Cóndores no entierran todos los días. Gustavo Álvarez Gardeazábal
vivir allá con Roke, era una provocación absurda. De todo ese periplo quedan las cartas que diariamente me cruzaba con Pilar Narvión, la periodista española que se convirtió desde su apartamento en París o su piso en Madrid en mi hada madrina. Allí deben estar las explicaciones de mi actitud y los reparos que ella, racional como la que más, me daba desde la óptica de la agonía franquista. Eran los tiempos del correo de estampillas, de los sobres engomados, de las cartas con copias al papel carbón. No guardo una sola carta de esas. Las archivé en mi memoria como atesoro el olor de las frías mañanas de Pasto, el color brillante de sus flores o la imagen tenue de las indias con pollera, acuclillándose en las calles a orinar porque todavía no aprendían a usar los inodoros.
Recibía entonces en mi apartado de correos la revista española “La estafeta literaria”, en donde, cuando era estudiante, había publicado mi primer cuento, “El gringo del cascajero”. Allí había salido la convocatoria a participar en el Premio de Novela Manacor cuyo jurado presidía el premio nobel Miguel Ángel Asturias. Me pareció que debía participar, y como ya me había ganado algún premio de cuento en España a pesar de ser un estudiante en Colombia, envié Cóndores pero puse en la plica que deberían contactar a Pilar Narvión en su piso de la calle de Virgen de Nuria, del barrio de la Concepción en Madrid, y no a mí, en Pasto. Me pareció que si ganaba; ella debería ser la administradora de mi triunfo, finalmente era mi confidente postal diaria. Lo que no pensé era que a finales de julio, cuando el premio se falló, ella no iba a estar en su piso, sino en su casa de Estepona o en alguna otra parte del mundo gozando de sus vacaciones estivales. Allá no volvió sino al promediar septiembre y mi glorioso triunfo sólo vine a saberlo por esos días.
Después, todo se hizo a pedir de boca. La edición la harían los organizadores del concurso en forma limitada. Por la misma época ya había terminado Dabeiba, la novela que el seis de enero siguiente ganaría el segundo puesto en el Premio Nadal que organizaba don Joseph Vergés en su editorial Destino de Barcelona; por fortuna, Pilar tenía una fuerte amistad con él y sólo bastó con que me dieran el premio para que ella lo llamara y le ofreciera Cóndores, que aceptó de inmediato.
Todo esto pasó mientras viví en Pasto. Mis años allá resultaron ser con el tiempo los años más inolvidables y felices de mi vida. Ese destierro al que me vi sometido, ese mundo aparte del vértigo colombiano, me permitió esculpir para siempre en mi memoria los días y las horas que pasé en aquella ciudad. Volví muchas veces mientras mi averiado corazón me lo permitió. Más aún, cuando sufría esas melancolías terribles, aquellas depresiones de espanto que me acercaban con furia al suicidio, siempre tenía la opción de Pasto. Tomaba un avión y me iba a recorrer sus calles, a respirar sus aires, a mirar el Galeras siempre a punto de hacer erupción, a oír correr el río, a arrullarme con el sonsonete cantarino del habla de sus gentes. Volvía a vivir, me sentía recuperado y seguía dando la guerra.
No pude volver a esa ciudad. La última vez que lo hice fui a almorzar con María Helena, la hija del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero, el hombre más inteligente e importante que ha tenido Pasto y quien me brindó durante mi estancia allá las luces de su inmensa biblioteca. Ya el maestro había muerto y sus libros, vendidos por kilos, fueron a dar a muchas orillas del saber o de la ignorancia. No sabía que era mi última asomada a sus paisajes, no me habían diagnosticado el mal todavía pero ya me sentía desfallecer. Ahora, cuando sólo anhelo poder volver a recorrer sus espacios, cuando sólo guardo añoranzas por la tierra bendita que me amparó mientras escribía Cóndores y se celebran los cincuenta años de la primera edición de esta obra, no he pensado en otra cosa que cantarle desde lejos a Pasto. Oyendo en la memoria sus campanas, sintiendo soplar el viento frío y húmedo de los eneros de carnaval o cortando con mi cabeza el ventarrón helado y seco de agosto, cabeceo sin cesar para decir una vez más que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría conseguido, metido en aquél cubículo de la ciudad universitaria de Torobajo, escribir Cóndores no entierran todos los días.
El Porce, 2021
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