Una generación emboscada: la emergencia de la poesía testimonial frente a la violencia en Colombia. Angélica Hoyos Guzmán

Una generación emboscada: la emergencia de la poesía testimonial frente a la violencia en Colombia - Angélica Hoyos Guzmán


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políticos, con respecto a la movilización de sentimientos diferentes a los que operan con el estado de excepción y con ello se establece una política de escritura y una manera de ser autor, en peligro por la infracción que supone su palabra para el orden de violencias generalizado.

      Por tanto, la construcción de autoría está ligada a estas problemáticas. Julio Daniel Chaparro era periodista y estaba ejerciendo como tal en 1999, cuando fue asesinado, hacía crónicas sobre la situación del conflicto en las poblaciones rurales de Colombia y las entregaba al periódico El Espectador; además, hacía parte activa de grupos políticos cuya ideología era de izquierda. Tirso Vélez era candidato a la gobernación de Norte de Santander cuando fue asesinado en 2003; antes de eso, había sido apresado en 1993, acusado de prestar vehículos a las guerrillas, la denuncia se hizo luego de que el entonces alcalde de Tibú publicara un poema titulado para entonces “Tíbú, sueño de paz”.

      Ambos autores, con su poesía reunida, se publican en el marco de implantación de políticas de la memoria, en otro de los períodos de pacificación que contribuyen a nombrar lo sucedido, pero que no desvinculan la categoría de peligrosidad de los poemarios por lo que en ellos se interpela, como observo y quiero definir a partir del enfoque de la crítica de la memoria en Colombia.

      En Colombia se define la memoria histórica en el marco del proceso llamado posconflicto y los acuerdos de paz. Primero tenemos que remitirnos al concepto de “posconflicto”, porque surge como un proceso que se analiza y una noción que se crea en la academia, mediada por las políticas globales y la necesidad económica de inserción política del país a la dinámica de mercado internacional, es decir, a la continuidad de la modernización que se implementa desde el siglo XX.

      La construcción del concepto posconflicto se elaboró desde la academia, así lo documenta Miguel Cárdenas Rivera (2003).Se convocó en 2003 una reunión a cargo del centro de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes con diferentes actores institucionales, esta enunciación se hizo con base en una dimensión global de lucha por la aplicación de los derechos humanos, económicos y sociales en función del desarrollo; es decir, los procesos de montaje del concepto son políticos y hegemónicos, se decidieron bajo una lógica que responde a la economía de orden neoliberal que organiza el orden y los territorios locales desde escenarios centrales y académicos alejados de las dinámicas locales (Cárdenas, 2003).

      Los enfoques del concepto pasan por dos alcances; el de superar la condición de guerra y pretender que se madure la guerra, y el del Banco Mundial, que recoge las experiencias de otros procesos de posconflicto en el mundo y a partir de los cuales se sentaron las bases y análisis para la construcción de los Acuerdos de Paz en 2016. Con todo ello, se revisó esta experiencia y se impuso un discurso en todos los medios de circulación nacional e internacional que atiende al posconflicto como dinámica de negociación entre el Gobierno y uno de los grupos más grandes de las guerrillas colombianas, el de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Con todas las complicaciones en el camino, con la adjudicación de un Premio Nobel de Paz al presidente que lideró el proceso, con un plebiscito fallido por la paz, este ambiente de tensiones políticas impuso una dinámica también de la memoria.

      Todo esto me lleva a colegir que la definición de posconflicto desde lo académico atiende a buscar soluciones centralistas y estructurales por un lado y otro donde se entiende que la ausencia del enfrentamiento bélico es necesaria. También están quienes consideran salidas intermedias, pero mientras que todo esto no tenga discusiones territoriales, no dejará de sumarse a las imposiciones de soluciones que no atienden a la realidad o la democracia de los pueblos que lo sufren. Quienes consideran posturas intermedias, aluden a la necesidad de favorecer políticas económicas y sociales de control de armas y lavado de activos, lo cual también irradia profundamente a una cultura marcada por las operaciones de guerra que cada vez naturaliza más este tipo de existencia y subjetividad en el país. Esta noción es importante relacionarla porque es la declaración de la necesidad y la conveniencia institucional de acabar con la guerra y expresa las ambigüedades del discurso banalizado de la paz, que no atiende a lo afectivo, a la construcción y declaración desde la colectividad y las comunidades en condición de guerra, sino desde élites académicas.

      Se necesita acabar la guerra para que Colombia se vincule a las políticas globales de cumplimiento de derechos y, por tanto, haya mayor inversión extranjera, lo cual contrasta con la economía extractiva que opera en Colombia desde el siglo XX y los procesos de modernización que incluyen la instauración de la guerra en los territorios rurales. Pero, curiosamente, las personas que habitan en estos territorios no son llamadas a la construcción de la noción de posconflicto, sino que deliberadamente se instaura un orden desde las jerarquías políticas y sociales sobre las personas que viven ambos ambientes, tanto el del miedo y el terror a partir de las violencias como el de la pacificación indeterminada y ambigua a partir del posconflicto.

      De este modo, resulta más revelador la postura crítica que habla de que el posconflicto se abordó como una simulación para favorecer las relaciones internacionales (Muñoz, 2009) en donde las víctimas del desplazamiento por la prolongación del narcotráfico permanecen sin volver a sus territorios. Esta ineficiencia es criticada desde la postura sociológica.

      Para hablar de posconflicto fue necesario también expandir la idea de la memoria histórica en Colombia, de la cual emerge la política pública a la cual se da el nombre de “Ley de víctimas y restitución de tierras”, en donde se crea y regula el Centro Nacional de Memoria Histórica mediante el artículo 146 de la Ley 1448 de 2011(Presidencia de la República de Colombia, 2019). La misión es la de recopilar los testimonios, pero no es judicial o sancionatoria, no acusa ni ayuda en la tramitación de procesos judiciales en contra de personas que aparezcan en los informes o reportes sobre el conflicto armado en el país. La memoria se define como “histórica”, lo cual se puede interpretar como una naturaleza acumulativa sobre los hechos traumatizantes de la sociedad.

      Es un lugar muy sensible puesto que por un lado promueve a que se reporten e informen los acontecimientos violentos desde la voz de las víctimas; pero según la perspectiva de la crítica de la memoria, esto podría leerse también como una forma de banalización, falta de interpretación de la historia y discusión pública para la garantía de la no repetición. Se refleja entonces una gestión burocrática de las investigaciones cuya función sigue siendo la de la acumulación. Esto de acuerdo a los mecanismos de tanatopolítica que impone la guerra, los cuales operan sobre las memorias al respecto.

      Entonces, aquí el archivo empieza funcionar como una especie de conciencia abierta de todo lo posible (Agamben, 2000), que de tanto sumar imágenes, hechos, cifras, reportes, investigaciones, personas y decires, resulta borrando sistemáticamente el significado del significante y con ello no hay una efectividad del archivo y la memoria, sino unos abusos de la misma, anestesiando el sentir sobre lo acontecido. Frente a esto emerge la poesía como otra forma de memoria activa.

      Si seguimos la lógica acumulativa, tendremos todo un siglo XX cargado de violencias que se puede contar desde el bipartidismo hasta la época actual, que se entiende como violencia generalizada, según Pécaut (2001); contempla también diversos tópicos de esta memoria, entre ellos una publicación sistemática de identificación de diversas categorías de víctimas y victimarios, voces de académicos, con sus esquemas epistemológicos, voces de la crónica periodística y literaria que testimonian y ponen otras voces como testimonios, toda esta conciencia abierta, a modo de mal de archivo (Derrida, 1997).

      En este archivo que se institucionaliza, hay un sinnúmero de cifras y datos que no dan cuenta de la experiencia subjetiva, o al menos del movimiento, de la lectura y pedagogía que merece la memoria, sino más bien de una configuración de un cierto tipo de ciudadanía vulnerable y despojada de derechos en un país abiertamente declarado en democracia. La misión del archivo, si bien resulta necesaria como documentación, se vuelve una gestión burocrática del recuerdo y de la condición de víctima, no dignifica ni saca de este papel a la víctima, sino que registra su dolor, en algunos casos, como el mismo archivo lo documenta. Quienes han hecho el proceso de memoria histórica se ven amenazados por nuevos grupos armados, es decir, con los testimonios y los autorreconocimientos se perpetúan los ciclos de violencia.

      En


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