Tokio Redux. David Peace
una lista de rojos. El general Willoughby estaría muy agradecido.
—¿Has hablado con el general, Harry?
—Acabo de estar en su despacho.
Akira Senju se inclinó hacia delante en su silla, miró a través de su antiguo escritorio de palisandro a Harry Sweeney y preguntó:
—¿Mencionaste mi nombre, Harry? ¿Dijiste que me he ofrecido a ayudar?
—Todavía no —contestó Harry Sweeney—. Pero puedo hacerlo, y lo haré.
Akira Senju se levantó de su escritorio. Se acercó a uno de los ventanales de su lujoso y moderno despacho. Miró por la ventana, contempló su imperio, a través de la ciudad y la noche, y sin dejar de mirar por la ventana, de contemplar su imperio, asintió con la cabeza y dijo:
—Vaya, vaya. Esta muerte podría resultar de lo más oportuna, ¿no te parece, Harry?
Harry Sweeney se miró las manos, se miró las muñecas, los extremos de dos cicatrices nítidas y secas visibles bajo los puños de la camisa, bajo la correa del reloj, la esfera aún agrietada y las manecillas aún paradas.
Akira Senju se apartó de la ventana. Cruzó la gruesa alfombra de su lujoso y moderno despacho hacia el mueble bar. Lo abrió. Cogió una botella de Johnnie Walker Reserva. Sirvió una cantidad generosa en dos vasos de cristal. Dejó la botella, cogió los vasos y los llevó adonde estaba Harry Sweeney diciendo:
—Oportuna y fortuita… esa es la palabra, ¿verdad, Harry?
Harry Sweeney se volvió para mirar a Akira Senju, que se encontraba de pie junto a él, tendiéndole un vaso.
—Fortuita —dijo de nuevo Akira Senju, sonriendo, y añadió—: Brindemos, pues, por lo oportuno y lo fortuito, Harry. Como en los viejos tiempos, los buenos tiempos, Harry.
En el parque, en la oscuridad, entre los insectos, entre las sombras, apoyado en un árbol, deslizándose por su corteza hasta caer al suelo, tumbado en la tierra, Harry Sweeney formó una pistola con la mano, se la llevó a la cabeza, apretó el gatillo pero no se murió, no se murió. En el parque y en la oscuridad, entre los insectos y las sombras, en el suelo y en la tierra, Harry Sweeney cogió el cañón de la pistola, los dos dedos de la mano, y se los introdujo en la boca, se los metió por la garganta, hasta que tuvo arcadas, tuvo arcadas y náuseas, tuvo náuseas y vomitó, en la tierra y en el suelo, entre los insectos y las sombras, la oscuridad y el parque, vomitó y vomitó, whisky y bilis, sobre los dedos y las manos, por las muñecas y encima de las cicatrices. Y cuando no le quedó más whisky ni más bilis, cuando ya no pudo vomitar ni tuvo más náuseas, Harry Sweeney se tumbó de lado, luego boca arriba, y contempló las ramas, contempló sus hojas, contempló el cielo, contempló sus estrellas y lloró y gritó:
—Lo siento, lo siento, lo siento.
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