El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco Ibanez

El paraiso de las mujeres - Vicente Blasco Ibanez


Скачать книгу
cáustica en la cara y en las manos le hizo despertar.

      Era la caricia del sol naciente. El bote se agitaba con movimientos más suaves que en la noche anterior. El cielo no tenía sobre sus ojos una nube que lo empañase; todo el estaba impregnado de oro solar. Las aguas se extendían mas allá de las bordas del bote, formando una llanura de azul profundo y mate que parecía beber la luz.

      Se incorporó, y al tender su vista de un extremo a otro de la embarcación, no pudo retener un grito de sorpresa. Se llevó una mano a los ojos, restregándoselos para ver mejor.

      Estaba solo.

      Capítulo 2

       Noche de misterios y despertar asombroso

      Índice

      No pudo comprender la desaparición de sus compañeros. Es más: presintió que este misterio no lo aclararía nunca. Tal vez se habían precipitado sin quererlo en el mar, al hacer una maniobra de la que el no se dio cuenta durante su sueño. Luego pensó que, al encontrarse en el curso de la noche con alguna de las grandes balleneras procedentes del paquebote, el oficial y el marinero habían querido pasar a ella por considerarla más segura, abandonando a Edwin a su suerte para no cargar a la repleta embarcación con un pasajero más.

      El joven olvidó pronto esta felonía. Necesitaba trabajar para salir de su angustiosa situación. Durante algunas horas remó y remó, siguiendo el rumbo que le aconsejaba su instinto.

      Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal, pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas e incansables como en la presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo su vista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeña embarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, o los había tragado el mar durante la noche.

      A mediodía descanso para comer. En el bote había abundantes provisiones, así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Era una suerte que sus compañeros no hubiesen pensado en llevarse tantas cosas preciosas.

      Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. El mar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugía sordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser una barrera de obstáculos submarinos, en torno a los cuales se revolvían las aguas, hirviendo en incesantes espumarajos.

      El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eran las crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más allá existirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución a través de las aguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas de olas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo, se vio en un inmenso y tranquilo circo de agua.

      En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago, teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una sucesión de tierras bajas que debían ser islas.

      Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el agua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivino que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que solo tenia algunos metros de profundidad.

      Media hora después, al volver a hundir el remo, creyó tocar una roca; pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase ningún obstáculo. Empezaba a ocultarse el sol cuando llegó cerca de tierra, y fue siguiendo su contorno a unos cincuenta metros de distancia. Iba en busca de una bahía pequeña o de la desembocadura de un riachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.

      Como empezaba a anochecer, aceleró su exploración antes de que se extinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vio que la costa avanzaba formando un pequeño cabo y que, en torno de su punta, las aguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba cierta profundidad. Llego a tocar con la proa esta tierra, relativamente alta entre las tierras inmediatas. Apoyando sus manos en el reborde de la orilla, dio un salto y quedó de pie sobre el reducido promontorio.

      Lo primero que pensó fue buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que representaba su única esperanza.

      Buscando en la penumbra, dio con un grupo de arbustos vigorosos cuyas ramas llegaban a la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo ver que tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con su relativa pequeñez.

      Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de este fenómeno vegetal, y se limitó a pasar la cuerda en derredor de tres de los árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no se alejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio, metiéndose tierra adentro.

      La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir a la media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veía una luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó a descubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundía a veces hasta la cintura.

      Quiso volver atrás, convencido de la inutilidad de su exploración. Prefería pasar la noche en el bote, por ofrecerle mayores comodidades para su sueno que esta tierra desconocida. Pero al poco tiempo de marchar en varias direcciones se dio cuenta de que estaba completamente desorientado. Aquel mar tranquilo como una laguna, sin rompientes y sin olas, no podía guiarle con el ruido de sus aguas al chocar contra la orilla.

      Un silencio absoluto envolvió a Edwin. La profunda calma de la noche solamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma de árboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos de madera vigorosa.

      Al salir a una llanura abierta en la selva enana, se sentó en el suelo, admirando la suavidad del césped. Lo mismo era pasar allí la noche que en la embarcación. No hacía frio, y además el estaba abrumado por el cansancio y por las tremendas emociones sufridas en el mar. Comió varias galletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabó por tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría del sueno.

      Iba a dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él. Adivinaba la proximidad invisible de pequeños animales de la noche, atraídos sin duda por la novedad de su presencia. Bajo los matorrales inmediatos sonaba un murmullo de vida comprimida y susurrante, igual a un revoloteo de insectos o un arrastre de reptiles.

      - Deben ser ratas -pensó el ingeniero.

      Al extender, desperezándose, uno de sus brazos, dio contra los matorrales más próximos, e inmediatamente sonó bajo el ramaje un rumor medroso de fuga.

      Gillespie sonrió, satisfecho de no estar solo en esta tierra misteriosa. No se había equivocado: eran ratas u otros roedores del bosque de arbustos.

      De nuevo empezaba a adormecerse, cuando un zumbido, que parecía sofocado voluntariamente, pasó varias veces sobre su rostro. Al mismo tiempo le abanicó las mejillas cierta brisa dulce, semejante a la que levantan unas alas agitándose con suavidad.

      - Algún murciélago -volvió a decirse.

      Sus ojos creyeron ver en la lobreguez algo más oscuro aun que pasaba, flotando en el aire, por encima de su rostro. De este pájaro de la noche surgieron repentinamente dos puntos de luz, dos pequeños focos de intensa blancura, iguales a unos ojos hechos con diamantes. Un par de rayos sutiles pero intensísimos se pasearon a lo largo de su cuerpo, iluminándole desde la frente hasta la punta de los pies. El ingeniero, asombrado por el supuesto murciélago, levantó un brazo, abofeteando al vacío. Instantáneamente, el misterioso volador apagó los rayos de sus ojos, alejándose con un chillido de velocidad forzada que le hizo perderse a lo lejos en unos cuantos segundos.

      Esta visita quitó el sueno a Edwin, obligándole a sentarse sobre la pequeña pradera que le servía de cama. Sus ojos pudieron ver entonces por encima de los matorrales varios puntos de luz que se movían con una evolución rítmica,


Скачать книгу