La forja de un escritor (1943-1952)). Camilo José Cela
cautela, casi con pudor, y el lago brilla allá a lo lejos, agazapado contra el suelo, semioculto entre los viejos árboles.
Tejados de las calles de Preciados, de la Ternera, de Tudescos, de Silva, de Jacometrezo, tejados de la plaza de Santo Domingo, de la Costanilla de los Ángeles, pobres y desvencijados como ancianos cocheros, tristes y misteriosos como señoritas solteronas, eternamente jóvenes y coquetas, perennemente presumidas y olvidadas.
Son las siete y media, las ocho menos cuarto de la tarde, y un leve vaho de sombra se levanta alrededor de las azoteas, de las cúpulas, de las torrecillas de los tejados de la ciudad.
La primavera es siempre un poco triste en su llegada, un poco nostálgica. A uno le remuerde la conciencia de ver de nuevo, ¡siempre de nuevo!, la eterna puesta de sol, de mirar, una vez más y con idéntico pasmo todavía, teñirse el cielo con sus graves y profundos colores, con sus inauditos colores que solo se ven —un brevísimo instante— de doce en doce meses, a cada nacimiento de la primavera.
Ser un bárbaro toda la vida. Cortar, hendir, tajar, incendiar y tronchar. Y de año en año, al nacer el mes de abril, asomarse a un balcón de la Gran Vía a ver morir la tarde,
con inmortales rosas,
con flor que siempre nace,
y cuanto más se goza, más renace.
Así lo quería fray Luis. De la otra manera vivimos los Trastámaras. Pero —¡ay!— un Trastámara que leyese a fray Luis y con fray Luis soñara —el balcón a los pechos, una tarde, en Madrid, mirando al noroeste— quizá fuese un lejano modelo.
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La luz está apagada y uno escribe, medio en tinieblas, con el claror que aún la tarde dejó en el espíritu. Hasta aquí arriba no llegan, claros, partidos, los ruidos de la calle. Llega un rumor callado de voceadores de periódicos, de timbres de tranvías, de motores de automóvil. Los anuncios luminosos de la avenida
—cines, agencias de seguros, bancos, bombonerías: el mejor anís y refrescos sin alcohol— tiñen al transeúnte de sarampión, de ictericia, de hígado o de azulenca tuberculosis.
Por encima, en la llanura, tres, cuatro luces, dispersas, solitarias.
El tiempo pasa y el sol, lejano ya, alumbrará a estas horas olas estremecidas de la mar, tierras distantes.
La noche ha llegado, como siempre, sin avisar. Ante nosotros —distraídos un instante—, el azul y el granate del horizonte son ya negror intenso, cerrada oscuridad.
En la llanada, solitarias, dispersas, seis, ocho luces más.
Detrás de las ventanas alumbradas, una mujer se peina, un niño duerme, un viejo lee cuidadosamente un olvidado libro.
Unas luces se apagan y otras se encienden. Unas ventanas se abren y otras se cierran.
Aquellas siete de allí son la Osa Mayor. Aquellas forman la figura de Casiopea. Aquellas otras la de Andrómeda. Aquellas de más allá la de la Cabellera de Berenice.
Una nube liviana las vela,
toca de rebozo
porque no las vea.
BREVE ESTAMPA DEL JARDÍN DE UN PAZO
Tiembla el orballo suave, sobre el cristal, y el viejo salesiano mira, vagamente, para los tulipanes y las rosas que cercan el pazo.
El pazo está enfrente de La Coruña, al otro lado de la mar, cerca del otro pazo, el de Meirás, más suntuoso, menos misterioso. Está en un hoyo profundo, oculto casi a la vista del caminante.
Porque el pazo es eso. Es la hierba que nutre al ancestral y dorado buey, es el verdín que nace de la fértil humedad del granito, es el señor —en el nuestro, es un viejo cura rodeado de bienaventuranzas— que mira, día a día, cómo florece la violeta al pie de la piedra del camino, cómo vuela el palomo sobre el tejado que cobija, amoroso, todo un mundo jocoso y tremendo de duendes y ratones, de meigas y frágiles arañas, de viejos baúles arrumbados que fueron bagaje —hace a lo mejor tres siglos ya— de aquel príncipe extranjero cuya leyenda aún cuentan los viejos celtas campesinos y cuya alma anda vagando, hasta que Dios quiera darle su perdón, con la Santa Compaña.
El cura lee sabidurías en su libro de meditaciones, y a lo lejos, el alma de don Ramón hace cantar a sus mozas la vieja canción que se escucha por dentro, como una caracola que repite, desde la sala en silencio, el bronco mar.
Por el jardín, con sus leiras de jacintos, de nardos, de jazmines, la lluvia persigue incesantemente la tierra agradecida.
El mirto dibujó hace tiempo la senda que los años no quieren sino esfumada, y el boj, casi solemne, asiste impasible al llanto del sauce llorón. El boj, como es cruel, se quedó pequeño, inelegante; no es desgraciado, pero, ¡ay!, tampoco es grácil. El sauce, tierno y esbelto, le perdona…
El olivo rodea la tumba del señor fundador —el olivo sin olivas—, y en su copa frondosa y verdeoscura el mirlo silba el aire de las cinco del día.
O simiterio d’Adina
N’hai duda qu’é encantador,
C’os seus olivos escuros
De vella recordaçón…
Una nostalgia infinita sobrecoge el alma que pasea su tristura por las avenidas del pazo, por los viejos hayedos, los viejos robledales, el viejo castañar del pazo.
¿Por qué, Dios mío, haces tan triste este delicado jardín, por qué tan doliente su vagarosa presencia?
¿Por qué, señor Sant Yago, quieres que tus amigos seamos tan leales a nuestro paisaje, a nuestro conocido y entrañable helecho?
Dábanse bicos as pombas
Voaban as anduriñas,
Xogaba o vento co’as herbas
Pobradas de margaridas,
Y as lavandeiras cantaban
Mentral-a fonte corría.
Y después… ¡Bah! No es la alegría, bien lo sabes, viejo jardín, lo que me das, que es algo más hondo lo que te quito, viejo jardín, que todo lo entregas a quien quiera amarte y conocerte. Lo sé, porque hubo un día que, visitándote, levanté la cabeza al marcharme y vi los ojos del viejo salesiano que me lo decían. Y aquellos ojos, bien sabe Dios que no engañan.
SIR JOHN EN SU JARDÍN
Ha sido declarado monumento nacional el jardín de San Carlos, de La Coruña.
(De los periódicos)
Por el balcón, sobre la misma mar que lo trajo de la rubia Glasgow, mira sir John perennemente para la otra banda, tan próxima, a veces, a veces tan difusa: la verde banda de Mera, de Santa Cruz, de Bastiagueiros —la playa del Pazo—, de la dormida Santa Cristina, que yace como una muchacha desnuda; mojón que marca la linde donde la alborotada mar deviene dulce ría.
Sir John, que defendió contra el francés la misma tierra que contra el inglés —otro inglés que no era sir John— defendiera la fervorosa, la dulce, la encolerizada María Pita. Y en el breve, romántico jardín de tiernas parejas de núbiles, casi infantiles enamorados; jardín de vagarosos, tenues poetas entristecidos prematuramente; jardín de viejos capitanes mercantes que gustan de la tierra que, como una proa, hiende las sometidas aguas; en el umbrío y recoleto jardín, decía, sir John duerme, ¡ay!, para siempre ya. Lejos de las arboledas galanas, de los mansos ríos de las riberas verdes, de los cisnes blancos de las Britanas Islas que para ti, sir John, cantó Rosalía: el más bello arcángel de la poesía española, la mujer que vio besarse a las palomas; que voló en alas de rápida golondrina, llevada por el viento que juega con las margaritas; que escuchó a las lavanderas que cantaban a dúo con la fuente eterna que en aquella tierra jamás se cansa de fluir.