La ciudad que nos inventa. Héctor de Mauleón

La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón


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Semana a semana –sombras, arrastrar de cadenas, aullidos de almas en pena–, Tradiciones y leyendas abrió para los niños de mi generación las puertas de una ciudad desconocida: la vieja ciudad en la que la gente creía en los espantos, los espectros, los aparecidos.

      En 1670, en la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo número 3 –hoy República del Perú número 100– vivió, «no honesta y honradamente como Dios manda», sino amancebado con una mujer, un clérigo cuyo nombre nunca fue revelado.

      No muy lejos de allí, pero tampoco muy cerca, cuenta González Obregón, se hallaba el domicilio de un herrador, cuyo nombre tampoco trascendió, quien solía reclamar al clérigo descarriado (eran compadres y amigos) la forma de vida a que lo había conducido «su ceguedad».

      Cierta madrugada, un par de esclavos negros llamó a la puerta del herrador. Los esclavos jalaban las riendas de una mula, negra también, que su amigo el clérigo le enviaba para que la herrara con urgencia. De mal modo, por lo impropio de la hora, el herrero clavó cuatro casquillos en las patas del animal.

      A la mañana siguiente fue muy intrigado a la casa de su compadre: quería saber por qué se le había hecho trabajar con tal premura. El clérigo le abrió la puerta sorprendido. «No he mandado herrar mi mula», dijo. ¿Habría querido alguien correrle alguna broma al buen quincallero?

      González Obregón relata que el clérigo fue a despertar a la mujer con quien vivía «para celebrar la chanza». Pero la mujer había muerto. Previsiblemente, tenía en cada una de las manos y cada uno de los pies, las mismas herraduras que la noche anterior el amigo del clérigo había clavado.

      La leyenda dice que el padre jesuita José Vidal fue llamado a atestiguar aquel suceso atroz, y que el padre Vidal observó que la mujer tenía, además, un freno en la boca. No se sabe por qué, el jesuita hizo jurar a los dos amigos que callarían el suceso para siempre. Él mismo, sin embargo, lo consignó en sus memorias, que fueron encontradas y publicadas un siglo más tarde.

      En las inmediaciones de la Puerta Falsa de Santo Domingo terminaba, en su parte norte, la Ciudad de México. A partir de ahí las últimas casas se iban diluyendo entre canales, zonas salitrosas y capillas olvidadas. Era una zona de la ciudad en la que podía ocurrir cualquier cosa.

      La Reforma demolió los muros del convento de Santo Domingo y años más tarde Álvaro Obregón cambió la nomenclatura de las calles del centro. Pero en República del Perú existen rincones en los que nada ha cambiado: todavía puede suceder allí cualquier cosa.

      Salgo a buscar la casa de la mujer herrada, el número 100 de la vieja República del Perú: una colección de casonas en ruinas, muchas de las cuales proceden de otros siglos.

      Atravieso imprentas, talleres, distribuidoras. «Trabajos -ur-gentes», «Tortas Perú», «Novias Ivonne». Cerca de la legendaria Arena Coliseo aparece una vecindad de estilo neocolonial que debió ser fincada en las primeras décadas del siglo xx. En ese predio nació la leyenda que Vidal escribió y Sedano escuchó en la Profesa una mañana o una noche misteriosa de 1670.

      Hay algo viejo y olvidado y descompuesto en esta calle. Tatuajes, motonetas, mugre y basura. Una sensación punzante de inseguridad. Entraré en el número 100, aunque algo me dice que ser herrado es lo menos grave que ha pasado nunca en esta calle.

      1676

      La Casa de la Custodia

      Ítalo Calvino afirma que las ciudades no dicen su pasado, pero lo contienen como las líneas de una mano, «escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras».

      Durante casi tres siglos, la plazuela de Loreto fue la última plaza de la ciudad. Incontables virreyes la emplearon como muladar o como estercolero, pero en el siglo xviii se hizo lo posible por embellecerla. Todo resultó en una combinación inquietante: Loreto tiene la belleza de una muchacha enferma.

      A unos pasos de ese sitio se alza una casona de tezontle color vino que procede del siglo xvii. Decir que se alza es mucho decir, porque está tan ruinosa que apenas puede sostenerse en pie. En su fachada está escrito un relato: ese antiguo inmueble, se le conoce como Casa de la Custodia, lleva siglos narrando a los caminantes una de las peores tragedias que ha vivido esta ciudad.

      La casa se halla en el segundo tramo de la calle Justo Sierra. Una placa informa que el capitán Juan de Chavarría murió en ese lugar el 29 de noviembre de 1682. A diferencia de otras casas coloniales, entregadas a la potestad de las vírgenes y los santos, en el pequeño nicho que corona su fachada no hay imagen religiosa alguna: las palomas se posan en un extraño brazo esculpido en piedra: un extraño brazo que parece sostener con fuerza una custodia.

      Ha pasado tanto desde que el altorrelieve fue empotrado en aquel nicho, que es necesario mirarlo con extrema atención para distinguir su forma. Los cronistas de México, José María Marroquí, Luis González Obregón, Artemio de Valle-Arizpe, se detuvieron a observarlo alguna vez. Gracias a ellos conocemos su historia.

      El viernes 11 de diciembre de 1676 un incendio devoró en menos de dos horas el templo de San Agustín (en la esquina de nuestras actuales Venustiano Carranza e Isabel la Católica). Un diario de sucesos notables de la época dice que se trató de «una noche lúgubre»: se celebraba el aniversario de la aparición de la Virgen de Guadalupe, la ciudad entera participaba en las fiestas; de pronto, el fuego bajó por una de las torres.

      En el xviii, la única posibilidad real de evitar que un incendio se comunicara a las casas cercanas consistía en provocar el derrumbe del edificio que ardía. Acarrear agua desde las fuentes públicas resultaba tan inútil como la práctica de sacar de los templos las imágenes religiosas y llevarlas al lugar del siniestro, o la de arrojar a las llamas cartas en las que los santos mandaban que el incendio cesara de inmediato.

      Mientras el público huía de la quemazón, el capitán Juan de Chavarría, un noble que se pasó gran parte de la vida fundando iglesias y obras pías, se abrió paso entre las llamas y salvó una de las piezas más preciadas del templo: la Custodia del Divinísimo.

      La primera piedra de San Agustín fue colocada por el virrey Antonio de Mendoza en 1541. Una obra de ciento treinta años se perdió en el incendio. La Custodia fue lo único que se salvó.

      La tradición sostiene que a manera de homenaje, la ciudad hizo colocar en lo alto de la casa del capitán Chavarría un altorrelieve de piedra que perpetuaba su hazaña. A la muerte del militar se puso junto a su tumba una estatua que lo representaba, hincado, en actitud devota. Pero ese monumento sepulcral –Chavarría fue enterrado en el templo de San Lorenzo– ha desaparecido.

      Quiero ver el interior de la casa de Chavarría, caballero de la Orden de Santiago, marido de la condesa del Valle de Orizaba. Así que camino por el centro hasta la plazuela de Loreto: hay una fuente labrada por Manuel Tolsá, que hasta 1925 adornó una glorieta de la avenida Bucareli. En esta parte del centro todo es muy antiguo. Me voy como sumergiendo en las calles del rumbo: iglesias inclinadas por el hundimiento, marquesinas de comercios que dejaron de existir hace varias décadas, vecindades que antes fueron palacios y pertenecieron a individuos de apellidos apergaminados.

      Hay tardes en las que tengo suerte. Cuando toco el viejo portón de madera (en una parte restaurada y habitable de la casa se hallan las oficinas de una sociedad mutualista), el hombre que me recibe, un viejo maestro normalista, accede a mostrarme la parte impresentable de la residencia: un ala en la que los techos se han derrumbado, en el que las grietas muestran restos de pintura de épocas diversas y en donde la hierba va comiendo brutalmente todo espacio: incluso han crecido árboles en el antiguo salón, bajo cuyos techos derrumbados alguna vez transcurrió la vida.

      Desde el incendio de 1676, el brazo de Chavarría contó a los caminantes una historia. Pero aquella generación murió, y las siguientes la olvidaron. El brazo perdió su significado y el altorrelieve, manchado por las palomas, se va borrando también.

      Las ciudades no dicen su historia, aunque a veces los despojos hablan.

      1684

      El fuego de Sigüenza


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