Breve historia del antipopulismo. Ernesto Semán

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No son los setenta años de peronismo, pero las páginas de Facundo están inspiradas en una reflexión histórica análoga sobre qué salió mal en los treinta y cinco posteriores a la revolución. Ahí conviven sensaciones escurridizas donde se mezclan el desorden social, la militarización y la lealtad política. Sarmiento comparte en ese momento la idea de que la Revolución de Mayo ha sido truncada. E intuye que, como señalaría José Ingenieros más tarde, los traidores son los hacendados –futura columna vertebral del rosismo–, que obstruyeron con su poder cada intento modernizador. Son los que usan el fervor patriótico de la plebe para expandir su capacidad de comerciar con el resto del mundo y para conspirar en casa sucesivamente contra Moreno, Alvear, Rivadavia y Dorrego, erosionando en apenas una década las chances de una sociedad dinámica como la que había prometido la revolución. Se trata de una mirada que no es perfecta para el pasado, pero sí es profética para el país que Sarmiento ayudará a fundar, en el que las clases terratenientes creadas alrededor de sus políticas se convertirán en el obstáculo abyecto de sus sueños democráticos.

      La vida rural corporiza el atraso y, en ese panorama sombrío, Facundo Quiroga representa el modo defectuoso de integración de los gauchos a la vida política que da forma al orden rosista, que al menos es un orden, y que sucede al período revolucionario. Ese es el último eslabón de un proceso de organización de décadas pobladas de facinerosos, bandoleros, milicias e intereses particulares que pululan en el campo, todas formas supuestamente de la pre o la antipolítica que se interponen en la construcción de un régimen.

      La vida de esos años requiere de este tipo de arreglos, negociaciones y formas de representación para desarrollar tareas cotidianas como plantar alimentos, construir una vivienda, comerciar, contratar a alguien, ofrecer la fuerza de trabajo propia o imaginar un futuro para los seres queridos. Desde Sarandí a San Pedro, todo ocurre en un mundo rural al que hoy se puede acceder en menos de una hora por autopista. El universo del orden y de la ciudad es un punto minúsculo en un mundo caótico e ininteligible para quienes han construido una filosofía política basada en otras formas de representación. Ese abismo que perciben como la amenaza atávica que resiste a la política es, en verdad, la política misma, un mundo cargado de sentidos, intereses, tradiciones y visiones de futuro que está más vivo que nunca durante la primera mitad del siglo XIX.

      Pero Sarmiento nace en 1811 junto con la aparición de este elenco de personajes y de este conjunto de prácticas, y aunque nunca va a tomar una conciencia cabal de las contribuciones de esa política popular a un proyecto republicano, su vida adulta va a girar alrededor de un rechazo hacia ese proyecto que apenas oculta su admiración y perplejidad. Algo que, de distinta forma, también le van a provocar los Estados Unidos y Europa.

      La ambivalencia de Sarmiento entre el impulso imaginativo y las convicciones es lo que va a definir la idea de política popular en el liberalismo argentino hasta nuestros días. Desde el siglo XVII, la filosofía política moderna adoptó una forma de domesticar la ficción a la hora de imaginar el funcionamiento de ciudades, imperios y naciones. Hay tantos elementos imaginativos o puramente fantasiosos para imaginar un orden político en el estado de naturaleza de Hobbes, el buen salvaje de Rousseau, la ciudad de Maquiavelo o en las historias de Miguel de Cervantes. Lo que ocurre con esos textos una vez que salen de la mente de sus creadores es un esfuerzo por hacer de unos verdad y de otros un juego. Esa separación entre ficción y teoría le dio forma a la teoría política moderna: el poder se entiende más desde las enseñanzas de Rousseau que desde las de Lope de Vega, aun si en ese juego, de alguna manera, perdemos todos. Dos siglos después, Facundo es casi un esfuerzo por retroceder en el tiempo, por unir lo que el tiempo ha separado y suturar la brecha que separa a la ficción y la filosofía política. Sarmiento está tensionado entre divertirse con la pluma o construir la nación, pero este último impulso es el que termina de dar forma a sus acciones y, sobre todo, a cómo esas acciones serán leídas más tarde.


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