El ladrón de sueños. Heidi Zoraida Iuorno

El ladrón de sueños - Heidi Zoraida Iuorno


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que hacía su hijo, aunque presentía que algo malvado se escondía en su corazón.

      3

      En el centro de la ciudad había un lugar que pocos conocían. De hecho, solo personas extrañas lo visitaban: el Templo de los Muros, cuyo fundador era Lyor que, desde algunos años, interesado en la magia, había decidido construir un altar para poner en práctica sus hechizos.

      Este templo, rodeado por paredes en piedra, escondía en su interior una amplia sala ocupada únicamente por gruesas y altas columnas también en piedra. Al fondo se asomaba una escalera en madera marchita que conducía al altar, decorada por velas de varios tamaños dispuestas en el suelo; otras ocupaban una mesa, que a su vez contenía libros antiguos escritos por legendarios magos, y hojas sueltas con fórmulas difíciles de descifrar.

      Un mueble de madera con repisas anchas y largas, casi como una biblioteca, reposaba apoyado a una pared, pero en vez de libros, esta contenía pequeñas esferas de cristal.

      En el Templo de los Muros se reunían personas de todo el mundo; era un lugar de culto conformado por la Sociedad de los Magos: las Brujas, que para ir de un sitio a otro usaban serpientes voladoras. También estaban los Hechiceros Malvados, los caracterizaba la arrogancia y la envidia. El otro grupo de magos era formado por los Caballeros de las Sombras; nadie sabía cómo eran físicamente, ya que eran sombras y se movían muy rápido.

      En cambio, Lyor formaba parte de los magos que, a través de la magia oscura, buscaban simplemente venganza. Una amarga venganza que les dejaba en el alma un dulce sabor de satisfacción.

      Lyor era respetado por todos aquellos que formaban esta sociedad, pero a su vez era considerado un hombre solitario y amargado; a veces se referían a él como el hombre de hielo, ya que se comportaba de modo frío y cortante; su sonrisa era rígida, nada espontánea. Caminaba siempre de prisa de un lado a otro por las calles de la ciudad, casi como un rayo en un cielo tempestuoso. Lyor era un hombre alto y flaco. Su cara era huesuda y de quijada pronunciada. Sus pequeños ojos negros se escondían en profundas arrugas que ponían en resalto su larga y afilada nariz. Su cabello gris y corto pasaba casi desapercibido dentro del sombrero negro de ala corta. Sus largas y huesudas piernas permanecían dobladas incluso mientras caminaba y mantenía los hombros encorvados, casi como si no pudiesen resistir a la fuerza de gravedad. Toda su andadura era curva: parecía un hombre viejo, aunque, en realidad, era más joven de lo que aparentaba.

      Vestía siempre de negro y de modo extravagante: usaba un sobretodo largo hasta las rodillas y debajo un pantalón estrecho que destacaba los zapatos puntiagudos. Nunca usaba medias, ni siquiera durante los meses de invierno. Solo el collar de piedras coloradas resaltaba en su vestuario.

      Su padre, el señor Krin, ya era un hombre muy viejo. Sin embargo, un día decidió seguir al hijo. Lyor caminaba rápido y al padre se le hacía difícil mantener el paso. Se detuvo un momento para retomar aliento, mientras lo veía entrar en un extraño lugar.

      Varias personas se encontraban dentro del templo y su hijo se perdió entre la gente. Algunos se encontraban de rodillas adorando quién sabe a qué Dios; otros vagaban sin sentido alguno; cerca de él pasó veloz una mujer que sollozaba mientras volaba sobre una extraña serpiente; en medio del templo había un hombre que lo miraba fijamente y, sin motivo, este comenzó a reír.

      El señor Krin, sintiendo miedo, decidió salir de allí, pero antes de que abandonase el templo vio al hijo subir una escalera. El padre se confundió entre la multitud y lo siguió: subió la escalera de madera marchita y crujiente debajo de sus pies; cuando llegó al otro extremo se halló en una extraña sala iluminada por velas.

      Si las miradas congelaran, el señor Krin hubiese quedado gélido al instante, porque Lyor, notando la presencia del padre, lo miró con tal desamor y desinterés que una panela de hielo hubiese sido más cálida.

      —¿Qué lugar es este? ¿Qué haces aquí? —preguntó el padre confundido.

      —Son muchas preguntas las que me haces, padre —dijo en tono antipático.

      —Sé que ya no eres un niño y que ahora eres un hombre, pero... quisiera... eh, necesito saber qué haces aquí... ¡no entiendo qué lugar es este!

      El señor Krin sabía que no había sido un buen padre, pero quería tratar de recuperar el tiempo perdido con su hijo.

      —No te metas en mis asuntos —respondió Lyor dándole la espalda—. Luego, se volteó y mirando al padre con desprecio, le dijo: —¿De verdad quieres saber qué hago aquí? ¿Estás seguro?

      El señor Krin sintió miedo de descubrir cosas de su hijo que no habría nunca imaginado.

      —Sí, quiero saber —respondió finalmente.

      —Entonces, mira a tu alrededor. Todo esto me pertenece, ¿no es maravillosamente fantástico? —preguntó mientras reía a carcajadas.

      El padre miraba con asombro y curiosidad al mismo tiempo, aún no entendía dónde se encontraba exactamente. Después notó las esferas: a través del cristal se veían un sinfín de imágenes de niños que jugaban a ser valientes guerreros o superhéroes; otros, en cambio, soñaban con ser doctores, cantantes, bailarines, bomberos...

      —Este templo es mío y no podrás quitármelo. ¡Ah, no! Puedes estar seguro que esta vez no me dejaré quitar las cosas que me pertenecen.

      El padre lo miraba con desolación. —Y... esas esferas, ¿qué son? —preguntó, señalando la estantería.

      —¡Mi mejor invento! —respondió Lyor orgulloso—. Eso que ves allí, dentro de las esferas, eran los sueños de algunos mocosos. Pero ahora me pertenecen, son míos. Tú y mi madre me quitasteis mi infancia al prohibirme soñar y tener fantasías. Ustedes cortaron mis alas. Y por eso yo seguiré robando más y más sueños hasta tenerlos todos para mí.

      Estas esferas de cristal, delicadas y transparentes, encerraban los sueños robados de los niños.

      El señor Krin, asombrado, después de oír esas palabras, permaneció en silencio mientras sentía que una llamarada de culpa lo envolvía. De hecho, días después, el padre murió de tristeza. Cuando Lyor lo supo, lloró por primera vez después de tantos años. Sin embargo, ese triste acontecimiento no fue motivo para abandonar su propósito.

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