Ensayos I. Lydia Davis
Cheever, Hemingway, Updike y Flannery O’Connor, en esas épocas ya leía autores que eran menos típicos en lo formal y lo creativo, como Beckett, Kafka, Borges e Isaak Bábel.
Debía de tener trece o catorce años cuando vi por primera vez una página de Samuel Beckett. Me quedé helada. Llegué a Beckett después de leer las acaloradas novelas de Mazo de la Roche (aunque no tan acaloradas como para que no pudieran formar parte de una biblioteca escolar muy decente para niñas) y las novelas románticas más clásicas, como Jane Eyre y Cumbres borrascosas, así como los textos de impronta social de John Dos Passos, el primer autor cuyo estilo noté y disfruté con plena conciencia. De pronto, tenía entre manos un libro, Malone muere, en el cual el narrador pasaba una página entera describiendo su lápiz y el primer desarrollo de la trama era que se le caía el lápiz. Nunca me había imaginado algo semejante.
Cuando pienso en Beckett hoy, para tratar de identificar en detalle las cualidades que continuaron despertando mi interés mientras leía su obra a lo largo de los años y hacía todo lo posible por aprender de él, descubro al menos lo siguiente:
El uso preciso y sonoro del léxico de origen anglosajón. En particular, en este ejemplo, cómo le da a una palabra tan conocida como dint [“fuerza”] una nueva vida y un uso desconocido: “ante su puerta la baldosa que a fuerza y a fuerza su pequeño peso ha desgastado”.
La utilización de las palabras de origen anglosajón y la aliteración para producir lo que prácticamente parecen poemas en inglés antiguo: “dignas de las usadas por algunos recién muertos”.
El empleo de una sintaxis compleja, intrincada al extremo de lo imposible, pero correcta, que empleaba por puro placer, aunque quizás también como una reflexión sobre el proceso de composición: “Así, pues, está claro que, si no es a él a quien habla, sino a otro, no es de él tampoco, sino de ese otro, y no otro, a ese otro”.
El dominio de las imágenes y el recurso del humor, casi sin duda para burlarse de la literatura romántica o lírica más tradicional, esa que yo disfrutaba bastante: “el cenador. Un hexaedro rústico”.
La manera en que lograba un equilibrio entre la sonoridad del ritmo y de la aliteración, y una empatía de lo más inesperada a la hora de describir a sus personajes: “Conque, con la razón que le queda, razona”.
Y, por último, el análisis psicológico agudo, tan exacto que llegaba al absurdo y, sin embargo, resultaba conmovedor al mismo tiempo: “No era que Watt se sintiera tranquilo, libre y feliz, porque no era el caso y jamás lo había sido. Pero creyó que tal vez se sentía tranquilo y libre y feliz, o al menos tranquilo y libre, o libre y feliz, o feliz y tranquilo, o si no tranquilo y libre, o libre y feliz, o feliz y tranquilo, al menos tranquilo, o libre, o feliz, sin saberlo”. (Aquí, sin duda, vuelve a burlarse de la literatura sentimental más convencional).
Si bien Beckett me interesaba más por la forma en que manejaba la lengua (la atención minuciosa a las palabras, la capacidad de explotar las riquezas del inglés, la distancia irónica del estilo en prosa, la escritura consciente) y menos por las formas que elegía, no obstante, su obra, al igual que la de Joyce, me sirvió de ejemplo para ver las diversas formas que se podían abordar a lo largo de una vida: los dos comenzaron escribiendo poesía, luego cuentos, después novelas y, más adelante, en el caso de Joyce, la novela más creativa e intrincada de todas, casi impenetrable: Finnegans Wake; y en el de Beckett, obras de teatro y ficciones más abreviadas y cada vez más excéntricas. Ambos evolucionaron hasta un punto en el que parecían dejar cada vez más y más lectores atrás y escribir cada vez más y más en función de su propio placer e interés.
Además, tenía a la mano ejemplos de escritores que trabajaban con las formas tradicionales pero en versiones más breves, como Isaak Bábel, que se caracteriza por la condensación, la intensidad emocional y la fértil imaginería, ante todo en los cuentos de Caballería roja. Uno de ellos, “El paso del Zbruch”, termina con la mujer embarazada de pie junto al cadáver de su anciano padre:
–Pan –me dice la judía y sacude el colchón–. Han sido los polacos, y mientras tanto él les suplicaba: matadme en el patio trasero, que mi hija no vea cómo muero. Pero ellos hicieron lo que les vino en gana. Expiró en este cuarto, y pensaba en mí... Y yo ahora quiero saber –dijo de pronto la mujer con una fuerza terrible–, quiero saber, en qué otro lugar de la tierra se podría encontrar un hombre como mi padre...
El final es abrupto; la historia, poderosa como es, apenas supera las dos páginas.
También contaba con Grace Paley como ejemplo, una autora que desafió el ritmo convencional y llenó cada oración con tanta perspicacia, personalidad y saberes mundanos que las líneas a menudo resultan explosivas. Su relato “Deseos” también tiene dos páginas. He aquí la primera:
Vi a mi ex marido en la calle. Estaba sentada en las escaleras de la nueva biblioteca.
Hola, mi vida, dije. Habíamos estado casados veintisiete años, así que me sentía justificada.
Él dijo, ¿Qué? ¿Qué vida? La mía desde luego que no.
Y yo, Bueno. No discuto cuando hay verdadera discrepancia. Me levanté y entré en la biblioteca a ver cuánto debía.
La bibliotecaria dijo que treinta y dos dólares en total, y lleva usted debiéndolos dieciocho años. No negué nada. Porque no entiendo cómo pasa el tiempo. He tenido esos libros. He pensado con frecuencia en ellos. La biblioteca sólo queda a dos manzanas.
Mi ex marido me siguió a la sección de devolución de libros. Interrumpió a la bibliotecaria, que tenía más que decir. En varios sentidos, dijo, cuando miro hacia atrás, atribuyo la disolución de nuestro matrimonio al hecho de que nunca invitaste a cenar a los Bertram.
Es posible, dije. Pero, en realidad, si recuerdas: primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego empezó la guerra. Luego, era como si ya no les conociésemos. Pero tienes razón. Debería haberles invitado a cenar.
(Por cierto, en este fragmento no hay que perder de vista cuánto le gustan a Paley las oraciones cortas, que suelen seguir el mismo patrón sintáctico, el más sencillo de todos: sujeto, predicado).
Pero, al parecer, yo no estaba lista para experimentar con la clase de cuento que Paley escribía. Y me tomó otra década darme cuenta de que se podía extraer gran parte del material para la ficción de la vida, como sospecho que hacía ella, o incluso, sabiendo seleccionarlo, casi por completo de la vida, como hice después.
También tuve por ejemplo las breves parábolas y paradojas de Kafka, algunas de las cuales no eran narraciones sino más bien meditaciones o problemas lógicos. Las estudié y analicé. Sin embargo, me daba la impresión de que solo Kafka, y ni yo ni nadie más en el mundo, podía escribir cosas tan raras.
Cada texto opera de una manera ligeramente distinta. Uno de ellos, “El silencio de las sirenas”, quizás sea la reinterpretación de una leyenda conocida:
Estas son las voces seductoras de la noche. Las sirenas también cantaban así. Sería injusto pensar que querían seducir: sabían que tenían garras y vientres estériles, y lo lamentaban a los gritos. No podían evitar que sus lamentos sonaran tan hermosos.
Otro, “Leopards in the Temple”, la creación de un ritual y su comentario:
Entran leopardos en el templo y se beben hasta la última gota de los cuencos de las ofrendas; esto se repite una y otra vez; al final acaba haciéndose posible calcular cuándo lo harán, y se convierte en una parte de la ceremonia.
Y un tercero, la reinterpretación de un momento de la historia (“Alexander the Great”):
Sería concebible que Alejandro Magno, a pesar de los éxitos bélicos de su juventud, a pesar del excelente ejército que había formado, a pesar de las fuerzas encaminadas a transformar el mundo que sentía en su interior, se hubiese detenido en el Helesponto y no lo hubiese