Cuba sin ti. Rubén Cortés
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Cuba sin ti. Memorias del olvido
Rubén Cortés
La Habana, testigo final
En los tres libros que integran Cuba sin ti. Memorias del olvido vibra un pensamiento de José Martí: “Yo no sé qué misterio de ternura tiene esa dulcísima palabra: cubano”.
Esta trilogía (que, me halaga inmensamente, editan mi casa editorial Cal y Arena y mi caro amigo Rafael Pérez Gay) es algo más que la patente de los derechos de amor que me asisten sobre la isla de la que vienen el aromático tabaco, el peleonero ron y el rítmico chachachá.
Es, también, el ajuste de cuentas de un hijo de la Revolución cubana con el proceso político más radical que tuvo lugar en el siglo xx americano, y con el sistema totalitario de capitalismo de Estado en el que éste derivó, eximiendo a la isla de la libertad individual y de empresa, de la concordia entre sus habitantes y convertirla además, ya entrado el siglo xxi, en un país en pañales de la modernidad del internet, del Twitter, de la telefonía móvil, de la tv vía satélite y digital terrestre, del Google Maps y del iPhone. Es el libro de un exiliado.
Cuba es el único país del mundo que permaneció inmóvil a lo largo de 60 años en los que el rostro del mundo cambió hasta ser casi irreconocible: África se descolonizó, desapareció el bloque soviético, se cayeron las dictaduras de derecha en América Latina, surgió la Unión Europea, emergió China como gran potencia económica y militar, acabó el entramado feudal de las autocracias árabes…
Durante esas seis décadas, en Cuba han gobernado los mismos hombres que tomaron el poder por la vía armada el 1 de enero de 1959, sin ceder espacios a derechos humanos fundamentales como la libertad de expresión y asociación política: una cerrazón que nunca podrá ser compensada por logros tangibles como la gratuidad de la salud y la educación, la igualdad de la mujer y el fin de la discriminación racial.
La primera parte, “¡Cuba, Cuba!”, agrupa nueve historias dedicadas a quienes no se fueron de la isla. Revela cuántos años van los cubanos a la cárcel por matar una vaca, por qué los niños ya no reciben en Cuba los nombres tradicionales en los países hispanos, cómo viven unos búfalos que le regalaron los vietnamitas a Fidel Castro, qué fue del hombre nuevo que soñó el Che Guevara, a quién dedicaron los compositores Pedro Junco y Polo Montañez “Nosotros” y “Un montón de estrellas”, respectivamente, cómo son los cubanos en Miami, la anécdota del policía que le puso una multa a Silvio Rodríguez, cómo era Hemingway en Key West y en La Habana, o la hermosa historia de justicia del pelotero Rey Vicente Anglada.
El segundo capítulo, “Un bolero para Arnaldo”, trata sobre los que se fueron de la isla. Es un canto a mi infancia transcurrida en los albores de la Revolución, educado (de un lado) por la doctrina del sistema comunista para ser un hombre nuevo; pero (del otro lado) regido por las normas morales de mis padres y sus amigos, quienes provenían de la Cuba anterior, con creencias férreas sobre el culto a la familia y la sacralidad de la amistad: todo lo contrario a los preceptos preconizadores de que, para avanzar en el proceso revolucionario, era preciso poner por delante la fidelidad al gobierno y despojarse de cualquier sentimiento de afecto hacia los otros seres humanos. Es un homenaje a la niñez tal como la concibe Jean-Paul Sartre en Las palabras: “Todo hombre posee su lugar natural; ni el orgullo ni la valía fijan su altura: lo decide la infancia”.
El final, “Los nómadas de la noche”, reseña la destrucción de toda una forma de vida y una cultura edificadas desde 1902 hasta 1952, con ocho elecciones presidenciales libres y una prosperidad económica establecida en el más valorado y humano de los códigos: el honor al trabajo. La gran derrota de la Revolución cubana es que un tercio de su población la abandonó llevándose consigo aquellos códigos con que nacieron, o heredaron de sangre. El mayor homenaje a la Estatua de la Libertad procede de esos cubanos que encontraron en Estados Unidos la posibilidad de desarrollar su potencial y todos los derechos civiles para convertirse en la única minoría étnica en asumir el control político y económico de un estado completo (Florida) de la nación más poderosa del mundo, gracias a su trabajo y a reunir los votos necesarios: les fue concedido en tierra ajena lo que les negaron en la suya.
Por el hilo narrativo que conecta los tres capítulos, el autor considera que Cuba sin ti. Memorias del olvido puede ser leído como una historia mínima de la suerte singular de Cuba, siempre fuera de proporción con su pequeño tamaño geográfico, pues cuando Colón difundió en España el Nuevo Mundo, era Cuba lo que describía. De Cuba zarpó Cortés hacia México. De Cuba partieron los otros conquistadores al continente. De Cuba salieron las primeras riquezas del pillaje español en América. En Cuba se construyeron la primera catedral y la primera universidad de América. Por su posición en el centro del continente, se convirtió en el lugar donde anclaba el poder de la metrópoli en el Nuevo Mundo y desde donde se dispersaban las ideas de la ilustración y de la modernidad hacia el resto de los países de la región.
Ya después, tras la conexión política y económica a Estados Unidos en la primera mitad del siglo xx, la isla se convirtió en la vitrina del capitalismo en América Latina, con una bonanza económica que provocó un aumento impactante de su clase media, y una progresión democrática que consiguió en 1940 la primera Constitución socialdemócrata en el subcontinente americano. Pero, en 1959, ese largo intervalo de crecimiento alejó de los cubanos el sentido de lo trágico y abrazaron la ideología comunista como forma de gobierno. Y lo hicieron porque, en casi sesenta años de vida republicana, perdieron el miedo al miedo, olvidaron que los Estados pueden morir, que los levantamientos pueden ser irreparables. Los cubanos ya lo saben.
Viven, desde entonces, la pesadilla de una noche en la que no amanece.
Rubén Cortés
Día de la Hispanidad de 2018,
Colonia Condesa, Ciudad de México.
Flores intactas después de un bombardeo
El maestro revisó la lista de sus alumnos, como todos los días antes de iniciar la clase, y volvió a sentir pesadumbre: entre los 35 nombres resultaba imposible distinguir cuáles eran de mujer y cuáles de hombre. Y pensó otra vez en que, en el instante sagrado de nombrar a sus hijos, los cubanos estaban perdiendo su identidad y su savia, aquella argamasa que siempre unió a su pueblo por encima de todas las diferencias de clase, orígenes e intereses. Ah, en los últimos días solía detenerse mucho en ello. Con sus razones: Cuba estaba cumpliendo medio siglo de gobierno comunista bajo el liderazgo personal, carismático e indiscutible de Fidel Castro.
“Yordanys”, exclamó al empezar a cantar la lista y su voz retumbó, lúgubre, en el vacío de las paredes descascaradas y las ventanas sin persianas y el techo con goteras del aula. Se aclaró la garganta y continuó, a medida que los colegiales respondían “aquí”: Yorelvys, Yulexis, Yuniet, Lisdey, Yorkis, Yoenny, Vismay, Yorbis, Yasmany, Yandi, Noleysis, Mauris, Osleni, Yinkelly, Yuliesky, Oreidis, Yilexis, Midiet, Yomandrys, Odelis, Magdiel, Dimey, Leuris, Yipsi, Suleiky, Yasnay, Yumari, Daile, Onix, Driulis, Hirovis, Neldys, Minieyi, Rosir.
Ninguno de aquellos nombres tenía la fuerza ni la belleza de la lengua española. Tampoco recordaba al de algún cubano monumental de cualquier tiempo, como el Apóstol de la Patria, José Martí; el presbítero Félix Valera (“el que nos enseñó a pensar”, rezaban los libros de texto), el Titán de Bronce, Antonio Maceo; o simplemente al de los abuelos y abuelas de raigambre cubana, como Armando, Lucía, Pedro, Magdalena, Esperanza, Alberto, Eduardo, Luis o Máximo.
Tampoco había homenajes a las figuras de la gesta revolucionaria de 1959, aun cuando todos los padres de aquellos escolares habían nacido bajo el gobierno socialista y sido adoctrinados en un sistema educativo único, sin acceso a la enseñanza religiosa o particular, ni a materiales de estudio ajenos al comunismo: sus padres habían sido la primera gran hornada de la impostergable tarea revolucionaria de crear un hombre nuevo.
El propio maestro se llamaba Ernesto, en honor a Ernesto Che Guevara, el argentino que había sido uno de los lugartenientes de Fidel Castro en la Sierra Maestra. Sus padres eran jóvenes en los días del triunfo de la Revolución