Consejos sobre la salud. Elena Gould de White

Consejos sobre la salud - Elena Gould de White


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como una fuente de felicidad inestimable. La religión es un manantial inagotable, en el cual el cristiano puede beber cuanto desee sin que jamás agote la fuente.

      Existe una relación muy íntima entre la mente y el cuer­po. Cuando uno se ve afectado, el otro simpatiza con él. La condición de la mente afecta la salud del sistema tísico. Si la mente es libre y feliz, como resultado de una conciencia del obrar correctamente y de un sentido de satisfacción por hacer felices a otros, eso genera una alegría que producirá un efecto positivo sobre todo el sistema, hará que la sangre circule más libremente y tonificará todo el cuerpo. La bendición de Dios es un poder sanador, y los que son amplios en beneficiar a otros experimentarán esa bendición maravillosa tanto en el corazón como en la vida entera.

      Cuando las personas que han gratificado sus malos hábitos y prácticas pecaminosas se someten al poder de la verdad divina, la aplicación de esas verdades al corazón aviva las facultades morales, que parecían haberse paralizado. El receptor posee un entendimiento más enérgico y claro que antes de fijar su alma a la Roca eterna. Aun su salud física mejora al establecer su se­guridad en Cristo. La bendición especial de Dios que descansa sobre el receptor es, en sí misma, salud y vigor.

      Los que caminan por el sendero de la sabiduría y la san­tidad encuentran que “la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Tim. 4:8). Pueden gozar de los verdaderos placeres de la vida y no se sienten perturbados por remordimientos inútiles acerca de las horas malgastadas, ni por presentimientos tenebrosos, como sucede muy a menudo con el mundano cuando no es distraído por diversiones estimulantes. La piedad no se halla en conflicto con las leyes de la salud; más bien está en ar­monía con ella. El temor del Señor es el fundamento de toda prosperidad real.

      Cuando se recibe el evangelio en su pureza y poder, es un re­medio para las enfermedades originadas por el pecado. Sale el Sol de Justicia, “y en sus alas traerá salvación” (Mal. 4:2). Todo lo que el mundo proporciona no puede sanar al corazón quebrantado, ni impartir paz de mente, ni disipar las inquietudes, ni desterrar la enfermedad. La fama, el genio y el talento son impotentes para alegrar el corazón entristecido o restaurar la vida malgastada. La vida de Dios en el alma es la única esperanza del hombre.

      El amor que Cristo infunde en todo nuestro ser es un po­der vitalizador. Da salud a cada una de las partes vitales: el cerebro, el corazón y los nervios. Por su medio las energías más potentes de nuestro ser se despiertan y activan. Libra al alma de culpa y tristeza, de ansiedad y congoja, que agotan las fuerzas de la vida. Con él vienen la serenidad y la compostu­ra. Implanta en el alma un gozo que nada en la Tierra puede destruir: el gozo que hay en el Espíritu Santo, un gozo que da salud y vida.–El ministerio de curación, pág. 78.

      Este mundo es un vasto lazareto, pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de Satanás. Él era en sí mismo la salud y la fortaleza. Impartía vida a los enfermos, a los afligidos, a los poseídos de los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para recibir su poder sanador. Sabía que quienes le pedían ayuda habían atraído la enferme­dad sobre sí mismos; sin embargo no se negaba a sanarlos. Y cuando la virtud de Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pecado, y muchos eran sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas. El evangelio todavía posee el mismo poder, y ¿por qué no ha­bríamos de presenciar hoy los mismos resultados?

      Cristo siente los males de todo sufriente. Cuando los ma­los espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan deseoso de sanar a los enfermos ahora como cuando estaba personalmente en la Tierra. Los siervos de Cristo son sus representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. Él desea ejercer a través de ellos su poder curativo.

      En las formas de curar del Salvador hay lecciones para sus discípulos. Una vez ungió con barro los ojos de un ciego y le ordenó: “Ve a lavarte en el estanque de Siloé... Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (Juan 9:7). La curación sólo podía ser producida por el poder del gran Sanador; sin embargo, él hizo uso de los simples agentes naturales. Aunque no apoyó la medicación con drogas, aprobó el uso de remedios sencillos y naturales.

      A muchos de los afligidos que eran sanados, Cristo les dijo: “No peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (Juan 5:14). Así enseñó que la enfermedad es el resultado de violar las leyes de Dios, tanto naturales como espirituales. La gran miseria que impera en este mundo no existiría si los hombres viviesen en armonía con el plan del Creador...

      Estas lecciones son para nosotros. Hay condiciones que de­ben observar todos los que quieran preservar la salud. Todos deben aprender cuáles son esas condiciones. Al Señor no le agrada que se ignoren sus leyes, naturales o espirituales. Hemos de colaborar con Dios para devolver la salud al cuerpo tanto como al alma.

      Y debemos enseñar a otros a preservar y recobrar la salud. Para los enfermos debemos usar los remedios que Dios ha pro­visto en la naturaleza y debemos señalarles al único Ser que puede sanar. Nuestra obra consiste en presentar a los enfermos y dolientes a Cristo en los brazos de nuestra fe. Debemos en­señarles a creer en el gran Sanador. Debemos echar mano de su promesa y orar por la manifestación de su poder. La restau­ración es la misma esencia del evangelio, y el Salvador quiere que invitemos a los enfermos, a los desahuciados y a los afligidos a echar mano de su fortaleza.

      El poder del amor estaba en todas las curaciones de Cristo, y sólo participando de ese amor por medio de la fe podemos ser instrumentos para su obra. Si dejamos de ponernos en co­nexión divina con Cristo, la corriente de energía vivificante no puede fluir en ricos raudales de nosotros a la gente. Hubo luga­res donde el Salvador mismo no pudo hacer muchos prodigios por causa de la incredulidad. Así también ahora la incredulidad separa a la iglesia de su Auxiliador divino. Ella está aferrada débilmente a las realidades eternas. Por su falta de fe, Dios queda chasqueado y despojado de su gloria.

      Los que tienen a Cristo morando en su corazón amarán a las almas por quienes él murió. Los que en verdad le aman tendrán un fervoroso deseo de hacer que su amor sea comprendido por otros.

      Me entristece ver cuán pocos tienen interés real de ayu­dar a los que viven en la oscuridad. Que ningún creyente verdaderamente convertido se conforme con vivir ociosa­mente en la viña del Maestro. A Cristo le fue dado todo poder, en el cielo y en la Tierra, y él impartirá fortaleza a sus seguidores para realizar la magna tarea de acercar a los hombres a él. Él anima constantemente a sus instrumentos humanos para que realicen la obra del cielo en todo el mun­do, y les promete estar con ellos todos los días hasta el fin del mundo. Las inteligencias celestiales –que son “millones de millones” (Apoc. 5:11)– son enviadas como mensajeros al mundo para unirse con los agentes humanos en la salva­ción de las almas. ¿Por qué la fe en las grandes verdades que predicamos no enciende un fuego ardiente en el altar de nuestro corazón? ¿Por qué, me pregunto, en vista de la grandeza de esas verdades, no todos los que profesan creer en ellas se sienten inspirados con un celo misionero, un celo que debe caracterizar a todos los que trabajan juntamente con Dios?

       ¿Quién dirá: “Envíame a mí”?

      Debe hacerse el trabajo de Cristo. Que las personas que creen en la verdad se consagren a Dios. Debería haber cientos de feligreses empeñados en la obra misionera allí donde ahora hay unos pocos. ¿Quién sentirá la importancia y la grandeza divina de la obra? ¿Quién se negará a sí mismo? Cuando el Salvador llame a los obreros, ¿quién responderá: “Heme aquí, envíame a mí” [Isa. 6:8]?

      Se necesitan misioneros


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