La escuela desconcertada. Rau´l Molina Garrido

La escuela desconcertada - Rau´l Molina Garrido


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«entre pastores y rebaño, entre los jefes y el pueblo» (Sapientiae christianae). Pío XII insiste, mediado el siglo XX, en que «el [sacramento del] orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no consagrados» (Mystici Corporis Christi).

      Atrás debería haber quedado esta concepción de la vida laical, pues el Vaticano II afirma que «cuanto se ha dicho del pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos» y que «se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y la acción común de todos los fieles». O cuando en Lumen gentium se afirma que «los laicos, incorporados por Cristo en el bautismo, participan de la triple función de Cristo, es decir, son sacerdotes, profetas y reyes». Aún más, el mismo san Pablo, en su primera epístola a los Corintios, afirma que «en un solo Espíritu hemos sido bautizados, y todos hemos bebido de un solo Espíritu»; o san Juan, cuando certifica en el Apocalipsis que Cristo «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre».

      Creo, por tanto, en el valor del laico dentro de la Iglesia y en su compromiso con la sociedad desde su sencilla pretensión de ser un buen cristiano, seguidor de Jesús, vinculado al Padre, inspirado por el Espíritu. Sin embargo, aunque el Código de derecho canónico afirma que «se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción» (can. 208), en Christifideles laici, Juan Pablo II da un paso atrás proponiendo que la vida de los laicos «se expresa particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas». No niego la importancia de dicha inserción, es más, la afirmo, pero parece como si los laicos estuviéramos excluidos de otro tipo de pretensiones reservadas a la clase sacerdotal, reafirmando así la dinámica de pastores y rebaño. Esta propuesta me retrotrae de nuevo a Graciano, en el siglo XII, cuando afirmaba que a los laicos «se les permite tener cosas temporales […] les está permitido casarse, cultivar la tierra, juzgar entre los hombres, colocar las oblaciones sobre el altar, pagar tasas, y así podrán salvarse y, haciendo el bien, evitar vicios».

      Comenta José Antonio Pagola en su reflexión La hora de los laicos: «Una buena parte de estos laicos, aun sin participar en organizaciones de ningún tipo, se preocupan de verdad por la comunidad cristiana, van tomando conciencia de su responsabilidad, tratan de vivir su vida familiar, profesional, social, con madurez y coherencia cristiana». Esto no es poco, y se parece bastante a la imagen que, como hombre «no sacerdotal», nos dejó Jesús de Nazaret. Pero, además, somos muchos los laicos que concebimos nuestra vida desde el compromiso con los cambios necesarios que está reclamando nuestro mundo. Insertos en la cotidianidad de la vida familiar y laboral, sentimos que el Evangelio nos invita a una transformación personal que haga de nosotros mismos un elemento transformador. Nos sentimos, pues, protagonistas de la vida de la Iglesia. No solo por el sentimiento de comunión con el resto de miembros, sino por compartir la misión de hacer presente en el mundo la mirada tierna de Dios Padre desde una realidad encarnada, inserta en la realidad cotidiana de nuestras sociedades. Por tanto, creo que los laicos dentro de la Iglesia estamos en el punto de poder exigir unos niveles de participación y corresponsabilidad de los que no disponemos. En mi experiencia concreta de laico comprometido con un colegio católico, sigo percibiendo en muchos casos estructuras piramidales organizadas desde el clero y sus representantes, donde estos nos siguen percibiendo como beneficiarios de su labor y pueblo al que hay que marcar directrices. A lo más, se nos percibe como colaboradores de un proyecto que ellos gobiernan. A la vez que gran parte de los trabajadores de estas organizaciones asumimos la comodidad de dejarnos llevar por las directrices marcadas, huyendo de protagonismos que nos comprometan.

      Si la escuela católica es un contexto de Iglesia, es una apuesta de Iglesia y, por tanto, imagen visible de Dios en el mundo (máxime en nuestro país, donde la escuela católica ha tenido un papel muy relevante en la realidad social durante los dos últimos siglos), deberemos buscar formas de ordenar la realidad laical en nuestros centros.

      Las escuelas católicas fueron impulsadas por Órdenes, congregaciones y diócesis, pero actualmente están mantenidas por un cuerpo de trabajadores –hombres y mujeres– «no consagrados» que desarrollan y siguen desarrollando su actividad sujetos a condicionantes, generalmente no propios, sino marcados por las entidades titulares.

      El mundo y la realidad en la que estamos insertos no nos deberían resultar indiferentes. Ya nos lanzó Pablo VI su invitación al decir que la tarea primera e inmediata de los laicos es «poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo». Y ahondaba el Concilio en esta línea cuando afirmaba que «los seglares han de procurar, en la medida de sus fuerzas, sanear las estructuras y los ambientes del mundo».

      En este contexto, ¿qué relectura sobre la realidad del laicado conviene hacer? ¿Qué pueden aportar los laicos que trabajan en la escuela católica? ¿Qué espacios han de abrirse en una realidad de Iglesia dirigida por sacerdotes, religiosos y religiosas? ¿Qué tensiones cabe resolver en la relación de un trabajador de un colegio católico con la realidad social, la Administración, las entidades titulares de los centros, los propios compañeros, las familias y los alumnos?

      A los que trabajamos en ella, la escuela católica no nos debería resultar indiferente. Deberíamos preocuparnos por la calidad del «saber» que aporta y del «sabor» que deja en la vida de todos los que en ella vivimos y convivimos a diario durante un período significativo de tiempo…

      3

      SER LAICO, SER SAL DE LA TIERRA

      Un domingo tras otro se repite la plegaria en la eucaristía: «Por el papa, por nuestro obispo, por los sacerdotes, por los religiosos y religiosas y por todos los que forman parte del pueblo de Dios».

      Algo hay en el lenguaje eclesial que sigue manteniendo a los laicos en la base de una estructura piramidal. Esta disposición jerárquica se traslada a la escuela católica. Así, los trabajadores de los centros –utilizo el término «trabajador» para incluir en la reflexión a profesorado y PAS y para dejar constancia del vínculo objetivable que nos une a la escuela– sostenemos una estructura en la que la gestión, las directrices y la toma de decisiones corresponden a una minoría constituida por religiosos –hombres o mujeres– o personal de los centros elegidos por estos y, por tanto, afines a las instituciones que ostentan la titularidad de los centros.

      No recorremos los pasillos de las escuelas con tocas, ni llevamos cruces colgadas al pecho, ni celebramos misa; la gran mayoría ni tan siquiera damos clase de Religión. No hemos estudiado teología ni rezamos Laudes en comunidad cada mañana. No tenemos tandas de ejercicios en verano ni votos que nos liguen al compromiso diario. No gozamos de la autoridad implícita que da pertenecer a la congregación titular de nuestro centro. No participamos en tomas de decisiones estratégicas. Somos laicos. Sostenemos el día a día de nuestros colegios. Vivimos diluidos. Anónimos de puertas afuera de nuestras aulas y pasillos. Coloreamos, endulzamos, damos aroma y sabor a nuestros proyectos educativos. Somos laicos. Discípulos de Jesús de Nazaret, un laico.

      Somos sal de la tierra. Presencia constante, disuelta, imperceptible en la distancia o el desapego, esencial y rotunda cuando dejo que la realidad penetre en mí, no por la vista, ni siquiera por el tacto, sino por la boca. Cuando permito que la realidad penetre en mi misma realidad orgánica es cuando la sal cobra protagonismo.

      Esa es la sal que estamos llamados a ser.

      Diluidos en la realidad social en la que nos movemos. Como un ingrediente más, un aderezo, sin necesidad de ser presencia llamativa e impactante, con el reto de no faltar nunca en el plato y conscientes del valor de la pluralidad para hacer un guiso lleno de matices.

      Ser sal, ahondar en la esencia de ser sal, conectar desde la hondura con el mundo que se nos regala, con la humanidad con la que compartimos camino, con la propuesta esperanzada del Evangelio de Jesús, con el abismo íntimo del Dios que nos acompaña.

      Ser sal en la escuela es una invitación a llevar sabor a todos los rincones. Viviendo la fe como una realidad integradora, capaz de dar respuesta a todo lo que somos y no como un discurso al servicio de nuestra tarea. Una fe respetuosa con la


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