La vida es una nube azul. Elicura Chihuailaf

La vida es una nube azul - Elicura Chihuailaf


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en el año. Lo habitual era que después de la llellipun de nuestros abuelos y el acarreo del agua, la familia se reuniera a compartir el desayuno. ¿Soñaste? ¿Qué soñaste? Y se iluminaba el sol de la conversación. Nuestro laku abuelo paterno –a quien los niños llamábamos «Malle, tío» porque de ese modo lo nombraba un nutrido número de parientes que llegaba de visita a nuestra casa– nos ofrecía sus papas doradas y, a veces, camotes o trozos de zapallos recién sacados del rescoldo del fogón y a los que nosotros agregábamos miel, de esa que él mismo había cosechado. Nuestra abuela Papay (mamita) nos ofrecía mvltrvn catutos, panes de trigo cocido en olla de greda. Los granos los trituraban en la kuzi piedra de moler y con las manos le daban la forma tradicional de extremos aguzados. Nuestra mamá nos daba la leche, a la que de cuando en cuando agregaba chocolate en polvo que compraba a los vendedores que venían de Cunco; y panqueques o pan con algún dulce que ella misma fabricaba con membrillos, frutillas, moras, murtillas, ruibarbo, mosquetas (que ha sido siempre mi preferido). Nuestra tía María era quien preparaba los huevos cocidos, fritos o revueltos; huevos azules de las kollonkas las gallinas nativas: mapuche. Los hombres de la casa, que al atardecer del día anterior habían amontonado los leños en el inatuwe costado de la ruka, se preparaban para después ocuparse de los animales o de los sembrados

      Nuestras y nuestros mayores siempre cuidaban que el agua contenida en las meñkuwe estuviera a la sombra y con su correspondiente cubierta, ya fuera en el exterior o interior de la casa; sobre todo, y esto sigue siendo muy importante, se preocupaban de que ello se cumpliera estrictamente con el agua que permanecía en la noche, pues decían y nos siguen diciendo que los espíritus negativos pueden apropiarse de ella (como lo he referido) y generarnos pensamientos proclives a su energía. Por eso el primer quehacer de la mañana era traer agua de la vertiente

      Temprano había comenzado el chillido de los cerdos, siempre hambrientos; el graznido de los gansos y de los patos; el cacareo de las gallinas. Nuestro abuelo sacaba las ovejas del corral y ensillaba su caballo con su montura viajera –de uso diario– o con su montura tallada, que solía mantener bien protegida para las ocasiones especiales. Nuestros padres –profesores en la escuela de la comunidad– y nuestro hermano y hermanas mayores ya habían partido a clases

      Dependiendo de la época, con mi hermano Carlitos nos íbamos a la quinta, y entre los durazneros, perales, membrillares y manzanos jugábamos con nuestros perros hasta cansarnos. Llegaba así el momento de subirnos al manzano, próximo a nuestra Casa Azul, que habíamos convertido en una especie de guarida donde manteníamos algunos juguetes de madera, nuestros tambores de lata y lolkiñ / ñolkiñ (instrumento de viento que nosotros mismos fabricábamos con un trozo –un metro, más menos– de rama de saúco1 que ahuecábamos con un fierrecillo caliente). Desde esa perfumada cima podíamos ver el movimiento de nuestra gente y oír claramente si alguien nos llamaba

      A finales del invierno solíamos navegar sobre las aguas que inundaban las orillas de un bosquecito de canelos y temu; un borde lleno de junquillos, sobre una superficie de un intenso verdor amarillento. Nuestra embarcación era una antigua batea de lavar ropa que había sido desechada por sus grietas y que nosotros habíamos sellado acuñando trapos viejos en ellas. Nos impulsábamos con una paleta de madera, mas la verdad es que la mayor parte del tiempo nuestros perros eran los viajeros –no siempre voluntarios– a los que paseábamos a lo largo y ancho de la pequeña laguna

      1 Saúco: su nombre procede del griego «Sambuké», que significa flauta

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      Hablo de ese tiempo en que las forestales con sus plantaciones de eucaliptos y pinos en las cercanías de nuestra comunidad, y en las comunidades aledañas, no existían aún. Asomaba el año sesenta. Las estaciones eran todavía más nítidas que hoy. Las tormentas eléctricas se sucedían con frecuencia; especialmente en el verano eran un verdadero espectáculo que en su dualidad nos regalaba la naturaleza: relámpagos que iluminaban grandes espacios de cielo y arboleda; truenos que hacían temblar las casas y los corazones; rayos cuyo serpentear era como un látigo en la quietud del aire tibio o en la agitación de la ventolera desatada. Era la vida en su expresión nativa. La vida

      Los árboles sobre los que caía algún rayo solían arder varios días, pues casi siempre dicha descarga eléctrica actuaba combustionando sus raíces… Un mediodía de fuerte tormenta corrí hacia el estero en ayuda de mis tías María y Jacinta que habían ido a buscar agua fresca. Cuando iba recién en el primer tramo de la bajada de la colina el bosque fue iluminado por un relámpago que seguido por el estruendo de un trueno sobre las nubes más pareció una explosión, luego un chasquido –al que sucedió un leve silencio– sobre la copa de un enorme roble. Desde su follaje se asomó el rayo dibujando su perfecto zigzag a lo largo del tronco hasta desaparecer entre el pastizal que rodeaba a este formidable árbol. Herido de muerte, el roble titubeó un instante. Como un hombre altísimo y fornido que intenta dar un último paso comenzó a quejarse, a crujir, hasta caer desplomado –remeciendo el suelo– partido irremediablemente en dos. Al comenzar a abrirse, como gruesos hilos de sangre, brotó su savia desde su pulpa rosada. Me pareció que ese fluido era la vertiente sobre la que navegaban mesas, sillas, casas, escritorios, catres, cunas, ataúdes…

      También los meulen –remolinos del espíritu del viento– eran más numerosos e intensos. En otoño me impresionaban verdaderamente los pequeños o enormes conos de hojas mustias, girando, recorriendo la colina y los caminos en torno al lugar que habitamos. Para nosotros se trataba de espíritus traviesos, pero los adultos consideraban que algunos eran espíritus negativos, razón por la que había que tratarlos con cuidado, no dejarse envolver por sus mantos polvorientos, por sus vestidos de ensueños funestos

      Las noches de más oscura oscuridad, desde el entorno de nuestra ruka o desde el ventanal del segundo piso de nuestra Casa Azul, solíamos atisbar la aparición de la Anchimallen / Antv Malen la Niña del Sol, que es una luz como llama de fuego (semejante a un fuego fatuo); una niña que salta, que juega, que va y viene recorriendo un área bien definida a orillas de un bosquecillo en el bajo de nuestra colina. Se dejaba ver sobre todo en noches de verano, pero también en noches de invierno sin lluvia, para después de un rato adentrarse en la arboleda (¿sabrá que los niños la seguimos aguardando?)

      No sé a qué hora de la noche pasábamos desde la ruka a la Casa Azul a dormir; aunque desde mediados de la primavera, y sobre todo en el transcurso del verano, era frecuente que mis abuelos y nosotros o toda la familia se quedara disfrutando de la calidez del fogón, sobre los mullidos / cardados cueros de ovejas. Arrullados nosotros por el murmullo de la conversación

      Nuestros padres nos habían contado que mi abuelo y mi abuela tuvieron una ruka a orillas del estero al que a veces íbamos a buscar el agua. Nosotros no la conocimos. La única evidencia visible de ella es el álamo que aún amarillea junto a un bosque de walles y canelos. Digo la única huella porque de tanto escuchar el relato acerca de esa antigua ruka y de la costumbre en nuestra cultura de que cuando se abandona una casa se dejan también allí todos los utensilios que pertenecieron a ella: platos, ollas, jarros, cucharas, cántaros…, nos despertó la curiosidad de constatarlo en el lado observable de la realidad. Ir de lo imaginado a lo visible

      Tiempo de pensarlo y repensarlo Carlitos y yo acordamos pedir permiso a la tierra del lugar, y anhelantes nos dimos a la tarea de hacer pequeñas excavaciones y en el terreno blando enterrar aguzados coligües en repetidos intentos de tocar los objetos que estarían allí. Fue así como

      –casi sin sorprendernos, por la casi certeza de lo anunciado– encontramos algunos de ellos: pequeños cántaros, platos de greda y de madera, y cucharas. Cuando se las llevamos a nuestros padres nos lo hicieron devolver todo de inmediato a su lugar, junto con la justa reprimenda que nos recordó el respeto a nuestras costumbres (la ternura también a veces duele). Creo que ese hallazgo, que nos dejó –en definitiva– muy impresionados, fue una revelación de lo visible e invisible, lo concreto y lo imaginado que habita en la Palabra

      Es verdad. Una casa, una bandera, un amor, un hijo / hija, una nota musical, un movimiento, un objeto, un número…, existe primero en la Palabra que aprehendemos de la naturaleza, de su finito e infinito. La Palabra que aprendemos en el arte del Nvtram / de la Nvtramkan,


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