El poder de la universidad en América Latina. Adrián Acosta Silva
y politólogos contemporáneos.
Sin embargo, el uso del ensayo académico, como cualquier otro género, también tiene sus límites. Se ubica siempre en las fronteras de la opinión o de la especulación filosófica, histórica o sociológica. No compromete su trayectoria analítica con la formulación de un problema de investigación ni sus resultados con la verificación de una o varias hipótesis, ni tampoco se hace cargo necesariamente de traducir sus hallazgos o especulaciones en la resolución práctica de un problema público específico. Tampoco asume alguna responsabilidad clara en un conocimiento científico más preciso sobre los objetos de investigación o reflexión que le dan origen. Bien visto, el ensayo es una especulación organizada en torno a fenómenos que suelen ser no sólo complejos sino esencialmente ambiguos, cambiantes y contradictorios, como lo es, en este caso, la universidad.
El ensayo puede ser, al estilo de Montaigne, el ejercicio práctico de cierto escepticismo intelectual, la forma que asume un punto de vista dubitativo acerca de las realidades múltiples. Más que la formulación de grandes teorías, el ensayo se concentra en la comprensión de los procesos y la organización de las dudas, en la exploración más o menos libre de las distintas aristas, dimensiones o la experiencia de construcciones sociales como la universidad. En ese sentido, el ensayo es un género para herejes, no apto para ortodoxos académicos, un estilo que asume que la contradicción es el combustible de las dudas, la fuente de toda especulación intelectual que aspira a organizar de la mejor manera posible –es decir, contrastante y contradictoria– una visión de la complejidad de las construcciones sociales. Aquí, adquiere pleno sentido la definición que Alfonso Reyes, el gran escritor mexicano, hacía del ensayo literario como el “centauro de los géneros”, como el territorio que aspira a congregar, en el caso del ensayo académico en ciencias sociales, “el rigor de los conceptos con el vuelo de las intuiciones”, como señala Victoria Camps en “El declive del ensayo” (2016: 164).
Desde esta perspectiva, las siguientes páginas se asumen más en el género ensayístico que en el propiamente científico. El esfuerzo de indagación historiográfica y sociológica que le acompaña intenta ofrecer una reflexión más o menos organizada en cuanto a la sociología histórica de las universidades latinoamericanas que quizá permita a las nuevas generaciones de (posibles) estudiosos una aproximación general a las trayectorias institucionales de las universidades públicas y privadas de la región. Si se alimenta la curiosidad y el interés intelectual sobre el tema por parte de más de algún improbable lector de las páginas siguientes, estará cubierto sobradamente el propósito que anima la hechura de este texto.
INTRODUCCIÓN
Las primeras universidades latinoamericanas surgieron hace casi 500 años, primero como implantes de modelos europeos –principalmente españoles y, tardíamente, lusitanos–, sometidas a la autoridad de grupos de poder locales (órdenes religiosas, gobiernos locales) o remotas (la Corona, el papa), y luego como instituciones crecientemente autónomas influidas por los cambios en sus entornos sociales y políticos. A lo largo de sus diversas trayectorias, las universidades experimentaron ciclos de expansión y de crisis, rupturas, estancamientos, conflictos y épocas de esplendor, algunas sobrevivieron, otras desaparecieron. ¿Cuáles son esos ciclos? ¿Cómo pueden distinguirse? ¿Qué factores intervienen para producir las “eras” de las universidades de la región? ¿Qué tipo de cambios ocurren durante esa extendida, confusa y complicada historia?
Esas cuestiones han sido abordadas por diversos estudios historiográficos y sociológicos sobre las universidades en la región. En el contexto latinoamericano, las primeras instituciones de educación superior surgieron en entornos particularmente complejos que, en términos generales, se caracterizaron por el proceso de construcción de un nuevo orden social en los territorios y poblaciones americanas. La lógica de la conquista y de la colonización que se desarrolló en los siglos XVI y XVII impuso la organización de prácticas institucionales, políticas y culturales centradas en la evangelización de los indios, la promoción de un imaginario social asociado a nuevas formas y códigos simbólicos de representación del poder, de lealtad y obediencia de las comunidades hacia los conquistadores, hacia la Corona y la Iglesia católica. Esa misma lógica estimuló la formación del funcionariado eclesiástico y civil local, indispensable para la evangelización “homogénea” de comunidades conquistadas mediante la cruz y la espada, pero también para la administración más o menos eficaz de los nuevos territorios. En ese contexto, las órdenes religiosas (principalmente dominicos, franciscanos, agustinos, jesuitas) se convirtieron en los gestores de la creación de nuevas instituciones de “estudios generales”, que cristalizaron de manera polimorfa en las 31 universidades coloniales creadas desde 1538, con la fundación de la Universidad de Santo Domingo, hasta 1812, con la apertura de la Universidad de León en Nicaragua, la última universidad colonial de la región.1
Las implicaciones que tuvo la creación de las nuevas instituciones fueron múltiples y diversas. En el ámbito político, significaron el reconocimiento de los universitarios como una élite de poder con intereses propios, que demandaron recursos, instrumentos y condiciones para su permanencia y expansión en los diversos territorios. Asimismo, las universidades se convirtieron en el núcleo de la formación de un funcionariado eclesiástico y civil apropiado para la administración monárquica de poblaciones y territorios. En términos sociológicos, las universidades se consolidaron como espacios de reconocimiento de estatus y prestigio para clases y estratos sociales específicos, lo que permitió a algunos afianzar posiciones de poder y, a otros, oportunidades de movilidad social ascendente. En el ámbito cultural, la organización de los saberes y disciplinas, la creación de bibliotecas y la circulación de libros, la discusión política e intelectual dentro y fuera de las aulas universitarias contribuyeron de manera destacada a la conformación de élites intelectuales, ilustradas, empeñadas en construir la “República de la Letras” en los nuevos territorios.
El análisis de esas implicaciones puede ser visto como parte de una larga, complicada y conflictiva tarea de legitimación de las universidades en el orden colonial latinoamericano. Las tensiones clásicas entre la lógica del saber y la lógica del poder que caracterizan –casi desde su fundación– a las universidades europeas se reprodujeron más o menos puntualmente en la historia de las universidades de la región. Las órdenes religiosas, la burocracia eclesiástica, el poder papal y el poder monárquico, la expansión del mestizaje y de la evangelización, las crecientes tensiones entre los intereses de los españoles peninsulares y de los criollos, el papel de las autoridades locales municipales y de grupos específicos de poder en los diversos territorios, la conformación de las primeras universidades y colegios como corporaciones de estudiantes y profesores fueron parte de la configuración de diversos “mapas” de actores sociales involucrados en los procesos de legitimación –y, en no pocas ocasiones, de acelerada deslegitimación– de las instituciones universitarias entre los siglos XVI al XVIII.
Esos procesos pueden ser analizados tanto a través de las prácticas cotidianas como de los discursos y relatos que los propios universitarios (profesores y estudiantes), las autoridades monárquicas, la jerarquía católica y las órdenes religiosas se encargaron de producir durante la etapa colonial, y que se extendieron con otras voces, actores y climas intelectuales, ideológicos y políticos en los siglos XIX y XX. Ello, no obstante las diversas transiciones entre los modelos universitarios en la región, obedeció a una lógica complicada de cambios contextuales, orientaciones políticas y adaptaciones institucionales. Las universidades coloniales prácticamente desaparecieron de los escenarios socioeducativos en el transcurso de las guerras de independencia, con la constitución de las primeras repúblicas liberales y, con ellas, de los primeros Estados Nacionales en el accidentado siglo XIX. Desde los primeros años del siglo XX, en el contexto de la edificación de los regímenes nacional-populares latinoamericanos, las viejas universidades coloniales fueron definitivamente canceladas, reinventadas o refundadas como instituciones públicas, nacionales y autónomas, dotadas de recursos normativos, organizativos y, en la mayor parte de los casos financieros, para convertirse en órganos estatales pero no gubernamentales.
Por ello, las universidades en América Latina suelen acompañar su legitimidad intelectual, social y política con aquélla histórica, nutrida en muchas