Próximos días. Francisco Ortega
veía masticar la barra de chocolate derretido–. Vamos a buscar el auto, que este cajero está malo.
–Bueno –asumió con la boca y las manos manchadas de chocolate.
Quien estaba usando el cajero automático pateó el suelo y reclamó que la porquería no funcionaba.
–Saldo cero –pronunció en voz alta, mirándome a los ojos–. No puede ser, por eso este país está como está. Se corta la luz y todo se va a la mierda. En el cajero de la farmacia la misma huevada.
Le dije a mi hija que esperara.
–Con esto igual –indicó el dependiente tras la caja, apuntando a su máquina registradora–. El lector de tarjetas de crédito y débito no funciona.
–La tele peor –agregó su compañero, quien no había parado en tratar de encontrar algo con el control remoto.
–No te muevas –le pedí a Martita y regresé al cajero.
Abrí mi billetera, busqué una tarjeta de crédito y repetí cada paso de lo hecho con la de débito. Saldo igual a cero.
–¿Lo mismo? –me preguntó el tipo que había usado la máquina antes, cambiando su expresión de maña a preocupación.
–Lo mismo –le contesté.
Martita me preguntó qué pasaba, le dije que nada. El hombre me insistió en que tratara con otras tarjetas. Pensé en que Leticia me habría retado por hacerle caso a un extraño en cosas de platas. Todo igual: Diners, cero; Master, cero; Visa Platinum, cero. Cada una de mis formas de dinero plástico y circulante se habían igualado a cero.
–A ver yo, permiso –indicó mi improvisado compañero, tomando mi lugar tras la máquina.
Fue ahí cuando mi hija gritó llamándome.
–¡Papá, papá, mira! –chilló.
Todos los presentes en el interior de la estación de servicio giraron hacia la voz de Martita.
Y todos también vimos lo mismo.
Por Tobalaba, desde ambos sentidos, y por Pocuro, hacia el oriente, avanzaba una fila eterna de autos empujados por sus conductores. Era como si cada una de las máquinas se hubiese muerto, o agotado su combustible. Acaso la fotografía inversa de un raro tipo de tracción animal. Un tipo rubio y musculoso, junto a una chica también rubia, pero no musculosa, movían un Mercedes descapotable; tras ellos, una familia entera se esforzaba con un voluminoso Jeep Commander.
Uno de los bomberos de la estación corrió hasta el primer vehículo que avanzaba por Pocuro, un Peugeot 208, arrastrado por dos jóvenes. Les preguntó qué estaba pasando. Tomé la mano de Martita y me acerqué para escuchar la conversación.
–No sabemos –respondió uno de los muchachos–. De repente se apagó el motor y no funcionó más. Estoy con el estanque lleno, pero no quiere partir. La batería está perfecta, igual que la de ellos –apuntó a la fila que corría tras ellos.
Entonces, a medida que la caravana se acercaba a la intersección de las avenidas, empezó a caer la nieve. Porque esa noche, exactamente a las diez y tras un día de enero con treinta y cinco grados a la sombra, nevó sobre Santiago de Chile.
–¡Nieve, papá! –gritó Martita ante la mirada atónita de todos los presentes, que no podían creer lo que estaba sucediendo–. Hagamos un monito –continuó entusiasmada mi hija.
Por instinto volví a sacar mi teléfono, no había señal.
–Después, mi amor. Ahora… –me apresuré, tomándole la mano–, ahora volvamos a casa.
3
Leticia y Matías estaban en el patio. Mi hijo disfrutando de la nieve, mi esposa tratando de entender lo que ocurría. La fotografía era idéntica a la vista en todos los patios y antejardines de cada una de las casas por las que pasamos de regreso de la estación de servicio. Los niños carcajeaban mientras las plumitas de hielo les cubrían los hombros y la cabeza. Los padres se miraban tan asustados como mudos.
–Ni siquiera hace frío –comentó Leticia apenas me vio aparecer por la puerta de la cocina.
Martita corrió donde su hermano y empezó a perseguirlo con bolas de nieve.
–Ni siquiera está nublado –le respondí a mi mujer, indicándole que mirara hacia el cielo–. Esta nieve no viene de ninguna parte.
–¿Cómo no va a venir de ninguna parte?
–Mira tú misma.
Así lo hizo. La noche estaba despejada y a lo más un par de jirones de nube tapaban las estrellas. Leticia volteó hacia mí, como si yo pudiera explicarle lo que estaba sucediendo.
–Esto es muy raro.
–Más de lo que crees. ¿Han dicho algo en la tele o la radio?
–La tele no volvió después del corte, radio no he escuchado.
–¿Internet?
–Sigue cortado, también mi 5G.
–Igual el mío –miré la pantalla muerta de mi también muerto dispositivo móvil.
Una pelota de nieve golpeó en la espalda a Matías haciéndolo tambalear. Al niño le dio exactamente lo mismo, la felicidad y la diversión era lo que importaba. Leticia reaccionó y le pidió a Martita que no abusara de su hermano menor. Me acerqué hasta mi mujer y le pedí que fuera por la llave del auto. Me preguntó de cuál, le respondí que de ambos.
Leticia dejó la puerta entreabierta de la cocina y volvió con los dos juegos de llaves colgando de su mano derecha. Con un gesto le indiqué la puerta del garaje.
–Sube a tu auto, enciende el motor, prueba las luces, los limpiaparabrisas, qué sé yo…
–¿Qué sucede?
–Nada, linda, solo hazlo.
–Me estás poniendo nerviosa.
Le contesté con una sonrisa.
Leticia se sentó al volante de su Ford Expedition, color gris perla y yo tras el Mini Countryman que me costó diez discusiones y una deuda de siete años. Metí el contacto del motor y lo giré. No pasó nada, mi auto estaba muerto. Miré hacia la camioneta de mi mujer, ella levantó los brazos sin entender qué sucedía y siguió intentándolo. Me bajé del Mini y fui hasta la puerta del conductor de la Expedition.
–No sigas –le dije–. Está muerto, igual que el mío.
La mirada de Leticia estaba entre signos de interrogación.
–No me preguntes qué pasó ni por qué, pero aparentemente todos los autos de Santiago están muertos –y continué relatándole lo que había visto en Pocuro con Tobalaba–. Supongo que todo tuvo que ver con el corte y con esta nieve que viene de ninguna parte.
Continuaba nevando, despacio, en una cadencia casi cansada, copo tras copo, nieve que no era nieve.
–¿Qué vamos a hacer? –quiso saber Leticia.
–Eso no es todo.
–¿Qué pasa?
–No pude sacar plata del cajero. Nadie pudo. Mi cuenta corriente y mis tarjetas están en cero.
–Pero…
–Sí, en cero –recalqué–. Y creo que tus cuentas también lo están.
–¡Voy a revisar al computador! –me dijo, bajándose rápido de la camioneta y con una vena marcada en la frente.
Siempre le pasa cuando está nerviosa, su cuerpo revela la molestia, el tono de su voz también.
–¿En qué computador, Leticia? No hay internet, no hay televisión, no hay nada, salvo luz.
–Tengo que ir a un cajero.
–Leticia,