La espléndida desnudez de las cosas. Laura Lockhart

La espléndida desnudez de las cosas - Laura Lockhart


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traje, bufanda y sobretodo, tratando de arrastrar una heladera.

      Repaso con disimulo la lista de insultos que había preparado. Empiezo por los más suaves, tratando de sonar enojada.

      —No seas torpe, tené cuidado.

      El segundo intento me sale mejor:

      —Sos un inútil, no servís para nada.

      Recién ahí vislumbro que el esclavo esboza una sonrisa. Entonces agarro viento en la camiseta y sigo, envalentonada:

      —Pedazo de un cretino, ¡cuidado! Me vas a romper la pared.

      De repente me siento muy bien.

      —Sos una basura, ¡un hijo de puta, un hijo de mil putas!

      El hombre había dejado la heladera junto al contenedor y se había perdido de vista. Yo seguía, con los ojos llenos de lágrimas, gritando insultos que resonaban en la calle desierta.

      MATILDE

      «No puedo ser tan boba de llegar tarde cuando hace tanto que espero este día», piensa, mientras acelera el paso y dobla por la calle Convención. El semáforo está rojo, pero Matilde lo ignora y cruza la calle sin que le importen la lluvia y la protesta de las bocinas de los autos.

      A las siete de la tarde, entra a la casa de fotografía, deja su bolso grande sobre el mostrador y busca en sus bolsillos el resguardo que le entregaron esa mañana, antes de ir a su trabajo.

      —Matilde, ¿verdad? —interrumpe el empleado. Le entrega un sobre cerrado y dice—: La recuerdo porque ya nadie trae negativos para revelar.

      Ella guarda las fotos en un bolsillo lateral del bolso, paga y vuelve a salir con el mismo impulso con que entró, esta vez en dirección a la plaza. Cuando llega a la milonga, sube la escalera y comprueba que todavía hay poca gente sentada en las mesas. Matilde enfila hacia el baño, cierra la puerta y pone la tranca. Su cuerpo está humedecido por la lluvia y siente frío. Enciende el secador de manos, se suelta el pelo y acerca el cuello y los hombros hasta sentirse reconfortada. Saca la ropa del bolso, un vestido negro con ribetes blancos, medias con raya y zapatos negros con pulsera y taco alfiler. Abre el sobre y despliega las fotos sobre la mesada del baño. Son muchas copias iguales de un mismo negativo y a ella le gusta porque en esa foto su marido mira con ojos soñadores algo o a alguien que ella no sabe qué es o quién es y le recuerda la incertidumbre de los primeros tiempos, cuando nada estaba dicho. Coloca una foto contra su vientre, debajo de la ropa interior ajustada y la alisa con cuidado.

      —Perdoname, Gabriel, te necesito aquí, a mi lado —murmura como si rezara una plegaria.

      Guarda las otras fotos y se viste apurada porque alguien golpea la puerta. Saca la traba y abre descalza. Es una mujer rubia de pelo muy corto con un vestido laminado.

      —¿Tenés esmalte de uñas? —pregunta desenvuelta—. Me hice un enganche en la media y no quiero que se corra.

      Matilde busca en su bolso, le entrega un frasco redondo y la observa en silencio. La mujer se levanta la pollera y coloca con solemnidad una gota de esmalte sobre la media corrida y le devuelve el frasco.

      —Gracias, me salvaste la noche.

      Antes de irse, asoma la cabeza por el hueco de la puerta y exclama:

      —¡Muy lindo tu vestido!

      A Matilde la sorprende esa intimidad abrupta con la desconocida pero, lejos de molestarle, la divierte. Se maquilla con discreción, solo los labios rojos contrastan con la palidez de su piel. Guarda la ropa de oficina en su bolso, apaga el celular y se dirige al salón. Elige una mesa pequeña y alta con dos banquetas. En la pista están bailando un tango y entre el giro de los bailarines puede ver recortes fugaces de su figura reflejada en el espejo de la pared. Son fragmentos de una mujer diferente y seductora. Si entrara algún compañero de oficina, juraría que no la reconoce. Pide una copa de vino al mozo y se da cuenta de que solo con mirar a las parejas que bailan le alcanza para sentirse parte de un ritual que la conmueve. Llegan más bailarines y todos se saludan con familiaridad. Muchos la miran curiosos porque saben que es nueva. Matilde piensa que nadie va a arriesgarse a sacarla sin saber si baila bien. Comienzan los primeros compases de un tango de Pugliese y un hombre alto, de pelo blanco y traje gris, se acerca y la invita a bailar. Sus manos grandes la envuelven y Matilde se deja llevar como si hubieran ensayado muchas veces. Sus cuerpos se intuyen con una perfección que la emociona. Suerte de primeriza, piensa, pero suerte al fin, porque ese baile es diferente a las clases.

      Cuando termina la música, se separan y el hombre dice:

      —Venite a mi mesa.

      El imperativo la sorprende, pero le gusta y lo sigue. Apenas dan dos pasos, cuando Canaro los convoca de nuevo a la pista y este abrazo despierta una embriaguez que nada tiene que ver con la copa de vino intacta.

      Matilde y el hombre platinado siguen bailando en silencio mientras ella escucha su corazón que late con fuerza. Se deja llevar por ese hombre que no sabe que abraza también al marido oculto, incrustado entre los dos. Matilde siente el límite húmedo de la foto.

      LOLA

       Catalina deja caer el libro y se envuelve en los pliegues de la hamaca. En esos pocos días que llevaba de vacaciones, se había acostumbrado a dormir la siesta con el ruido constante del mar y su pelo enredado entre las cuerdas de la hamaca. El hombre abre el portón del jardín y se acerca hasta llegar a su lado. Contempla a la mujer tan joven y expuesta, las piernas bronceadas y largas, los pies descalzos y, por unos segundos, duda. Los recuerdos vuelven de golpe y tiene que hacer un enorme esfuerzo para no tocarla. Levanta la vista y ve su reflejo en el gran ventanal: el torso desnudo, su pantalón negro y el gran sable en la cintura. No duda más: el destello del sol contra el filo del sable, el giro y el golpe seco sucedieron en un instante. El cuerpo de Catalina desmoronado en un charco oscuro de sangre es una imagen que el hombre no olvidaría jamás.

      Lola deja de escribir. Se lleva la mano al cuello y se acaricia las marcas violetas. Mira el mar y ve una gaviota que planea estática. Más lejos, seis cargueros llenos de contenedores hacen fila en el horizonte mientras esperan su turno para entrar al puerto. Toma el último sorbo de café frío y cierra su laptop. No puede escribir algo tan truculento para la edición de fin de año de la revista. Abre un cajón y revuelve hasta que encuentra una caja de cigarrillos arrugada. Prende uno y luego de la primera pitada, lo apaga. Guarda el pucho en la caja y tira todo a la papelera.

      Busca su celular, marca un número pero nadie atiende. Deja un mensaje: «Alejandro, soy Lola. No llego con el cuento, estoy complicada con mucho trabajo. Te aviso con tiempo para que lo resuelvas. Gracias y disculpame».

      Cuando cuelga se siente más liviana. Solo falta encarar a su familia. Este año pasará la primera Navidad lejos de todos. Recibió el pasaje como todos los años y no lo va usar. Está segura de que para sus padres será una gran desilusión que no vaya. Últimamente les miente todo el tiempo. Le salen las mentiras con una facilidad pasmosa. Ojalá su escritura fluyera con esa misma naturalidad. Y todo porque no quiere contarles nada de su amante ni de sus miedos. Tiene que inventar una mentira piadosa y verosímil para no viajar.

      Lola se asoma a la baranda de la escalera y desde ahí ve el espacio de doble altura del living. El sofá y la mesa están contra la pared y el gran tatami blanco ocupa todo el lugar. Es ahí donde Saio entrena todas las mañanas cuando sale el sol. A ella le gusta mirarlo, la atraen la fuerza de esos rituales ancestrales, la destreza con que maneja el sable y el porte de guerrero de su samurái. Todo le gusta, menos el olor de la sopa de miso que desayuna por las mañanas. Puede perdonarle eso y también las marcas que tiene en el cuello. Quizá tenga demasiadas películas acumuladas y se está volviendo paranoica o Saio tiene un lado oscuro que la seduce y la horroriza por igual. Está enamorada de un extraño.

      Baja la escalera y camina descalza sobre el tatami blanco hasta el dormitorio, y a través de la puerta entornada ve a su amante durmiendo desnudo sobre las sábanas blancas. Apenas entra, él se despierta y su cuerpo se tensa. Lola se acuesta a su lado.


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