Blancanieves y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm

Blancanieves y otros cuentos - Jacob Grimm Willhelm Grimm


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y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su vista. Se tendió y durmió tranquilamente.

      A la mañana siguiente se presentó de nuevo el Rey, curioso por saber lo que había ocurrido.

      —¿Cómo lo has pasado esta vez? —preguntó.

      —Estuve jugando a los bolos y perdí unos cuantos florines. —¿Y no sentiste miedo?

      —¡Qué va! —replicó el chico—. Me divertí mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo que es el miedo!

      La tercera noche, sentado nuevamente en su banco, suspiraba mohíno y malhumorado: “¿Por qué no puedo sentir miedo?” Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd. Dijo él entonces:

      —Ahí debe de venir mi primito, el que murió hace unos días. Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:

      —¡Ven, primito, ven aquí!

      Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó la tapa; contenía un cuerpo muerto. Tocó la cara, que estaba fría como hielo.

      —Aguarda —dijo—. Voy a calentarte un poquito.

      Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo saco entonces del ataúd, y sentó junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos para reanimar la circulación. Como tampoco esto servía de nada, se le ocurrió que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, lo arropó bien y se echó a su lado.

      Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a moverse. Dijo entonces el mozo:

      —¡Ves, primito, como te he hecho entrar en calor!

      Pero el muerto se incorporó gritando:

      —¡Te voy a estrangular!

      —¿Con que será así? —exclamó el muchacho—. ¿Así me lo agradeces? Pues entonces vuelves a tu ataud.

      Y, levantándolo, lo metió en la caja y cerró la tapa. En esto entraron de nuevo los seis hombres y se lo llevaron.

      —No hay manera de sentir miedo —se dijo—. Está visto que no me enteraré de lo que es, aunque pasara aquí toda la vida.

      Apareció luego otro hombre, más alto que los anteriores, y de terrible aspecto; pero era viejo y llevaba una gran barba blanca.

      —¡Ah, joven tonto —exclamó—; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir! —¡Calma, calma! —replicó el mozo—. Yo también tengo algo que decir en este asunto.

      —Deja que te agarre —dijo el ogro.

      —Poco poco. Lo ves muy fácil pero soy tan fuerte como tú, o más. —Eso lo veremos —replicó el viejo—. Si lo eres, te dejaré marchar. —Ven conmigo, que haremos la prueba.

      Y, a través de tenebrosos corredores, lo condujo a una fragua. Allí empuñó un hacha, y de un hachazo clavó en el suelo uno de los yunques.

      —Yo puedo hacer eso y más —dijo el muchacho, dirigiéndose al otro yunque.

      El viejo, con la barba blanca colgando, se colocó a su lado para verlo bien. Cogió el mozo el hacha, y de un hachazo partió el yunque, aprisionando de paso la barba del viejo.

      —Ahora te tengo en mis manos —le dijo—; Serás tú quien va a morir.

      Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste, gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes riquezas. El chico, desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de oro.

      —Una de ellas es para los pobres; la otra, para el Rey; y la tercera, para ti.

      Dieron en aquel momento las doce, y el viejo desapareció, quedando el muchacho sumido en tinieblas.

      —De algún modo saldré de aquí —se dijo.

      Y, moviéndose a tientas, al cabo de un rato, dio con un camino que lo condujo a su aposento, donde se echó a dormir junto al fuego.

      A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:

      —Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.

      —No —replicó el muchacho—. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero lo que es el miedo, nadie me ha dicho una palabra.

      Dijo entonces el Rey:

      —Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.

      —Todo eso está muy bien —repuso él—. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo. Sacaron el oro y se celebró la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de susurrar: “¡Si al menos supiese lo que es el miedo!”.

      Al fin, aquellas murmuraciones acabaron por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:

      —Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.

      Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho.

      Éste despertó de súbito y echó a gritar:

      —¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!

      El lobo y las siete cabritas

      Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos.

      Un día salió al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.

      —Hijas mías —les dijo—, me voy al bosque; tengan mucho cuidado con el lobo, pues si entra en la casa, las devorará sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo reconocerán enseguida por su voz ronca y sus negras patas.

      Las cabritas respondieron:

      —Tendremos mucho cuidado, madrecita. Puedes ir tranquila.

      Se despidió la vieja cabra con un balido y, confiada en la palabra de sus cabritas, emprendió su camino.

      No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz que decía:

      —Abran, hijitas. Soy su madre; estoy de regreso y traigo regalos para ustedes. Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.

      —No te abriremos —exclamaron—. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca. ¡Eres el lobo!

      Entonces, el lobo fue a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a llamar a la puerta de la casita:

      —Abran hijitas —dijo—. Soy su madre y traigo un regalo para ustedes.

      Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana y, al verla las cabritas, exclamaron:

      —No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!

      Corrió entonces el muy bribón a una panadería y le dijo al panadero:

      —Me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta para que me sienta mejor.

      Untada la pata, fue


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