Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli
en cada lado podían lanzar la nave a la velocidad requerida por el comandante, a través del maestro de remeros llamado contramaestre. Los proyectiles explosivos habían hecho su trabajo. Habían golpeado la nave de tres mástiles turca en bastantes puntos, provocando graves daños. El palo mayor había sido abatido y habían sido abiertos diversos agujeros en el casco que ya se estaba inclinando sobre el flanco derecho. Los piratas estaban bajando las pequeñas embarcaciones de abordaje por el lado opuesto, hacia el mar abierto, ya fuese para abandonar la nave que estaba a punto de hundirse ya porque no se daban por vencidos y se estaban preparando para el abordaje de la nave veneciana. Tanto Andrea como Tommaso De’ Foscari sabían bien que la religión de aquellos bastardos les enseñaba que morir en combate significaba ser acogidos en la gloria por su dios. Ninguno de ellos se rendiría jamás. Combatirían hasta morir todos pero si un sólo grupo de aquellos despiadados piratas consiguiese subir a bordo, muchos hombres perderían la vida. Es cierto, en poco tiempo los turcos los turcos se verían sobrepasados, no obstante ellos conseguirían, de todos modos, producir numerosas víctimas. Y Tommaso no querría perder ni uno solo de sus hombres. Por lo tanto, la maniobra debía ser precisa. Guió la nave para dar la vuelta al galeón turco, de manera que se encontrase entre éste y las barcas de los piratas. Andrea, en este momento, pudo darse cuenta de cuán mortífera era la nueva arma llamada arcabuz. Los cincuenta arcabuceros dispararon a la vez contra las pequeñas embarcaciones a la orden gritada por el comandante Franciolini, justo en el momento en el que el Capitano da Mar le hizo la señal convenida. Los hombres golpeados por las balas de los arcabuces caían como moscas: cabezas que eran aplastadas, cuerpos que eran proyectados al agua como muñecos de trapo, piernas y brazos que eran separados de los troncos que quedaban, por poco tiempo, todavía agonizantes, para morir desangrados. Mientras los arcabuceros cargaban de nuevo las armas, los piratas que habían quedado con vida se echaron al agua para intentar librarse de los tiros. Pero la segunda ráfaga no fue menos destructiva que la primera. Se ordenó que se disparasen algunas balas explosivas con los cañones, asegurando el hundimiento de las chalupas de los turcos. Algunas flechas silbaron sobre las cabezas de Andrea y Tommaso pero ninguna dio en el blanco. Los arcabuceros y los artilleros estaban bien protegidos por las amuras de la nave y por las mamparas móviles. En el mar comenzó a dibujarse una mancha rojiza, una especie de isla de sangre, cuyos habitantes eran fragmentos de madera quemada y cadáveres deformados. Por suerte la atención de Andrea estaba dirigida a una única embarcación que se estaba alejando del lugar de la batalla. Era un poco más grande que las otras, tenía un pequeño mástil con una vela cuadrada, encima de la cual ondeaba un estandarte rojo con una media luna y una estrella blanca.
―¡Es el sultán! Se está escapando con sus hombres de confianza ―exclamó Andrea alterado ―Sigámosle. Podremos capturarlo y hacerlo prisionero. ¡El Duca della Rovere nos lo agradecerá!
El Capitano De’ Foscari puso un brazo alrededor del hombro del amigo con la intención de tranquilizar sus ánimos.
―Dejémoslo. No vale la pena arriesgarnos. Y, de todas formas, es un hombre peligroso. Hemos vencido la batalla. Podemos continuar nuestro viaje, ahora ya sin ningún impedimento que nos pare.
―Pero… ¡En poco tiempo se reorganizará y volverá a infestar nuestros mares y a aterrorizar nuestras ciudades costeras!
Mientras hablaba así, Andrea bajó la cabeza un poco frustrado. Y vio lo que nunca debería haber visto. La sangre, los cadáveres, los trozos de barcas destruidas. Esta vez no consiguió contener el nudo en el estómago. Las ganas de vomitar subieron con fuerza. Los movimientos de la nave, aunque eran ligeros, ya eran insoportables. Sintió que le cedían las piernas. Se dejó caer sobre las rodillas.
Tommaso llamó a un par de soldados que enseguida estuvieron al lado de él.
―Acompañadlo bajo cubierta, a mi camarote, y extendedlo en mi litera. Ha dirigido perfectamente el asalto de los piratas pero es un combatiente de tierra. Y la sangre, en el mar, hace un efecto distinto. Vigilad su reposo. Yo pernotaré aquí, en el puente de mando.
Capítulo 5
Un guerrero no puede bajar la cabeza,
de lo contrario pierde de vista el horizonte de sus sueños.
(Paulo Coelho)
En el duermevela, acunado por el murmullo de las olas, que discurrían rítmicas bajo el casco del galeón en el fondeadero del puerto de Rimini, pasaban antes los ojos de Andrea las imágenes de los últimos dos meses, transcurridos al lado de su amada Lucia y de las dos maravillosas niñas, a las cuales les había cogido un cariño tal que nunca hubiera creído posible. Amaba a Lucia, de la misma manera que amaba a Laura, fruto de su amor, de la misma manera a como amaba a Anna, que tanto se parecía a su madre adoptiva. Realmente había sangre de la familia Baldeschi en aquella pequeña, aunque no hubiese salido de las entrañas de Lucia sino de las de una presunta bruja que había acabado sus días entre las llamas. Y la sospecha de quién había preñado a aquella posible bruja ahora era ya una certidumbre para Andrea. Tenía la marca del Cardenale Baldeschi, del tío de Lucia, no había otra explicación, pero ahora ya había muerto y ya no podía ocasionarles ninguna molestia, como había hecho en el pasado. Sólo con pensar en aquel sombrío personaje le daba escalofríos. No había pasado demasiado tiempo desde que, después de haber arreglado todos sus asuntos en Montefeltro, se había despedido de los Conti di Carpegna y había vuelto a Jesi en una cálida jornada de finales de julio. Como en la ocasión anterior, volver a ver los muros, las puertas, las torres, los torreones y los campanarios de su ciudad había suscitado en él emociones difíciles de contener. Pero esta vez podía entrar en la ciudad con la cabeza bien alta, amparado por un título nobiliario, protegido por el Duca di Urbino. Y con pleno derecho podía reclamar ser nombrado Capitano del Popolo y poder casarse con su prometida.
Después de una breve parada en el palacio paterno, lo justo para darse un repaso y cambiarse de ropa, había corrido hacia la casa de campo de los Conti Baldeschi. Sabía perfectamente, de hecho, que no encontraría a Lucia en el Palazzo del Governo ni tampoco en el Palazzo Baldeschi en Piazza San Floriano. Se había presentado ante la servidumbre y había pedido ser presentado a la dueña de la casa. Lucia se hizo esperar bastante tiempo pero, cuando atravesó el umbral del salón de la planta baja, Andrea se quedó impresionado por su radiante belleza, como si fuese la primera vez que la veía. Vestía una gamurra de seda verde que resaltaban sus rasgos y sus formas femeninas. Los ojos color avellana, en el centro de una faz pálida, lo miraban casi fijamente. Eran dulces y al mismo tiempo penetrantes. El escote del vestido mostraba generosamente los hombros y el canalillo entre los senos, la piel clara casi como la leche. Un collar de blancas perlas adornaba su cuello y el peinado del cabello estaba estudiado para hacer justicia al hermoso rostro de la dama. La cascada de cabellos oscuros estaba echada hacia atrás por medio de una trenza que rodeaba la nuca, de tal manera que dejaba totalmente descubierta la frente. En el rostro, perfectamente oval, de rasgos delicados, los labios resaltaban con un rojo no natural, conseguido de las flores de la amapola. Las cejas apenas esbozadas y la frente alta, ancha, le daban el aspecto de una auténtica Signora. A ambos lados las dos niñas de unos seis años, totalmente parecidas a ella en su aspecto, en la actitud, en las semblanzas, la tenían cogida de la mano. Las únicas diferencias entre las dos chiquillas eran la altura y el color de los cabellos, una un poco más alta, larguirucha y con los cabellos rubios y ondulados, la otra un poco más baja y con los cabellos oscuros y lisos, rapados en la parte superior de la cabeza para dar amplitud a la frente. Andrea ya lo había entendido, desde la otra vez en que había entrevisto a las niñas jugar en el jardín de aquella misma villa, que su hija debía ser la rubia. Sin menospreciar a la morena, era una niña muy hermosa y tenía dos ojos de color azul celeste justo iguales que los suyos. Lucia había mandado a las niñas que se sentasen en un pequeño sofá y había extendido la mano hacia el caballero que la había cogido entre las suyas, se había arrodillado y se la había besado.
―¡Venga, venga! ¡Levantaos! ―le había dicho Lucia con las mejillas sonrojadas.
Al alzarse Andrea se encontró con su rostro a muy poca distancia del de ella. El impulso había sido el de acercar sus labios a los suyos y besarla con pasión pero se debió contener a causa de la presencia de la servidumbre pero, sobre todo,