Cóndores no entierran todos los días. Gustavo Álvarez Gardeazábal

Cóndores no entierran todos los días - Gustavo Álvarez Gardeazábal


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      Cóndores no entierran todos los días / Gustavo Álvarez Gardeazábal Medellín : Ediciones UNAULA, 2021. Edición conmemorativa 50 años

      152 páginas

      ISBN: 978-958-5495-61-6

      I. 1. Novela colombiana

      2. Literatura colombiana

      3. Violencia en la literatura

      4. Autores colombianos

      5. Masacres - Novela

      II. 1. Álvarez Gardeazábal, Gustavo

      Ediciones UNAULA

      Marca registrada del Fondo Editorial UNAULA

      Cóndores no entierran todos los días

      Gustavo Álvarez Gardeazábal

      Primera edición: Editorial Destino, Barcelona, 1971

      Primera edición bajo la marca Ediciones UNAULA, abril de 2018

      Edición conmemorativa 50 años Ediciones UNAULA: marzo, 2021

      © Universidad Autónoma Latinoamericana – UNAULA

      ISBN: 978-958-5495-61-6

      Hechos todos los depósitos legales

      Derechos de autor reservados

      Edición:

      Fondo Editorial UNAULA

      Diseño de carátula:

      Reproducción de la edición original realizada en 1971 por Ediciones Destino, Barcelona

      Diagramación e impresión

      Editorial Artes y Letras S.A.S.

      Universidad Autónoma Latinoamericana

      Cra. 55 No. 49-51 Medellín - Colombia

      Pbx: [57+4] 511 2199

       www.unaula.edu.co

       Diseño epub:

      Hipertexto – Netizen Digital Solutions.

      A Horacio Daniel Rodríguez

      ODA A PASTO

      Escribí Cóndores no entierran todos los días en la ciudad universitaria de Torobajo, en Pasto, una ciudad al sur de Colombia, en la frontera con Ecuador, a donde había llegado contratado como profesor de Humanidades. Era 1970. Acababa de graduarme en Literatura en la Universidad del Valle y mi frustración por no haber sido seleccionado para actuar como docente en la misma universidad donde me había graduado, y ejercido mis últimos dos años como monitor, quedó plenamente compensada con mi llegada a Pasto.

      Haber salido del mundo cultural de Cali, en donde fuí protagonista de todo nivel durante los cinco años de mi carrera universitaria, significó un trauma para quienes creyeron que mi prometedor futuro literario debía estar en los cafetines de París (a donde iban entonces todos los intelectuales) y no en las remotas y frías calles paramunas de un pueblo que había vivido hasta entonces al margen de la historia nacional. Mis enemigos de la izquierda comunista, y en especial los trotskistas, debieron vibrar de alborozo cuando vieron que la derecha oligarca que manejaba entonces la Universidad del Valle me había enviado al ostracismo. El problema de vérselas conmigo estaba solucionado y como no me fui a las calles de la capital francesa a realizar el curso de adoctrinamiento que todas las promesas literarias debíamos completar para que la internacional marxista nos exaltara, sino que me perdí en las brumas y nieblas de una ciudad decimonónica, arrimada a la ladera de un volcán remoto, la posibilidad de que yo ascendiera tan vertiginosamente como lo iba haciendo quedaba trunca.

      Bueno, eso creyeron quienes siempre me minimizaron o me persiguieron como nefasto cuestionante de la actitud de los poderosos. Tenerme lejos del bochornoso ámbito de la sociedad caleña resultó más que benéfico para mi posibilidad literaria. Hoy, cincuenta años después, pienso que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría escrito con tanta facilidad y entusiasmo una novela como Cóndores ni hubiese terminado La tara del Papa, que comencé siendo estudiante en la Universidad del Valle. Pasto fue el sitio y el clima ideal para retroalimentarme en mis recuerdos y versiones. No teniendo dónde investigar, porque la única biblioteca que existía de verdad en esa ciudad era la del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero, y en ella no se encontraba material para desviar, aumentar o refutar mi versión de la violencia partidista tulueña, mi capacidad de imaginación se desbordó.

      En aquel entonces Pasto no tenía suficientes vehículos para que con su combustión elevaran la temperatura ambiental. Los más de 2.600 metros de altura y el socavón de vientos donde fue construida la ciudad la convertían en el epicentro de fríos antárticos o de nieblas jupiterinas. Era obligatorio usar ruana o abrigo pesado, guantes y muchas veces gorra de los mejores inviernos nórdicos. Todos vestían ceremoniosamente, con trajes oscuros como en las novelas de García Márquez y se respiraba un aire de convento. Las iglesias y sus campanas seguían siendo el epicentro de la vida citadina y la existencia de las cofradías religiosas de cada una de ellas trasladaban la vigencia de finales del siglo xx a comienzos de la vida colonial española. El mestizaje era poco. Los blancos eran blancos así no tuvieran con qué ponerse los dientes postizos o hacerse los tratamientos dentales como todos los indios muecos que iban y venían por las calles, ya pavimentadas pero que ellos creían forradas en piedra como cuando los quillacingas que la habitaban tributaban al inca poderoso y lejano.

      Pasto se había caracterizado históricamente ante los demás colombianos como la ciudad en donde los españoles resistieron hasta mucho más allá de la fecha oficial de independencia. Fue en Pasto donde quisieron matar a Antonio Nariño, el gran precursor de nuestra independencia. Fue en Pasto, la ciudad del mítico Agualongo, donde nunca quisieron a Bolívar y desde donde el señor Sañudo escribió la más grande diatriba que se haya escrito contra el Libertador. Fue allá mismo en donde planificaron y consiguieron matar al mariscal Sucre, el hombre llamado a suceder a Bolívar. Reacios a modernizarse, orgullosos de no haber sido patriotas, sino realistas, de girar dentro de estructuras ancestrales alejadas del vértigo bullicioso de la Colombia que se transformaba, se creían siempre perseguidos por el omnímodo poder centralista bogotano y siempre abandonados a su suerte como castigo por haber sido políticamente equivocados en momentos cruciales de la vida nacional.

      Los pastusos giraban, por los días en que llegué, más alrededor de la vida y la cultura quiteñas que del resto del país. La carretera que los intercomunicaba con Popayán apenas había sido medio terminada cuando el conato de guerra con el Perú y, desafiando los grandes abismos del Guáitara, más parecía un camino de herradura que una carretera panamericana, como con orgullo la llamaban desde entonces. El aeropuerto de Chachagüi era, es y seguirá siendo, un portaviones desafiando los precipicios que lo rodean por tres de los cuatro costados. Existía, pues, una incomunicación física pero ella no era tan protuberante como la espiritual e intelectual. En ella me refugié y el ostracismo que se me quería hacer lo patrociné con mis actuaciones. Muchos años después, cuando volví a ser condenado al olvido por la misma casta para impedirme el vertiginoso avance político que llevaba y fui sometido por cuatro años a la cárcel por un delito que no era delito, volví a sentirme en el ostracismo y con fuerza igual salí de él victorioso, apabullando con mis actos a quienes me habían relegado a la fuerza.

      Cóndores fue la respuesta pastusa a semejante censura. La visión del pasado tulueño la hice en ese cubículo frío y sin calefacción de la Universidad de Nariño en Torobajo. No tenía los afanes de la batalla diaria contra las clases dominantes o intransigentes de la vida caleña. No tenía que opinar distinto de los cenáculos estigmatizantes de la oligarquía vallecaucana ni someter a los designios canallescos de las hordas trotskistas.

      Recorrer


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