El hombre que no quería hacer el amor. Carmen Resino

El hombre que no quería hacer el amor - Carmen Resino


Скачать книгу

      EL HOMBRE QUE NO QUERÍA HACER EL AMOR

      Carmen Resino

      EL HOMBRE QUE NO QUERÍA HACER EL AMOR

      Bohodón Ediciones

      El hombre que no quería hacer el amor

      Primera edición: febrero de 2021

      © De la obra: Carmen Resino de Ron

      © Ilustración de cubierta: Carmen Resino,

      PERPLEJA (2020). Óleo, acrílico y roturador

      © Fotografía de la autora: Susana de Reoyo

      © Bohodón EdicionesTM S.L.

       www.bohodon.es

      Sector Oficios Nº 7

      28760, Tres Cantos (Madrid)

      e-mail: [email protected]

      ISBN-13: 978-84-18633-01-0

      ISBN-E-Book: 978-84-18633-02-7

      Depósito legal: M-2341-2021

      Printed in Spain

      No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo o por escrito del editor.

      Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

      A Flavia, mi nieta.

      … Una glándula demasiado grande y otra demasiado pequeña, y quizás este simple hecho produzca el asesino,

      el ladrón, el criminal empedernido.

      Agatha Christie. Muerte en la vicaría.

      ¿Bajo qué forma y qué máscara aparece el amor no admitido y reprimido? (…) Bajo la forma de la enfermedad.

      Thomas Mann. La montaña mágica.

      1

      Noviembre, 1993

      ―Juancho ha muerto en accidente de automóvil.

      La noticia le despertó de la modorra. Por fin escuchaba algo que le hacía reaccionar. Después de la desaparición de Rosalía, y ya iba para seis años, estaba aletargado, como muerto; tras Rosalía, no había cometido más que equivocaciones y torpezas. Por eso no pudo evitar sentir, junto con la sorpresa, una extraña y súbita alegría. Una alegría que le costaba disimular, que se le escapaba por todos los poros del cuerpo, por las inflexiones de la voz, traicionándole: Ana está libre, ¡está libre!, se decía. Mientras, su madre seguía hablando, dándole pormenores:

      ─Ha sido cerca de París. El coche derrapó…

      Pero él ya no la escuchaba. La oía, pero no la escuchaba. O la escuchaba, pero no la oía. Se imaginaba la escena: el coche boca arriba como insecto muerto, destripado, deshecho, y Juancho entre la chatarra, tan rubio, mucho más pálido de lo habitual, coloreado solo por la sangre escapada por la sien y esparcida por su rostro, la celeste mirada fija, perdida…

      ─Ha sido un drama, un auténtico drama. En el acto. Muerto en el acto ─y con cierta complacencia─: dicen que iba con otra... ─y como él no dijera nada─: ¿me estás oyendo? ¡Juanjo iba con otra! Una actriz o una cantante. Una chica francesa, jovencísima.

      Su madre hablaba sin parar, vertiginosa, desordenadamente, pero él no la seguía, la escuchaba como en sordina. ¡Qué inoportuna a veces la muerte, pensaba, al sorprendernos en momentos inadecuados, en actitudes comprometidas, en compañías inconvenientes, al poner al descubierto nuestro yo oculto, más íntimo, guardado y camuflado celosamente! ¿Cuántos engaños no ha puesto al descubierto la muerte?... Cualquier reputación intachable, laboriosa y embusteramente trabajada en vida, podía saltar hecha añicos en el último momento. Si él hubiera muerto cuando besaba a aquel compañero de bachillerato tan rubio como Juancho y que moriría poco después, ¿qué hubieran dicho los que le conocían?... Su eternidad, esa que dura lo que el recuerdo de los demás, hubiera quedado manchada, dislocada, vuelta del revés de manera irremediable. Él ya no sería un buen niño, ni un hijo respetuoso y cabal, sino un muchacho perverso.

      ―La noticia, ya te puedes imaginar, ha corrido como la pólvora. ¡Los padres de Ana no sueltan prenda!, ¡ya sabes cómo son! ¿Me estás oyendo?

      ─Que sí, mamá, que te oigo.

      ─¿Y no dices nada?

      ─¡Qué quieres que diga! ─Y se imaginaba a esa otra de la que hablaba su madre, rubia también, ¿por qué se la imaginaba rubia y no morena?, tirada, herida, junto a Juancho.

      ─Lo que te digo: ¡un tragedión!

      ¡Que se callara, que se callara! ¡Una noticia como esa y su madre estropeándosela con aquella verborrea imparable! ¿Qué le importaba que Juancho estuviera con otra? Lo de veras importante, es que Ana estaba libre, ¡por fin!, libre para él.

      Conocía a Ana por su madre, como todas las mujeres que le habían gustado. Como Rosalía. Como Concha, como la chica que le vendía el periódico los domingos: «¿Has visto qué simpática esa chica, que agradable y qué mona? ¡Pecosilla, pero monísima!». A Ana, desde siempre, que era hija del médico de la familia, allá en León, a quien su madre confesaba sus angustias y temores: «¡tengo una cosa aquí, en mitad del estómago!». «¡Aprensiones, nada más que aprensiones, está usted como una rosa!». Desde el colegio la había convertido en su ídolo particular, y de esa idolatría, también tenía la culpa su madre, que no hacía más que alabarla: «¡Qué mona Anita, qué agradable, tan culta, tan educada!», y luego cuando se casó: «¡Qué pena! ¡Con lo que ella vale, y se va a casar con ese pintamonas!». Porque Juancho, el marido de Ana, ese que se había matado en París, era un pintor abstracto muy conocido, y para su madre, los pintores que «no se entendían» no merecían otro calificativo. Sin embargo, y pese a estos despectivos comentarios, él respetaba y admiraba a Juancho; una admiración que a veces lograba diluir la que sentía por Ana.

      ─Tendrás que llamarla y darle el pésame.

      Y tras la orden, su madre siempre daba órdenes, colgó y él se quedó saboreando la noticia. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a Ana? … Más de dos años, cuando su madre la invitó a conocer el piso que acababa de compararle, pero el recuerdo era tan nítido como si hubiera sucedido ayer. Estaba Ana sentada en el sofá, junto a su madre y él la miraba tan insistente y embobado que ella, como si quisiera restar importancia a sus miradas, le dijo al despedirse: «¿Por qué no llamas un día a Gema ─Gema era la hija de Ana─ y salís por ahí?». Le sentó mal la referencia a Gema, casi una crueldad. No obstante, la llamó. Pero Gema no estaba. «¿Y la señora?... ¿Está la señora?». «La señora tampoco. Está de viaje con el señor». Fue consciente entonces, no antes, de la existencia de Juancho, de que Ana estaba casada y vetada para él. Por eso, cuando la criada le preguntó: «¿de parte de quién?», no dijo quién era. Tampoco lo diría después, (llamaba de vez en cuando), y si era Ana quien contestaba, callaba, que de solo oír su ¿diga, diga?, era incapaz de articular palabra: temía que el corazón se le saliera por la boca y quedar muerto de amor en el acto.

      2

      Pensó esperar, retrasar el momento de llamarla, pero, finalmente, marcó el número que le comunicaba con el paraíso:

      ─Soy José María ─dijo tímidamente y como Ana no pareciera caer en la cuenta, añadió confuso─: el hijo de…

      Siempre era para todos, el hijo de.

      ─¡Ah, sí! ¿Cómo estás?

      ─Te llamo porque me ha dicho mi madre lo de tu marido. Lo siento, lo siento mucho. ¿Cómo fue?

      ─Un desafortunado accidente: el firme estaba mal y el coche derrapó. Fue el mismo día que inauguraba


Скачать книгу