El tulipán negro. Alejandro Dumas

El tulipán negro - Alejandro Dumas


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pues -invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos hermanos al lado opuesto de la prisión.

      Siempre guiados por Rosa, descendieron una escalera de una docena de peldaños, atravesaron un pequeño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.

      -¡Eh! Deprisa, deprisa, mis amos, ¿los oís? -gritó el cochero asustado.

      Pero después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.

      -Adiós, hija mía -dijo-. Todo lo que pudiéramos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recordará que acabas de salvar la vida de dos hombres, como espero.

      Rosa cogió la mano que le tendía el ex gran pensionario y la besó respetuosamente.

      -Marchaos -apremió-, marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.

      Jean de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gritando:

      -¡A la Tol-Hek!

      La Tol-Hek era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de Schwenin- gen, en el cual un pequeño buque esperaba a los dos hermanos.

      El coche partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los fugitivos.

      Rosa los siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la calle.

      Después entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un pozo.

      Aquel ruido que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en efecto del pueblo que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la entrada de la misma.

      Por sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.

      Se volvió y vio a Rosa.

      -¿Oyes a esos furiosos? -dijo.

      -Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar…

      -Abrirías, ¿verdad?

      -No, les dejaría hundir la puerta.

      -Pero van a matarme.

      -Sí, si os ven.

      -¿Cómo quieres tú que no me vean?

      -Escondeos.

      -¿Dónde?

      -En el calabozo secreto.

      -Pero ¿y tú, hija mía?

      -Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.

      -Tienes razón, pardiez -exclamó Gryphus-. Resulta asombroso -añadió- cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.

      Pronto, la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.

      -Venid, venid, padre mío -apremió Rosa abriendo una pequeña trampilla.

      -Pero ¿y nuestros prisioneros? -preguntó Gry- phus.,

      -Dios velará por ellos, padre mío -contestó la joven-. Permitidme velar por vos.

      Gryphus siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en que la puerta rota daba paso al populacho.

      Por lo demás, este calabozo al que Rosa hacía descender a su pádre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forzados a abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a voces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.

      El pueblo se precipitó en la prisión gritando:

      -¡Muerte a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!

      IV

       LOS ASESINOS

      Índice

      El joven, siempre protegido por su gran sombrero, siempre apoyándose en el brazo del oficial, siempre enjugando su frente y sus labios con su pañuelo, inmóvil, desde un rincón de la Buytenhoff, perdido en la sombra de un saledizo de una tienda cerrada, contemplaba el espectáculo que le ofrecía aquel populacho furioso, que parecía aproximarse a su desenlace.

      -¡Oh! -le dijo al oficial-. Creo que teníais razón, Van Deken, y que la orden que los señores diputados han firmado es la verdadera sentencia de muerte del señor Corneille. ¿Oís a esa gente? ¡Decididamente, señor coronel, quieren mucho a los señores De Witt!

      -En verdad -replicó el oficial- yo nunca he oído clamores parecidos.

      -Es de suponer que han hallado la celda de nuestro hombre. ¡Ah! Observad aquella ventana. ¿No es la del aposento donde ha sido encerrado el señor Corneille?

      En efecto, un hombre agarraba con ambas manos y sacudía violentamente el enrejado que cerraba la ventana del calabozo de Corneille, y que éste acababa de abandonar no hacía más de diez minutos.

      -¡Eh! ¡Eh! -gritaba aquel hombre-. ¡No está aquí!

      -¿Cómo que no está? -preguntaron desde la calle los que, llegados los últimos, no podían entrar de tan llena como estaba la prisión.

      -¡No! ¡No! -repetía el hombre, furioso-. No está, debe de haber huido.

      -¿Qué dice ese hombre? -preguntó palideciendo Su Alteza.

      -¡Oh, monseñor! Anuncia una noticia que sería muy afortunada si fuese verdad.

      -Sí, sin duda, sería una afortunada noticia si fuese verdad -asintió el joven-. Desgraciadamente, no puede serlo..

      -Sin embargo, mirad… -señaló el oficial.

      En efecto, otros rostros furiosos, gesticulando de cólera, se asomaban a las ventanas gritando:

      -¡Salvado! ¡Evadido! Lo han dejado escapar.

      Y el pueblo que quedaba en la calle, repetía con espantosas imprecaciones: -¡Salvados! ¡Evadidos! ¡Corramos tras ellos, persigámosles!

      -Monseñor, parece que el señor Corneille de Witt se ha salvado realmente -observó el oficial.

      -Sí, de la prisión, tal vez -respondió aquél-, pero no de la ciudad; veréis, Van Deken, cómo el pobre hombre hallará cerrada la puerta que él cree encontrar abierta.

      -¿Ha sido dada la orden de cerrar las puertas de la ciudad, monseñor?

      -No, no lo creo, ¿quién habría dado esa orden?

      -¡Pues bien! ¿Qué os hace suponer…?

      -Existen fatalidades -respondió negligentemente Su Alteza- y los más grandes hombres han caído a veces víctimas de estas fatalidades.

      Ante esas palabras, el oficial sintió correr un temblor por su cuerpo, porque comprendió

      que, de una forma o de otra, el prisionero estaba perdido.

      En aquel momento, los rugidos de la muchedumbre estallaban como un trueno, porque quedaba bien demostrado que Corneille de Witt no estaba ya en la prisión.

      En efecto, Corneille y Jean, después de haber pasado el vivero, rodaban por la gran calle que conduce a la Tol-Hek, mientras recomendaban al cochero que retardara la andadura de sus caballos para que el paso de su carroza no despertara ninguna sospecha.


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