En una ocasión estuvo a punto de darle, pero el animal lo esquivó hábilmente.

      Mientras daba un pequeño salto hacia su izquierda, el lobo captó un movimiento a espaldas del bandido. Sabía quién era, lo había olido segundos antes de que lo pudiera ver. Rápidamente, Sideris fue corriendo en dirección a su contrincante, sabiendo que primero intentaría alcanzarle con su espada, pero lo esquivaría con una ligera finta a la derecha, y levantaría el escudo. Sideris lo golpeó con el lomo de su cuerpo. El bandido, perdiendo el equilibrio, se tambaleó hacia atrás, y Remir, saltando desde la parte de arriba del trono de piedra, espada en alto sujetada por ambas manos, sesgó el aire con todas sus fuerzas. La cabeza del líder de los bandidos rodó, salpicando la arena de sangre. Rápidamente, Remir la cogió de los pelos, arrancó un par de trozos de tela de uno de los cuerpos inertes que tenía cerca, y envolvió la prueba que demostraba que habían completado la misión.

      El lobo ladró una vez, dando a entender a Remir que debían irse pues los demás bandidos no tardarían en aparecer. Asintiendo, el humano se dejó dirigir por Sideris por un lado del pie de piedra, abandonando así el campamento de los bandidos. Corrieron por las bases de las dunas del desierto, rodeándolas y zigzagueando entre ellas, donde sus huellas serían menos visibles y eran fácilmente borrables con el viento y la arena que caía de las montañas del desierto. Además, en ocasiones como aquella, la oscuridad de la noche era la aliada perfecta.

      Los dos compañeros corrieron sin mirar atrás durante horas. Los primeros rayos de luz habían aparecido en el firmamento cuando Remir se aventuró a disminuir el ritmo y analizó la situación: no detectaba ningún movimiento extraño, por lo que ambos siguieron su camino, ya más relajados y conscientes de su victoria.

      Más tarde, encontraron un lugar seguro para descansar y recuperar fuerzas. Remir dirigió su mirada al lobo, que se había tumbado a su lado. Aunque sabía que estaba atento a todo, podía notar la respiración pausada que tenía al dormir. El hombre concluyó que necesitaban reposar, y dejó de pensar en los acontecimientos de aquella noche. Habían podido evitar una confrontación mayor y se habían alzado victoriosos. En breve llegarían a la Corona de Arân. Y, con ese pensamiento, Remir se recostó al lado de Sideris, con la última visión antes de cerrar los ojos del cielo estrellado que vislumbraba entre los dedos de la mano de un Gigante.

      2

      Elira cargaba en sus hombros la presa que había perseguido durante el día. La recolocó en una posición más cómoda con un pequeño impulso de rodillas. El enorme jabalí serviría para alimentar a todo su clan durante el festín de la Luna Nueva, que tendría lugar dentro de dos noches.

      A diferencia de los Altos Elfos, los elfos del bosque comían carne, aunque nunca cazaban o mataban por deporte. Veneraban a cualquier ser vivo que tuviera contacto con la naturaleza y creían que todo en el bosque estaba conectado entre sí, incluido su raza.

      El jabalí se había dado cuenta tarde de la presencia de Elira cuando esta lo había abatido con una flecha directa al corazón. Los elfos del bosque habían desarrollado unas flechas capaces de penetrar la resistente piel del jabalí, atravesando su pelaje para llegar justo al punto débil del animal. La elfa se había situado de pie en la rama de un árbol cercano al lugar donde el jabalí se había parado a comer. La flecha había silbado solo un segundo, y al otro el jabalí se había tumbado de un costado; sin vida. Con un ligero salto la cazadora se había bajado de la rama, pisando las hojas que habían caído al suelo con sus pies desnudos. La elfa se había acercado al animal, arrodillándose junto a él. Había puesto una mano en el fuerte y áspero pelaje de la bestia y había pronunciado unas palabras. Elira había agradecido a la Madre Naturaleza por haberle dado este regalo, y le había pedido que ayudara al espíritu del animal. Cuando hubo acabado, había arrancado la flecha del cuerpo, guardándosela de nuevo, y había cargado con el animal a su espalda. Los elfos del bosque poseían una gran fuerza física.

      Dos enormes sequoias marcaban la entrada al hogar de Elira: el clan Feherdal. A cierta altura, varias ramas sin hojas se entrelazaban, uniendo los dos árboles en un arco, dando la bienvenida a uno de los clanes de los elfos del bosque. Esta era la única manera de entrar al clan si no pertenecías a él. Aun sin murallas, Feherdal estaba protegido por densos y anchos árboles que lo rodeaban, cargados de magia antigua que desorientarían a cualquier intruso no deseado. En el extremo opuesto a la entrada, al norte, se encontraba el río Nira.

      Los vigías que se escondían entre las ramas de los enormes árboles de la entrada dieron aviso de que Elira se acercaba. Cuando la elfa atravesó la entrada, un par de elfos llegaron con un carro de madera, donde Elira depositó al pesado jabalí. El carro chirrió, quejándose del sobrepeso. Las caras de sus compañeros se iluminaron al ver el animal, y rápidamente dieron las gracias de la forma en la que los elfos del bosque han hecho siempre: extendiendo la mano derecha hacia el frente, con la palma hacia el cielo, luego poniendo


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