Crimen y castigo. Fiodor M. Dostoïevski

Crimen y castigo - Fiodor M. Dostoïevski


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habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.

      «Entonces ‑se dijo de súbito Raskolnikof‑, también, seguramente lucirá un sol como éste.»

      Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. Esto era todo.

      En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.

      «Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.

      Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departamento.

      «Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente reducida, donde estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en el departamento.

      ‑¿Qué desea usted? ‑preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para mirarle frente a frente.

      ‑Vengo a empeñar esto.

      Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que representaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.

      ‑¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.

      ‑Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.

      ‑¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto empeñado, jovencito!

      ‑¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena Ivanovna?

      ‑¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.

      ‑Déme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.

      ‑Rublo y medio, y le descontaré los intereses.

      ‑¡Rublo y medio! ‑exclamó el joven.

      ‑Si no le parece bien, se lo lleva.

      Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado; pero, de pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera era su último recurso y de que había ido allí para otra cosa.

      ‑Venga el dinero ‑dijo secamente.

      La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.

      Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar, mientras aguzaba el oído. Hacía deducciones. Oyó abrir la cómoda.

      «Sin duda, el cajón de arriba ‑dedujo‑. Lleva las llaves en el bolsillo derecho. Un manojo de llaves en un anillo de acero. Hay una mayor que las otras y que tiene el paletón dentado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo tanto, hay una caja, tal vez una caja de caudales. Las llaves de las cajas de caudales suelen tener esa forma… ¡Ah, qué innoble es todo esto!»

      La vieja reapareció.

      ‑Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por mes, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que cobro por adelantado. Además, por los dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte kopeks para el mes que empieza, lo que hace un total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quince kopeks. Aquí los tiene.

      ‑Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks?

      ‑Exactamente.

      El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no mostraba ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer o decir algo, aunque ni él mismo sabía exactamente qué.

      ‑Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto de plata… Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la devuelva…

      Se detuvo, turbado.

      ‑Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.

      ‑Entonces, adiós… ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su hermana con usted? ‑preguntó en el tono más indiferente que le fue posible, mientras pasaba al vestíbulo.

      ‑¿A usted qué le importa?

      ‑No lo he dicho con ninguna intención… Usted en seguida… Adiós, Alena Ivanovna.

      Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó:

      ‑¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo… ? No, todo ha sido una necedad, un absurdo ‑afirmó resueltamente‑. ¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable. Todo esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes pen… !

      Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le ahogaba cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse de la angustia que le torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taberna. De la acera partía una escalera que se hundía en el subsuelo y conducía al establecimiento. De él salían en aquel momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose. Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la sed le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado. Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un vaso con avidez.

      Al punto experimentó una impresión de profundo alivio. Sus ideas parecieron aclararse.

      «Todo esto son necedades ‑se dijo, reconfortado‑. No había motivo para perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el espíritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!»

      Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el hombre que se ha librado de pronto de una carga espantosa, y recorrió con una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de su ser presentía que su animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos con que se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco personas, entre ellas una muchacha. Llevaban una armónica. Después de su marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.

      En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco, completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla, haciendo esfuerzos para recordar las palabras.

      Durante un año entero acaricié a mi mujer… Duran… te


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