El hombre que no quería hacer el amor. Carmen Resino

El hombre que no quería hacer el amor - Carmen Resino


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alzar la voz, significarse. Siempre metido en su concha, sin amigos. Sus compañeros se burlaban de él y le llamaban mariquita. Que le llamaran mariquita le hería profundamente, y sobre todo así, en diminutivo, porque el término le parecía más despectivo que marica o maricón, como si dentro del género ocupara el lugar inferior, más profundamente ínfimo.

      ¿Era mariquita como decían aquellos chicos?... Su madre elogiaba sus modales suaves: «... es tan delicado que nunca rompe nada. Otros a su edad, ¡son tan brutos!». Pero de haberlo sido, le hubiera gustado que aquel profesor de gimnasia que le perseguía por las duchas, le palpara la entrepierna, y, sin embargo, lo evitó. ¿Por el hecho en sí o por la persona?, que aquel hombre olía mal. Pero ¿y si eso se lo hubiera hecho aquel compañero de bachillerato, de los pocos que le ofrecieron su amistad, con quien llegó a compartir dulces secretos, aquel que le besó en la boca en la oscuridad de un cine y que murió tan joven, seguramente como castigo por ser como era?

      ¿Era entonces verdad o al menos en parte?...

      Pero también las chicas le gustaban. Le complacía verlas, observar sus ademanes, sus primorosos vestidos, sus peinados… Contemplarlas como objetos hermosos. Y también, ¿por qué no?, besarlas. Como a su prima Margarita.

      Su prima Margarita fue su primera experiencia, la irrupción femenina en su apacible adolescencia. Generalmente, siempre hay una prima o un primo que nos aventura, que nos introduce por los caminos del sexo. Un primo-prima orientador, trasgresor, iniciador de los primeros descubrimientos; un primo-prima que nos abre las puertas de los iniciales y entrevistos paraísos, que nos rasga los velos de los miedos inciertos, y nos abre las rendijas, las ventanas a esa pasión pequeña, y no obstante devastadora, de la infancia. ¿Qué habría sido de ella y de su hermano Rafaelito?... Desde que pasó lo que pasó no había vuelto a verlos, y de eso sí que tenía la culpa su madre.

      Margarita tenía trece años, dos más que él, la figura esbelta, un tanto desgarbada, el pelo negrísimo y unos ojos oscuros y expresivos. El hermano, Rafaelito, era algo menor que José María, había hecho aquel año iniciático la Primera Comunión, y muy diferente de su hermana: rubio, armonioso, y tan delicado como un angelote de estampa o uno de esos niños ingleses pintados por Reynolds; pero sobre todo llamaba la atención su perfume, un perfume más orgánico que químico. ¿A qué olía Rafaelito, ese primo lejano, casi postizo, que se había colado por un hueco colateral de la familia, de manera casi heterodoxa, según su madre?

      Durante aquel verano en La Bañeza, aprovechando las siestas de los mayores, Margarita y él se iban a un viejo tendejón que había en el patio donde se almacenaban antiguos aperos de labranza y cosas inservibles, y Rafaelito, que tampoco dormía, los veía marchar y esconderse. Allí, en la semioscuridad de aquel cuartucho, Margarita le enseñaba sus pechos de apuntada forma, como dos iniciales mamas caprinas, y José María los tocaba con reverencia y miedo, como algo sagrado que al contacto con el aire pudiera desvanecerse; también su pubis, sobre el que caracoleaba, como zarcillo, un vello próspero y endrino. A veces, José María creía ver en la cara morena de su prima, el rostro rubio de Rafaelito, como si el otro se hubiera inmiscuido, superpuesto, introducido entre ellos como una cuña, y tan presente lo sentía, que hasta aspiraba su olor, ese olor que casi le trastornaba; de manera que cuando se inclinaba sobre el rostro de Margarita para iniciar el ritual del beso, le parecía besar al otro, a los labios y las mejillas del otro, transformándose el dúo en una trinidad casi evidente. Así pues, José María a través de Margarita, gustaba del hermano, tocaba al hermano, duplicando y diversificando su deseo, haciéndolo común para los dos sexos, amando a los dos en uno solo, trino y carne; y en su naciente confusión, no sabía a quién de los dos prefería, si al primo que se le negaba o a la prima que se le ofrecía. Luego, cuando más tarde se encaraba con él, con ese Rafaelito entremezclado, incorporado a sus experimentos eróticos, presente sin estarlo, partícipe en la sombra, que parecía a la vez desentenderse y espiarlos, bajaba la cabeza, avergonzado, pues tenía la sensación de que el otro lo sabía, lo averiguaba, era consciente de su intromisión, como si de verdad se hubiera filtrado por las paredes y formado parte de aquel acto trinitario y secreto. Y fue precisamente Rafaelito, el angelical Rafaelito, el que fue con el cuento a su madre: «Margarita le enseña el culo y las tetas a José María». Su madre la armó mayúscula, llamó puta a Margarita y al día siguiente Margarita, Rafaelito y la madre de ambos, se marcharon de la casa de La Bañeza para no volver jamás. Desde entonces, no había vuelto a verlos ni a saber de ellos, como si el tiempo los hubiera borrado, y la casa de La Bañeza, que cobijó sus veranos de infancia, se vendió al año siguiente, pues, según su madre, solo acarreaba gastos.

      Después del colegio y de un tiempo perdido en aquel extraño hospital, «¿por qué estoy aquí, mamá?». «Estás muy débil, tienes que reponerte…, los nervios, tienes que calmar esos nervios…», vino lo de la carrera: ¿por qué se empeñó su madre en que tenía que estudiar ingeniería? ¿Por qué, si sabía que seguramente no sería capaz? Él solo quería estudiar algo hermoso, relajante, que le hiciera apreciar y gustar la belleza de la vida, como las humanidades, pero su madre las despreciaba: «son de muertos de hambre», y no le dejó otra opción. De la tensión sufrida en todos esos años de tentativas y fracasos, de aquel perdido maratón por la ingeniería, volvió a ponerse enfermo: se le resintió el estómago y la cabeza le jugaba malas pasadas, acometiéndole con jaquecas propias de señoras histéricas. Se encerró entre las cuatro paredes de su cuarto y se negó a ver gente. Las visitas, sobre todo esas imprudentes amigas de su madre, le espantaban. Estaba convencido de que husmeaban en su vida y le miraban aviesamente.

      Pensando que todo era debilidad, su madre se esforzaba en darle lo mejor, en prepararle platos que le estimularan el apetito perdido: «¿te apetece una merluza con gambas? ¿Te traigo unos langostinitos?», pero ni por esas. Volvió al hospital, a los médicos, a las enfermeras que le sacaban al jardín a pasear… Cuando salió, ¿cuánto estuvo, dos meses, tres?, había perdido la cuenta del tiempo y de sí mismo. Se dejó llevar. Abandonaría, renunciaría a enfrentarse a un mundo que se le antojaba hostil. Viviría con su madre. La vida con ella sería cómoda y apacible, aunque tuviera que resignarse a ser como un niño pequeño. Sería como entrar en un convento particular y laico. Su sexo, tan acostumbrado a castidades, le ayudaría. No le sería difícil renunciar: ¡tenía tan pocos deseos! Él podía, sin duda, mejor que ningún otro, aceptar esa vida de célibe, de jubilado en plena juventud. ¿Qué era el sexo para él? Apenas nada. Un apéndice a través del cual orinaba; un miembro disciplinado que no le daba disgustos, que casi nunca se sublevaba: discreto, silencioso, acostumbrado a no exigir sus derechos, un sexo bien educado; demasiado bien educado. Alguna vez, por supuesto, le traicionaba, como traicionan hasta los más indefensos, hasta los más incapaces para la traición, durante el sueño, cuando no se podía defender; una especie de traición por la espalda. Sentía entonces una ligera conmoción, muy leve, tan pobre en su mínimo estallido, que apenas dejaba rastro entre las sábanas.

      Sin embargo, pasado un tiempo, volvió a la vida y a estudiar. Se matriculó en Empresariales. Fue en esos años cuando conoció a Rosalía: «vete a verla, tiene una pensión en la calle Pelayo. Es una mujer muy limpia y te tratará bien», le dijo su madre después de que hubiera probado dos o tres sitios, y a ella: «Cuídemelo como si fuera su hijo», y Rosalía tanto le cuidó que se encaprichó con él. ¡Qué buena mujer Rosalía y qué pena que aquello hubiera acabado como acabó!

      Consiguió, tras muchas angustias, licenciarse, o eso le dijo a su madre, que no tuvo más remedio que engañarla, y empezó el calvario de la búsqueda de trabajo y las consabidas entrevistas. La noche anterior apenas dormía pensando en las preguntas y en lo que tenía que responder. Todos los entrevistadores preguntaban lo mismo, y también lo mismo cuando le despedían: «ya le llamaremos», o nada. Generalmente nada. Buenos días o buenas tardes. Nada más. Algunos, no todos, le daban la mano. Después, con la boca todavía seca, llamaba a su madre:

      ─¿Qué te han dicho?

      ─Que me llamarán.

      ─¿Solo eso? ─Ella insistía, quería detalles, agarrarse al cabo ardiendo de la esperanza, pero él casi llorando, repetía:

      ─Solo eso; que me llamarán.

      Pero no


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