Colección integral de Miguel de Cervantes. Miguel de Cervantes

Colección integral de Miguel de Cervantes - Miguel de Cervantes


Скачать книгу
detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

      Toda esta larga arenga —que se pudiera muy bien escusar— dijo nuestro caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque.

      Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los cabreros dijo:

      —Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con pronta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escribir y es músico de un rabel, que no hay más que desear.

      Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo:

      —De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.

      —Que me place —respondió el mozo.

      Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo desta manera:

      Antonio

      —Yo sé, Olalla, que me adoras,

      puesto que no me lo has dicho

      ni aun con los ojos siquiera,

      mudas lenguas de amoríos.

      Porque sé que eres sabida,

      en que me quieres me afirmo;

      que nunca fue desdichado

      amor que fue conocido.

      Bien es verdad que tal vez,

      Olalla, me has dado indicio

      que tienes de bronce el alma

      y el blanco pecho de risco.

      Mas allá entre tus reproches

      y honestísimos desvíos,

      tal vez la esperanza muestra

      la orilla de su vestido.

      Abalánzase al señuelo

      mi fe, que nunca ha podido,

      ni menguar por no llamado,

      ni crecer por escogido.

      Si el amor es cortesía,

      de la que tienes colijo

      que el fin de mis esperanzas

      ha de ser cual imagino.

      Y si son servicios parte

      de hacer un pecho benigno,

      algunos de los que he hecho

      fortalecen mi partido.

      Porque si has mirado en ello,

      más de una vez habrás visto

      que me he vestido en los lunes

      lo que me honraba el domingo.

      Como el amor y la gala

      andan un mesmo camino,

      en todo tiempo a tus ojos

      quise mostrarme polido.

      Dejo el bailar por tu causa,

      ni las músicas te pinto

      que has escuchado a deshoras

       y al canto del gallo primo .

      No cuento las alabanzas

      que de tu belleza he dicho;

      que, aunque verdaderas, hacen

      ser yo de algunas malquisto.

      Teresa del Berrocal,

      yo alabándote, me dijo:

      —Tal piensa que adora a un ángel,

       y viene a adorar a un jimio ;

      merced a los muchos dijes

      y a los cabellos postizos,

      y a hipócritas hermosuras,

      que engañan al Amor mismo—.

      Desmentíla y enojóse;

      volvió por ella su primo:

      desafióme, y ya sabes

      lo que yo hice y él hizo.

      No te quiero yo a montón,

      ni te pretendo y te sirvo

      por lo de barraganía;

      que más bueno es mi designio.

      Coyundas tiene la Iglesia

       que son lazadas de sirgo;

       pon tú el cuello en la gamella ;

      verás como pongo el mío.

      Donde no, desde aquí juro,

      por el santo más bendito,

      de no salir destas sierras

      sino para capuchino.

      Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y así, dijo a su amo:

      —Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando.

      —Ya te entiendo, Sancho —le respondió don Quijote—; que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.

      —A todos nos sabe bien, bendito sea Dios —respondió Sancho.

      —No lo niego —replicó don Quijote—, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester.

      Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole


Скачать книгу