Los niños de paja. Bernardo Esquinca

Los niños de paja - Bernardo Esquinca


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      BERNARDO

      ESQUINCA

      LOS NIÑOS

      DE PAJA

      NARRATIVA

      DERECHOS RESERVADOS

      © 2008 Bernardo Esquinca

      © 2019 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

       Avenida Patriotismo 165,

       Colonia Escandón II Sección,

       Delegación Miguel Hidalgo,

       Ciudad de México,

       C.P. 11800

       RFC: AED140909BPA

      www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadía @Almadía_Edit

      Primera edición en Editorial Almadía S.C.: julio de 2008

      Primera reimpresión: enero de 2010

      Segunda reimpresión: febrero de 2013

      Tercera reimpresión: marzo de 2014

      Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: marzo de 2016

      Primera reimpresión: agosto de 2018

      Segunda edición: agosto de 2019

      ISBN: 978-607-8667-68-0

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

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      BERNARDO

      ESQUINCA

      LOS NIÑOS

      DE PAJA

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      LA VIDA SECRETA DE LOS INSECTOS

      Dos noticias: 1) Hoy voy a hablar con mi esposa, tras dos años de no hacerlo. 2) Mi esposa está muerta. Falleció hace dos años, en extrañas circunstancias.

      Es mi día de descanso y “la cita” es hasta la noche, así que aprovecharé el tiempo para estar en la playa. A Lucía le encantaba el mar. No se metía a nadar, le tenía mucho respeto. Pero daba largas caminatas por la orilla y disfrutaba dejando que las olas le lamieran los pies descalzos. Curiosamente, en una ocasión me dijo que cuando muriera, el último lugar al que le gustaría que arrojaran sus cenizas sería el mar. “Una noche soñé que me moría y lo único que hacía era nadar y nadar en la oscuridad del fondo del océano, como un pez ciego”. No le puse mu cha atención en ese momento –nadie toma con seriedad a una persona sana cuando habla de su muerte–, pero ahora lo recuerdo mientras meto unas latas de cerveza en la hielera y tomo un libro para tumbarme a leer bajo el sol.

      Soy entomólogo forense. Me dedico a estudiar los insectos que invaden cadáveres y que proporcionan pistas para atrapar asesinos. A los bichos les gusta dejar sus huevos en el rostro, los ojos o la nariz de las víctimas. La clave es re lacionar los ciclos biológicos de los insectos con las etapas de descomposición del cuerpo, lo que permite aproximarse al momento en que ocurrió la muerte. Funcionan, en pocas palabras, como un reloj. Incluso se puede determinar si el cadáver fue trasladado de un lugar a otro. A los insectos también les gusta alimentarse de la carne putrefacta. Algunos de ellos son moscas, escarabajos, arañas, hormigas, avispas y ciempiés. Y son voraces: los restos de un adulto humano expuestos al aire libre pueden ser de vorados rápidamente. Los entomólogos llamamos a la fauna necrófila “escuadrones de la muerte”.

      Mi caso más famoso hasta ahora es el siguiente: una familia se muda de casa. A los dos meses, descubren y reportan el cadáver de un niño asesinado en el sótano. La policía los señala como los principales sospechosos. Sin embargo, al analizar los insectos que habían colonizado el cadáver, pude determinar que el crimen había sido cometido antes de que dichas personas se trasladaran a vivir a esa residencia. Entonces se acusó a los anteriores inquilinos –una pareja de ancianos, que resultaron ser los abuelos del niño–, auténticos perpetradores del asesinato. Una familia entera salvó el pellejo gracias a un puñado de ácaros.

      Hace seis meses, mi amigo Leonardo me dijo que conocía a un médium. Me aseguró que no era un estafador y que podía comunicarme con mi esposa. Lo escuché con respe to, pero me negué: pertenezco al mundo de la ciencia, al mundo racional. Además, he visto suficientes atrocidades y cuerpos vejados de maneras insospechadas, como para creer que existe un dios y, mucho menos, un más allá. El mal campea por todos lados y no hay nada que sea capaz de detenerlo. Mejor que no exista vida después de la muerte, porque es muy probable que el mal continúe reinando allí. Él insistió: “Nada pierdes con intentarlo. Y si funciona, resolverás las dudas que te atormentan. Yo te pago la sesión”. No consiguió convencerme. Fue hasta hace tres meses, cuando decidí tomar en mis manos el ca so de Lucía, que comencé a pensar seriamente en esa posibilidad.

      El olor de los gases que se desprenden de un cadáver es lo que atrae a los primeros insectos. Pueden percibirlo mucho antes que el olfato humano. A veces, incluso invaden a una persona durante la agonía. Los huevos que depositan ciertos insectos tienen un corto periodo embrionario y eclosionan al mismo tiempo, lo que da como resultado una masa de larvas que se mueve como un ser extraterrestre por el cuerpo. Las larvas son blancas y se introducen inmediatamente en el tejido subcutáneo. Lo licuan gracias a ciertas bacterias y enzimas y se alimentan por succión continuamente. Conforme pasa el tiempo y si el cadáver permanece sin ser encontrado –a los seis meses, por ejemplo–, aparecen otros bichos que pueden dejarlo completamente seco. Todo es aprovechado: pelo, piel, uñas. A veces los forenses encontramos solamente huesos.

      Dije antes que mi esposa murió en extrañas circunstancias. Su cuerpo apareció en un bosque que está a una hora de este puerto. El día anterior, por la noche, la había dejado en el aeropuerto, ya que visitaría a su madre en la capital. Hacia la madrugada, cuando estaba dormido, Lucía regresó a la casa diciendo que su vuelo se había cancelado debido al clima y que más tarde volvería al aeropuerto para tomar otro avión. La escuché hablar entre sueños. Se metió en la cama y se recostó en mi pecho, como era su costumbre. Cuando desperté, ya no estaba: supuse que no había querido molestarme y que se había marchado en taxi. Pocas horas después, al ser informado del terrible hallazgo, tomé la decisión de no ser yo quien atendiera el caso. Mi superior lo entendió y mandó traer a Alejandro, un alumno suyo de la Facultad de Medicina. No quise saber absolutamente ningún detalle. Lucía estaba muerta. Había sido asesinada. Bastaba con eso.

      Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vienen los insectos. Algunos estudios afirman que su origen está en los miriápodos, animales de numerosas patas y con tráqueas respiratorias. Otros especulan que en los crustáceos. Lo cierto es que en el periodo Devónico, hace cuatrocientos millones de años, ya existían insectos terrestres en las zonas pantanosas más cálidas y húmedas. Y en el Carbonífero inferior, hace unos trescientos cincuenta millones de años, experimentaron su primera explosión evolutiva al aparecer las alas y la posibilidad de volar. Los más persistentes y evolucionados de todos ellos son, por supuesto, las cucarachas. Curiosamente, nunca he visto una cucaracha rondando un cadáver.

      Como el asesino de mi esposa no ha sido encontrado, decidí revisar el caso. Analicé las pruebas recogidas por Alejandro y encontré varios errores graves. Entre ellos, uno que me dejó desconcertado: un fallo en el cálculo de la hora de la muerte. Lucía fue encontrada en el bosque a las nueve de la mañana por un grupo de campistas. Alejandro determinó que para entonces llevaba una hora muerta. Mis análisis indicaban que llevaba por lo menos seis horas fallecida. Es decir, había muerto en la madrugada, cuando se suponía que estaba en mis brazos, dormida. Y como yo no tenía conciencia exacta de la hora en que Lucía se había marchado de la casa aquella noche, el asunto se volvía bastante confuso. Leonardo tenía una teoría: ella ya estaba muerta cuando me “visitó” en la cama. “Es algo que suelen hacer los muertos”, me dijo. “Acuden a despedirse de sus seres queridos”. Desquiciado por todo el asunto, terminé cediendo a la idea del médium.


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