John Garfield en territorio cheyene. Jordi Cantavella Cusó

John Garfield en territorio cheyene - Jordi Cantavella Cusó


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de los dedos de Lenny perforasen con violencia y con fuerza un tomate maduro.

      Si los gritos que había soltado Martha unos días antes habían puesto en pie de guerra a medio pueblo, los alaridos histéricos de Lenny despertaron a todos los habitantes de New Bedford, asustaron a los caballos de todo un escuadrón de caballería que pasaba a tres kilómetros yendo hacia el sur y mataron de un infarto a un búho que había en el tejado y que tomaba el fresco.

      Resultado: diez días castigado sin poder salir de la habitación.

      Una vez pasado el periodo de reclusión, decidió que ya iba siendo hora de firmar la paz con su amiga, pero ella no quería dirigirle la palabra. Y su hermana tampoco, porque Martha había creído que todo aquello de la bruja tan solo era un juego nada más, y no se había imaginado ni de lejos que habría un tomate por el medio.

      Al cabo de un tiempo, una noche, John oyó ruido en el desván y, como le costaba dormirse, subió y se encontró con Lenny que miraba por la ventana.

      —¿Todavía estás enfadada conmigo? —preguntó al situarse junto a ella.

      La niña no respondió, se limitaba a contemplar la oscuridad que reinaba en el exterior. Él, que no sabía qué decir, creyó que, si le proponía otra aventura, tal vez su amiga se animaría un poco.

      —Esto… en lugar de romper cristales en la casa de los Bellamy, deberíamos entrar para explorar. ¿Qué te parece? —propuso.

      —Me parece que eres un estúpido y un majadero —respondió Lenny antes de arrearle una bofetada y levantarse sollozando para salir del desván llorando y dando un portazo.

      John no entendía nada de nada.

       2

      Por la mañana siguiente, después de haber desayunado, los tres niños salieron al jardín. John no abrió la boca. Solamente miraba la expresión de la cara de Lenny que actuaba como si nada hubiese pasado. El chico sentía miedo, pánico incluso, al imaginarse las ideas descabelladas que podían rondar por la mente de aquella chiquilla. «Esta me prepara una de muy gorda», pensaba sin parar.

      —Esta noche entraremos en la casa del pirata —dijo Lenny con una alegría inesperada.

      —¿En la casa de los Bellamy? —preguntó Martha aterrada—. Estás loca.

      —Yo no. Ha sido idea de Johnny —dijo su amiga mientras lo observaba con una cierta dosis de malicia.

      Él no supo qué decir. Era cierto que había sido idea suya, pero lo había dicho sin pensar, en un momento algo delicado. ¡Aquello era una locura!

      John estaba muerto de miedo. No quería entrar allí ni a rastras, pero, claro está, no lo iba a reconocer jamás de la vida y deseaba de todo corazón que Lenny recapacitara y dejara correr aquella idea tan absurda como temeraria. Sin embargo, Eleanor Parker era tanto o más orgullosa que su amigo John y tanto o más testaruda.

      Una vez había anochecido y todos los adultos dormían, los tres niños salieron de la casa equipados con un quinqué de petróleo. Hacía frío y la noche era oscura como la galería más profunda de una mina de carbón. Al llegar al jardín abandonado y selvático de la casa del pirata Bellamy, terminaron de abrir la reja de la entrada del jardín de la propiedad, que estaba semiabierta, y el tétrico chirrido que hicieron las oxidadas bisagras produjo en los tres un sudor frío e inevitables temblores por todo el cuerpo. Ni John ni Lenny, sin embargo, quisieron reconocer que preferían estar a más de cien kilómetros de aquel lugar: sin palabras se habían declarado una guerra de orgullos.

      —Yo os espero aquí fuera —informó Martha con un arrebato de lucidez.

      —Como quieras —respondió John con falso aplomo—. De hecho, tienes tanto miedo que solo serías un estorbo.

      Los dos amigos entraron en la casa.

      Se escuchaba el ruido de una ventana que golpeaba repetidamente, lo que era un mal augurio, ya que no había ni pizca de viento. Aquello, sumado al evidente estado de casi ruina de la mansión, toda llena de telarañas, causaba gran inquietud.

      Ante ellos, unas escaleras de madera conducían a los pisos superiores. Las paredes de la escalera estaban repletas de retratos antiguos de marineros y de algunas grandes señoras. Mientras subían los escalones, la madera crujía bajo sus pies y, al llegar al primer piso, pisaron algunos cristales.

      —Son los cristales de las ventanas que hemos roto —comentó John un poco más tranquilo.

      —Lo estaba pensando —respondió Lenny.

      —¿Estás enfadada conmigo o no? —preguntó él repentinamente.

      —¡Qué tonto eres! —exclamó ella con una sonrisa que alegró el ánimo del chico—. Venga va, sigue adelante.

      Continuaron caminando por un pasillo y abrieron algunas puertas que daban a cámaras diversas donde encontraron los muebles cubiertos por la suciedad. Una rata salió disparada y pasó muy cerca de Lenny, que se asustó y se agarró a John buscando protección. Aquel hecho agradó al muchacho, que por primera vez fue consciente del aroma que desprendían los cabellos de su amiga.

      Entonces entraron en una habitación en la que había una enorme cama, digna del rey de Inglaterra, y John, travieso, pidió a Lenny que le cogiera la lámpara para lanzarse a saltar encima del colchón. Sin embargo, los maderos no resistieron el golpe, se quebraron y provocaron un estrépito de maderas rotas y una nube de polvo que lo hizo toser como un condenado y le dejó la ropa hecha un desastre. Lenny estalló en risas al verle levantarse cubierto de telarañas, de restos de tela podrida y enharinado de polvo antiguo. Aún reía mientras él intentaba inútilmente sacudirse la polvareda.

      —Vayamos abajo, aquí no hay nada —ordenó el chico furioso por su dignidad perdida.

      —Como vos digáis, majestad.

      El niño agarró la luz y volvieron a bajar las escaleras.

      Al llegar nuevamente a la planta baja, vieron que por debajo de una puerta cerrada se filtraba algo de luz y otra vez el miedo se metió en la piel de los dos amigos, que se miraron el uno al otro y, sin decir nada, abrieron la puerta.

      La sala, de grandes dimensiones, era la biblioteca de la casa. Aquella parecía la única parte de la mansión donde no reinaba el polvo y la ruina. De hecho, allí crepitaba una gran chimenea encendida y daba la sensación de que la estancia estaba habitada.

      De súbito, la puerta se cerró con un golpe muy violento y la sangre de los dos críos se heló en sus venas.

      —¿Qué


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