Colección integral de Miguel de Cervantes. Miguel de Cervantes

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y, como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del humor estraño de don Quijote, de que no poco gusto recibió.

      Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá.

      Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádose como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido.

      Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que así se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo:

      —Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta que encanta.

      —Ya lo oímos, señor —respondió Dorotea.

      Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto:

       Capítulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos

      Índice

      —Marinero soy de amor,

      y en su piélago profundo

      navego sin esperanza

      de llegar a puerto alguno.

      Siguiendo voy a una estrella

      que desde lejos descubro,

      más bella y resplandeciente

       que cuantas vio Palinuro.

      Yo no sé adónde me guía,

      y así, navego confuso,

      el alma a mirarla atenta,

      cuidadosa y con descuido.

      Recatos impertinentes,

      honestidad contra el uso,

      son nubes que me la encubren

      cuando más verla procuro.

      ¡Oh clara y luciente estrella,

      en cuya lumbre me apuro!;

      tal punto que te me encubras,

      será de mi muerte el punto.

      Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a otra parte, la despertó diciéndole:

      —Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.

      Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose estrechamente con Teodora, le dijo:

      —¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.

      —¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.

      —No es sino señor de lugares —respondió Clara—, y el que le tiene en mi alma con tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no le será quitado eternamente.

      Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y así, le dijo:

      —Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: declaraos más y decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.

      —Sea en buen hora —respondió Clara. Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:

      —Dulce esperanza mía,

      que, rompiendo imposibles y malezas,

      sigues firme la vía

      que tú mesma te finges y aderezas:

      no te desmaye el verte

      a cada paso junto al de tu muerte.

      No alcanzan perezosos

      honrados triunfos ni victoria alguna,

      ni pueden ser dichosos

      los que, no contrastando a la fortuna,

      entregan, desvalidos,

      al ocio blando todos los sentidos.

      Que amor sus glorias venda

      caras, es gran razón, y es trato justo,

      pues no hay más rica prenda

      que la que se quilata por su gusto;

      y es cosa manifiesta

      que no es de estima lo que poco cuesta.

      Amorosas porfías

      tal vez alcanzan imposibles cosas;

      y así, aunque con las mías

      sigo de amor las más dificultosas,

      no por eso recelo

      de no alcanzar desde la tierra el cielo.

      Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo:

      —Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me holgaría mucho de que así fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía


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