Sweet-Jab. Leonardo Banegas

Sweet-Jab - Leonardo Banegas


Скачать книгу
si le molestaban mis movimientos o si le parecía aburrido. Miré su mano izquierda. Estaba casi seguro de que era soltera… Seguimos hablamos de todo y de nada, hasta que tomé valor y le pregunté:

      —Oye…, ¿tienes pareja?

      —No me interesan las relaciones de pareja.

      —Y yo que me empezaba a enamorar…

      —Quién diría que eres un romántico.

      —Y quién diría que te han roto el corazón.

      —¿Por qué lo dices?

      —Porque yo también escucho fantasmas cuando guardo silencio…

      —Estás comenzando a agradarme —dijo, terminando su trago.

      —¿Qué? ¿Otra ronda?

      —¡Claro! ¿Por qué no?

      Nos quedamos en silencio por un momento antes de reírnos como dos cómplices. Algo comenzaba a calentarse muy adentro y ambos lo sabíamos.

      La noche se fue diluyendo entre tragos, risas y algunas discrepancias que resultaron insignificantes ante la atracción que nos ocupaba. Las estrellas se acomodaron en su rostro y la luna fue inmensa en su mirada. Le pertenecíamos a la noche. Para mí no había lugar más seguro que ese bar olvidado por la policía y por Dios. Ella era la poesía y yo leía de sus labios. Nos regalamos versos de pólvora, atraídos por la bestia enjaulada del otro.

      El mesero levantó los vasos y nos pidió que desalojáramos el lugar. Estaba por amanecer y los efectos del desvelo comenzaban a hacerse presentes. Tomamos nuestros abrigos y nos dirigimos a la salida, donde le pregunté si quería que la llevara a su casa. Respondió que vivía cerca y que deseaba caminar un momento a solas. Nos despedimos. Un taxi apareció en sentido contrario, corrí tras él unos cuantos metros hasta que logré detenerlo. Cuando estaba por abordarlo, escuché su voz. A lo lejos, la vi con una mano al costado de su boca:

      —¡Oye! ¡Disculpa! ¿Cómo dijiste que te llamas?

      —¡Bruno! ¡Me llamo Bruno Carusso!

      Se despidió con un tierno gesto y retomó su camino. Yo me quedé al costado del taxi, viéndola partir con la llegada del sol. La luna se marchó con ella.

      Sábado, 12:45 p.m.

      Sonaba la alarma. 12:45 p.m. El mundo despertó. Escuché un tren que pasaba con la imparable fuerza de la urbe y desde la estación se elevaba el extraño olor de la realidad. Una luz invasora entraba por la ventana, quitándome lo único que tenía: el entusiasmo nocturno.

      Siempre era tarde para prestar oído al sabio susurro de la mañana. Me quedaba sobrevivir a esa resaca y esperar a que el cielo se rompiera en cientos de fragmentos, dando lugar al abismo nocturno donde se escondían todas mis señales.

      A propósito, hablando de señales, sospeché que al condenado de Matías le molestaba el olor del alcohol. Cuando volvía pasado de tragos, lo encontraba abriendo las cortinas de par en par al amanecer. Bien sabía lo mucho que me molestaba la luz del sol… Él se permitía sus placeres y yo no lo juzgaba. Salía de cacería cuando le daba la gana y ni hablar cuando regresaba a quitarme el sueño con uno que otro ruido. Limpiaba su desastre. Servía su comida. Y tenía que lidiar con su indiferencia cada vez que le hablaba. No me respetaba… Por cierto, Matías era mi gato. Creo que debí castrarlo. Era irremediablemente pendenciero y territorial. Ya vivía en el apartamento cuando me mudé. Al parecer, fue abandonado por los inquilinos anteriores. Quise deshacerme de él una y otra vez y él siempre supo cómo regresar. La primera noche lo encontré sobre la mesa, luego en la alfombra, después sobre el inodoro, hasta que una mañana lo encontré en mi cama. Ahí comprendí que exigía su lugar y que teníamos más cosas en común de lo que pensaba. Se trepó en mí y me maulló de tal forma que me pareció entenderlo. Compartíamos más que la calle y las salidas nocturnas, ambos teníamos estilo y algunas cicatrices de pelea. Los días pasaron y sin darme cuenta regresaba a casa con cervezas en una mano y croquetas para gato en la otra. Se nos hizo costumbre sentarnos a ver la televisión después de la cena y nos hicimos buenos amigos. Matías llenaba el lugar. Juntos hicimos del apartamento nuestro pequeño dominio y por la noche, cuando me preparaba para ir a trabajar o salía por unos tragos, él también se acicalaba. Sabía que nos esperaba la locura, las luces, los callejones y el neón. Salíamos juntos, saludando a la noche con estilo y con decencia. En algún punto del callejón, él acariciaba mis piernas y tomaba su propio camino. En ocasiones nos ausentábamos por varios días y, al regresar, compartíamos un silencio tan reconfortante. Nos mirábamos las heridas sin molestia y sin pretender tener la cura.

      Yo era un tipo cruzando la crisis de los cuarenta y Matías era un salvaje, y eso me gustaba. Por fin había encontrado a otro incomprendido que en el fondo no buscaba más que refugio, paz y, con suerte, un poco de afecto. Alguien que no quiera culparme por sus malos días. Las mejores amistades aparecen de pronto y sin darnos cuenta se vuelven tan trascendentales que imaginarse los días sin ellos es muy difícil. Matías me enseñó el significado de la amistad. Nos domesticamos y aprendimos a tolerarnos el uno al otro. Yo había contemplado tener un perro, pero la vida me dio un gato. ¡Y vaya que sabe ser un buen amigo! Me enseñó que, tanto en el amor como en la amistad, también se puede tener colmillos. ¿Cómo castrarlo? Sería como negar mi propia naturaleza.

      Whisky

      No hay resaca que resista a un par de aspirinas y una tarde de limpieza en casa. Me puse manos a la obra y pasé la aspiradora por todo el apartamento, especialmente sobre la maldita alfombra tapizada con los pelos grises de Matías. Lavé los platos y seleccioné la ropa sucia. Me dispuse a lustrar los zapatos y resultó imposible, porque tenían las marcas de una serie de quejas de Matías. Mejor los cogí y subí a la azotea para lavarlos y secarlos.

      Después de tanto trabajo hogareño me senté en uno de los bordes de la azotea que dan a la avenida principal para fumar un cigarro y disfrutar del impresionante cielo al atardecer, un espectáculo que me devuelve el entusiasmo al cuerpo. Entonces vi que se aproximó un portentoso Cadillac negro descapotable, conducido por un tipo que se hacía acompañar de una bella mujer de labios rojos, lentes de sol y una bufanda que acariciaba sus mejillas con el ir y venir del viento. Tal imagen capturó toda mi atención y alucinado me dije: «Necesito un maldito auto». Viendo la imagen mezclarse en el horizonte, me inquieté. Apagué el cigarro y bajé presto a tomar una ducha helada antes de salir a trabajar. Aproveché para repasar todo lo sucedido la noche anterior y descubrí que un asunto importante se escapaba. Divagando en mi nebulosa comencé a afeitarme. Lejos de recordar el nombre de la chica, lo que conseguí fue un corte en la mejilla. Cuando te digan que los hombres no sabemos hacer dos cosas al mismo tiempo, no te ofendas… Yo respondo que sé hacer una muy bien…

      Frustrado limpié la herida y la protegí. Me vestí y salí de casa con rumbo a la estación. Durante el trayecto continué intentando recordar su nombre. Me recriminaba no haber prestado atención a un dato tan importante. Soy terrible con los nombres y las fechas, lo reconozco. Cuando era pequeño olvidaba el cumpleaños de mis padres y los nombres de las chicas que me gustaban. Era tan bochornoso que todavía lo recuerdo con claridad, como si fuera una película muda, porque de lo contrario recordaría el nombre de la chica de anoche… Al llegar a la estación, tuve la ingenua tarea de observar por todas partes con la esperanza de verla pasar y fue inútil. Miré el reloj. 6:30 p.m.

      Prefería llegar al trabajo al menos una hora antes. Me tomaba muy en serio la tarea de preparar la barra, las botellas y el local. Cuando todo estaba en su punto, me relajaba y daba comienzo a la noche. A esa hora, las estaciones de tren están repletas de personas que han finalizado su jornada y van en desbandada en busca de tranquilidad o un poco de placer. La mayoría regresan a casa para encontrarse con sus familias. Los solteros de oficina se reúnen para compartir, hablar de sus conquistas, sus proyectos, sus carros y el fútbol. Los solitarios parecen ir por la vida sin rumbo, postergando conversaciones y viviendo a través de los demás. Los reconozco de inmediato al entrar en el bar. Suelen mirar a su alrededor


Скачать книгу