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Francia contribuyó no sólo a la mejora de la Hacienda sino a la estatalización de las directrices económicas. Y el concordato de 1801, que restablecía las relaciones Iglesia-Estado (al tiempo que se regresaba al calendario tradicional), contribuyó también a la reconciliación de los franceses. Para muchos autores, la labor de Napoleón al frente del Consulado fue la más fecunda y positiva de cuantas realizó.

      La Francia revolucionaria había llegado en Basilea (1795) a una paz con varias potencias coaligadas, entre ellas Prusia y España. Seguía el conflicto con Gran Bretaña y Austria, la primera deseosa de evitar cualquier hegemonía continental y la segunda molesta por la pérdida de sus dominios en Bélgica y el Norte de Italia. Napoleón, cuando llegó al poder, ofreció la paz a esos dos enemigos, que la rechazaron, sabedores del agotamiento francés. El primer Cónsul comprendió que la única forma de alcanzar la paz era una guerra rápida y victoriosa.

      Por sorpresa atravesó los Alpes en audaz hazaña, y obtuvo una colosal victoria sobre los austriacos en Marengo. Austria tuvo que firmar la paz de Luneville (1801), por la que renunciaba a Bélgica y el Norte de Italia, excepto Venecia. La Gran Bretaña, ya sin aliados en el continente, se avino a la paz de Amiens (1802). Los franceses renunciaban a sus pretensiones sobre Egipto y el Mediterráneo oriental, y dejaban a los ingleses las manos libres en el Atlántico. Gran Bretaña reconocía las conquistas francesas en el continente y sus repúblicas satélites: Bátava (Holanda), Helvética (Suiza), Cisalpina (Saboya) y Ligur (Génova). Amiens fue el pacto entre la tierra y el mar, entre un nuevo orden continental y la vocación británica a las aventuras lejanas y oceánicas. Fue también una de las grandes ocasiones perdidas de la historia. La paz iba a durar menos de dos años.

      El fracaso de la paz tuvo algo que ver con el cambio de régimen en Francia. Realmente, no es fácil comprender por qué se volvió a la guerra: Francia necesitaba un respiro, después de tantas convulsiones internas y conflictos exteriores; Gran Bretaña vivía una momentánea crisis económica; otro tanto ocurría en Austria, mientras en Rusia Alejandro I albergaba propósitos de una gran cruzada asiática. Quizá los que más sentían la conveniencia de volver a la guerra eran los ingleses, celosos de la posibilidad de creación de una gran potencia hegemónica en el continente. El hecho es que fue la Gran Bretaña la que, por un minúsculo pretexto —la isla de Malta—, volvió a las hostilidades buscando al alianza de las potencias continentales, Austria, Rusia y Prusia, siempre preocupadas por el poderío de Napoleón.

      El Cónsul creyó entender entonces que necesitaba afianzar su poder mediante una forma de institucionalización de su ya enorme autoridad de hecho. Por otra parte, su proclamación como Emperador le daría pretextos para reafirmar tanto la permanencia indefinida de su poder en Francia —asegurada, además, por la hereditariedad del cargo— y de su hegemonía en Europa. Parece que algunas conspiraciones monárquicas le animaron también a dar el paso. El resultado de todo ello fue que en mayo de 1804 decidió proclamarse Emperador. Era la culminación de su brillante carrera como estadista. Sometido el cambio a referendum, fue aprobado por 3,6 millones de votos contra 2.500.

      El imperio napoleónico sigue siendo un híbrido de Antiguo y Nuevo Régimen. Parece paradójica la definición que hace la nueva Constitución de 1804: «El gobierno de la República se confía a un Emperador». Cambiaron poco las instituciones y se mantuvo el sistema electivo, con un Senado y un Consejo de Estado que asesorarían al titular del Imperio. Pero se adoptaron símbolos monárquicos, como el cetro o la corona, e imperiales, como el águila. Napoleón se rodeó de una nobleza de nuevo cuño, con príncipes (en su mayor parte, sus parientes), y nobles, condestables, cancilleres. En pocos años se promovieron 30 duques, 500 condes y 1.500 barones. Nobleza nueva, decimos, puesto que la vieja, exterminada o expulsada por la Revolución, seguía en el cementerio o en el exilio. Una nobleza sin privilegios privativos, sin tierras y sin perjuicio de los derechos del pueblo, que en su gran mayoría siguió fiel a Napoleón.

      Eso sí, la corte se rodeó de un nuevo fausto, las solemnidades no tenían ya por objeto exaltar la libertad, sino enaltecer al Emperador; y el estilo neoclásico, con sus su gigantismo y su rigidez, fue tomado como símbolo de los nuevos tiempos (R. Huygue). Es muy difícil interpretar el sentido exacto del imperio napoleónico, entre otras razones porque no tuvo ocasión de cristalizar del todo. «Yo aspiraba —dijo el corso al final de sus días— a arbitrar la causa de los reyes y los pueblos». Concretamente, a erigirse en árbitro, favoreciendo a los reyes contra los pueblos levantiscos, o a los pueblos contra los reyes autoritarios: en suma, la traslación al ámbito europeo de la síntesis entre el Antiguo y el Nuevo Régimen. No se dio cuenta Napoleón de que si los franceses aceptaban con gusto su arbitraje, tanto los reyes como los pueblos de Europa habrían de tomarlo como una intolerable intromisión. En este sentido, Napoleón se consideró sucesor de Carlomagno, y soñaba con ver convertida a París en una ciudad con cuatro millones de habitantes (en aquellos momentos tenía unos 800.00, algo menos que Londres), y capital de Europa, si no en sentido estrictamente administrativo, sí en el de centro de las grandes directrices, y hasta de la Iglesia (proyecto de trasladar la sede papal a Francia). A París acudiría todo el mundo para resolver su problemas o para beber de su cultura. Una serie de estados satélites rodearía a Francia, aunque no es seguro que Napoleón soñara con un dominio efectivo sobre todo el continente.

      Ahora bien: la idea de un imperio-arbitraje chocaba contra un hecho más simbólico que real, pero vigente: la perduración del Sacro Imperio Romano Germánico, encarnada todavía entonces por el emperador de Austria. Un segundo enemigo, potencialmente más poderoso para Napoleón, por su tenacidad y su inatacabilidad, era Gran Bretaña, cabeza de todas las coaliciones antinapoleónicas, y celosa de la aparición de una potencia hegemónica en el Continente. Un hecho repetido en la Europa moderna, desde los tiempos de Felipe II a los de las guerras mundiales, es la contraposición entre un «núcleo» que aspira a la hegemonía, y los «aliados», dirigidos siempre por Inglaterra, y mancomunados entre sí más por intereses que por ideales comunes. Por eso los «aliados» suelen dividirse y hasta enfrentarse una vez obtenida la victoria y debelado el «núcleo». Napoleón nunca conseguiría enfrentarse a un solo enemigo, y sus pretensiones, fueran cuales fuesen, estaban condenadas al fracaso.

      La idea de invadir de Inglaterra fue un sueño imposible acariciado muchas veces por el Emperador. De nada servía poseer el ejército más poderoso del mundo, si no podía transportarlo a Inglaterra. El sueño de desembarco por sorpresa en una sola noche fue desechado por temerario e irrealizable: las tropas invasoras quedarían en la isla sin posibilidad de recibir refuerzos ni aprovisionamientos: con el Canal siempre dominado por el enemigo. Se hacía preciso destruir la flota británica, y Napoleón no contaba con barcos ni con tradición naval para ello. Si la Revolución había mantenido e incluso incrementado las fuerzas del ejército de tierra, había descuidado la política naval, y poco quedaba ya de la nada despreciable flota de los Borbones. La última esperanza de conseguir la invasión de Gran Bretaña fue una alianza con España, que disponía de la segunda escuadra del mundo, aunque ya muy avejentada (los barcos eran de la época de Carlos III). Carlos IV se convertiría así en Emperador de España y de las Indias, mientras Napoleón se aseguraba el control del continente y la neutralización de Inglaterra. Pero no hubo buena coordinación entre los marinos españoles y franceses, y la escuadra aliada fue derrotada en Trafalgar (1805) por el genio de Nelson. Los sueños napoleónicos se venían abajo.

      Fue entonces cuando Bonaparte decidió emplear su Grande Armée de 250.000 hombres, dispuesta para la invasión de Inglaterra, en una gran campaña continental contra Austria y Rusia, que, estimuladas por los británicos, acababan de coaligarse de nuevo. En una marcha increíble para aquellos tiempos, Napoleón hizo recorrer a su ejército casi 2000 Km. en pocas semanas, entró en Viena, y derrotó a los austrorrusos en Austerlitz (Chequia), el 1 de diciembre de 1805: fue la llamada «batalla de los Tres Emperadores», concebida por Napoleón como una auténtica partida de ajedrez. La consecuencia más importante de la paz de Pressburgo, que se firmó a continuación (1806) fue la desaparición del Sacro Imperio Romano Germánico. El emperador Francisco II quedó convertido en Francisco I de Austria.

      Restaba


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