Colección integral de Miguel de Cervantes. Miguel de Cervantes

Colección integral de Miguel de Cervantes - Miguel de Cervantes


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perro, violo y sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó hueso sano; y cada palo que le daba decía: «Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?» Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo, volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: «Este es podenco: ¡guarda!» En efecto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto.»

      Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas.

      Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi señor, y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya imprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el consiguiente, favorecida.

      Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.

       Capítulo Primero. De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote cerca de su enfermedad

      Índice

       Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer experiencia de su mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.

      Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron dél muy bien recibidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.

      Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura, mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo experiencia si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas que habían venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio, ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y Su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta. A esto respondió don Quijote:

      —Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.

      Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:

      —¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad!

      Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.

      —El mío, señor rapador —dijo don Quijote—, no será impertinente, sino perteneciente.

      —No lo digo por tanto —replicó el barbero—, sino porque tiene mostrado la experiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.

      —Pues el mío —respondió don Quijote— ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.

      —Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote —dijo el cura.

      —No querría —dijo don Quijote— que le dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.

      —Por mí —dijo el barbero—, doy la palabra, para aquí y para delante de Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la andariega.

      —No sé historias —dijo don Quijote—, pero sé que es bueno ese juramento, en fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.

      —Cuando no lo fuera —dijo el cura—, yo le abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.

      —Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? —dijo don Quijote.

      —Mi profesión —respondió el cura—, que es de guardar secreto.

      —¡Cuerpo de tal! —dijo a esta sazón don Quijote—. ¿Hay más, sino mandar Su Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España; que, aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir


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