Arsène Lupin. Caballero y ladrón. Морис Леблан

Arsène Lupin. Caballero y ladrón - Морис Леблан


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todos los cielos! –gruñó el inspector.

      Y, a continuación, el barón soltó un grito:

      –¡Los cuadros! ¡La credenza!

      Balbuceaba, sofocado, con la mano extendida hacia los lugares vacíos, hacia las paredes desnudas en las que sobresalían los clavos y colgaban las cuerdas inservibles. ¡Desapareció el Watteau! ¡Se llevaron los Rubens! ¡Desmontaron los tapices! ¡Las vitrinas vaciadas de sus joyas!

      –¡Y mis candelabros Luis XVI! ¡Y el velador de la Regencia y mi virgen medieval!

      Corría de un lugar a otro pasmado, desesperado. Repasaba lo que le habían costado, acumulaba las pérdidas sufridas, sumaba las cifras, todo desordenadamente, con palabras indistinguibles y frases entrecortadas. Temblaba, se sacudía, loco de ira y dolor. Parecía un hombre arruinado al que no le quedaba más que volarse los sesos.

      Si algo hubiera podido consolarlo, habría sido ver la estupefacción de Ganimard. Pero, al contrario del barón, el inspector no se movía. Parecía petrificado. Examinaba el lugar con una mirada vaga. ¿Las ventanas? Cerradas. ¿Los cerrojos de las puertas? Intactos. Ninguna fractura en el techo. Ningún orificio en el suelo. Todo en perfecto orden. El robo debió haberse realizado metódicamente, siguiendo un plan inflexible y lógico.

      –Lupin... Lupin –murmuraba abatido.

      Súbitamente, se lanzó sobre los dos agentes, como si por fin se avivara su enojo, y los sacudió e insultó furiosamente. ¡Pero no reaccionaron!

      –¡Me lleva el diablo! ¿Será acaso que...?

      Se inclinó sobre ellos y los observó atentamente. Dormían, pero con un sueño que no era natural. Entonces le dijo al barón:

      –Los durmieron.

      –¿Quién lo hizo?

      –¿Quién? ¡Él mismo, caramba! O su banda, dirigida por él. Es un golpe de su estilo. Se ve su firma.

      –En ese caso, estoy perdido. No queda nada por hacer.

      –Nada.

      –Es abominable, monstruoso.

      –Presente una denuncia.

      –¿Y qué caso tiene?

      –¡Por Dios, al menos inténtelo! La justicia tiene sus medios...

      –¡¿La justicia?! Pero si usted lo puede ver con sus propios ojos... Fíjese, en este instante, cuando usted podría buscar un indicio, descubrir algo, ¡ni se mueve!

      –¡¿Descubrir algo tratándose de Arsène Lupin?! Querido monsieur: él no deja nada suyo detrás. ¡Nada queda al azar con Lupin! Ahora me pregunto si no se hizo detener voluntariamente por nosotros en Estados Unidos.

      –Entonces, tengo que renunciar a mis cuadros, ¡a todo! Pero me robó las perlas de mi colección. Daría una fortuna por recuperarlas. Si no se puede hacer nada contra él, ¡que diga entonces cuál es su precio!

      Ganimard lo miró fijamente.

      –Es muy sensato lo que dice. ¿No se arrepentirá?

      –No, no, no. ¿Por qué?

      –Tengo una idea.

      –¿Cuál?

      –La retomaremos si las investigaciones no llevan a... Pero no diga una sola palabra acerca de mí, si es que quiere que todo salga bien.

      Y luego agregó para sus adentros:

      –Por lo demás, no tengo nada de qué alardear.

      Los dos agentes recuperaban poco a poco el sentido, con ese aire lento de los que salen de un sueño hipnótico. Abrieron los ojos sobresaltados, tratando de comprender. Y, cuando Ganimard los interrogó, no recordaban nada.

      –Sin embargo, deben haber visto a alguien.

      –No.

      –¿No se acuerdan?

      –No, no.

      –¿Por casualidad bebieron algo?

      Reflexionaron y uno de ellos contestó:

      –Sí, tomé un poco de agua.

      –¿Agua de esta garrafa?

      –Sí.

      –Yo también –declaró el segundo.

      Ganimard la olió y la probó. No tenía ningún gusto extraño, ningún olor.

      –Vamos –dijo–, estamos perdiendo el tiempo. Los problemas que causa Arsène Lupin no se resuelven en cinco minutos. Pero juro por Dios que voy a capturarlo de nuevo. Ganó la segunda partida. ¡Me ganó!

      Ese mismo día, el barón Cahorn interpuso debidamente una denuncia por robo calificado en contra de Arsène Lupin, ¡preso en la Santé!

      Más tarde, el barón se arrepintió una y otra vez de la denuncia, conforme veía que se habían apoderado del castillo de Malaquis los gendarmes, el procurador, el juez de instrucción, los periodistas y todos los curiosos que se asomaban donde no tendrían por qué estar.

      El caso ya apasionaba a la opinión pública por las condiciones tan peculiares en que había ocurrido. Y el nombre de Arsène Lupin estimulaba a tal punto la imaginación, que las columnas de los periódicos se llenaban de las historias más caprichosas y encontraban credibilidad entre los lectores.

      La carta original de Arsène Lupin, que publicó el Écho de France (y que nadie supo nunca quién la filtró), en la que el barón Cahorn fue prevenido desfachatadamente de la amenaza que se cernía, causó una emoción considerable. Y muy pronto se propusieron explicaciones fabulosas. Alguno se acordó de la existencia de los famosos subterráneos, y la fiscalía, influida por ello, encaminó sus investigaciones en ese sentido.

      Registraron el castillo de arriba abajo. Investigaron cada una de sus piedras. Estudiaron las molduras de las paredes y las chimeneas, los marcos de las ventanas y las vigas de los techos. A la luz de las antorchas, examinaron las bóvedas inmensas donde los amos del Malaquis apilaron en otro tiempo sus municiones y provisiones. Sondearon las entrañas de las rocas. Todo en vano. No descubrieron el menor vestigio de un subterráneo. No había un pasaje secreto.

      –Está bien –se decía por todas partes–, pero los muebles y los cuadros no se desvanecen como fantasmas. Se sacan por puertas y ventanas. ¿Quiénes son esos maleantes? ¿Cómo se introdujeron? ¿Cómo escaparon?

      Las autoridades de Rouen, convencidas de su incapacidad, pidieron ayuda a los agentes de París. Monsieur Dudouis, jefe de la Seguridad, envió a los mejores detectives de la brigada de hierro. Él mismo hizo una visita de cuarenta y ocho horas al castillo, de la que no sacó ningún provecho. Entonces mandó llamar al inspector Ganimard, pues muchas veces había tenido la oportunidad de agradecer sus servicios.

      Ganimard escuchó en silencio el informe de su superior. Luego, sacudió la cabeza y dijo:

      –Creo que insistir en registrar el castillo es seguir una pista falsa. La solución está en otra parte.

      –Pero ¿en dónde?

      –Con Arsène Lupin.

      –¡¿Lupin?! Suponerlo equivale a admitir su intervención.

      –Yo la admito. No solo eso, sino que la considero como algo seguro.

      –Vamos, Ganimard, es absurdo. Arsène Lupin está en la cárcel.

      –Concedo que Arsène Lupin está en la cárcel. Concedo que está vigilado. Pero necesitaría tener grilletes en los pies, ataduras en las manos y una mordaza en la boca para que yo cambiara de opinión.

      –¿Y a qué se debe esa obstinación?

      –Porque únicamente ese bandido


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