Estudio en Escarlata. Arthur Conan Doyle
sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de todo el mundo conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo a colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor inocencia, quién era aquél y lo que había hecho. Mi estupefacción llegó sin embargo a su cenit cuando descubrí por casualidad que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema solar. El que un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira en torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si podía darle crédito.
—Parece usted sorprendido —dijo sonriendo ante mi expresión de asombro—. Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible por olvidarlo.
—¡Olvidarlo!
—Entiéndame —explicó—, considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
—¡Sí, pero el sistema solar...! —protesté.
—¿Y qué se me da a mí el sistema solar? —interrumpió ya impacientado—: dice usted que giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un no sé qué en su actitud me dio a entender que semejante pregunta no sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había mencionado su propósito de no entrometerse en conocimiento alguno que no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que atesoraba le reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeré mentalmente los distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito. No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión. Decía así: «Sherlock Holmes; sus límites.
1. Conocimientos de Literatura: ninguno.
2. Conocimientos de Filosofía: ninguno.
3. Conocimientos de Astronomía: ninguno.
4. Conocimientos de Política: escasos.
5. Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en lo atañedero a la belladona, el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la jardinería.
6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada distingue un suelo geológico de otro. Después de un paseo me ha enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme, por la consistencia y color de la tierra, a qué parte de Londres correspondía cada una.
7. Conocimientos de Química: profundos.
8. Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
9. Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
10. Toca bien el violín.
11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
12. Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.»
Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. «Si para adivinar lo que este tipo se propone —me dije— he de buscar qué profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo ya darme por vencido.»
Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era ésta notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que podía ejecutar piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra, ya que a petición mía había reproducido las notas de algunos lieder de Mendelssohn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento música o aires reconocibles. Recostado en su butaca durante toda una tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre. Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido oír.
Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por nuestro habitáculo, cuando empecé a sospechar en mi compañero una orfandad de amistades pareja a la mía. Pero, según pude descubrir a continuación, no sólo era ello falso, sino que además los contactos de Holmes se distribuían entre las más dispersas capas de la sociedad. Existía, por ejemplo, un hombrecillo de ratonil aspecto, pálido y ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a casa en no menos de tres o cuatro ocasiones a lo largo de una semana. Otra mañana una joven elegantemente vestida fue nuestro huésped durante más de media hora. A la joven sucedió por la noche un tipo harapiento y de cabeza cana —la clásica estampa del buhonero judío—, que parecía hallarse sobre ascuas y que a su vez dejó paso a una raída y provecta señora. Un día estuvo mi compañero departiendo con cierto caballero anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros de esta abigarrada comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante modo me causaba.
—Tengo que utilizar esta habitación como oficina —decía—, y la gente que entra en ella constituye mi clientela.
¡Qué mejor momento para interrogarle a quemarropa! Sin embargo, me vi siempre sujeto por el recato de no querer forzar la confidencia ajena. Imaginaba que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al asunto sin el menor requerimiento por mi parte.
Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome levantado antes que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún inconcluso desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni el café dispuesto. Con la característica y nada razonable petulancia del común de los mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraer con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio su tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.
Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y a ellas seguía una demostración de las innumerables cosas que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a examen preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcolanza de agudeza y disparate. A sólidas y apretadas razones sucedían inferencias en exceso audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder adentrarse, guiado de señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de un músculo, o la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que éste dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan sorprendentes serían los resultados, que el