Cuba sin ti. Rubén Cortés
se alimentaban de lo que encontraban y se podrían usar algún día como transporte de carga, al ser capaces de mover seis veces su peso vivo de 800 kilos los machos y 600 las hembras. Pero no sólo comían lo que hallaban: también destruían. Un maestro de un preuniversitario en el campo había visto llegar un día a la escuela a una campesina cargada de hijos pequeños gritando que un búfalo despedazaba su bohío de pencas de palma. Un grupo de profesores corrió hasta las cercanías de la choza y vio al animal.
“Era una bestia. Cogía impulso y atravesaba la casita de tablas de un lado a otro. Luego se revolcaba un rato en un fanguero cercano para refrescarse y otra vez se tiraba contra el bahareque aquel. Parecía un monstruo encabronado”, recordaba Sixto Carlos Pérez, un técnico de computación de la escuela, quien conservaba fotos tomadas al búfalo con su teléfono celular.
En abril de 2008, el gobierno había autorizado el uso de telefonía móvil. Los contratos costaban 120 cuc, que era más de seis veces lo que ganaba un empleado público promedio, sin incluir el precio del aparato ni el de las tarjetas para hacer y recibir llamadas. El de Sixto lo costeaban sus familiares exiliados: un abuelo en Nicaragua y un tío en Miami.
Algunos afirmaban que los búfalos eran almas de Dios, como el montero Pedro Luis Acosta, jefe de la Lechería Número Ocho, en la occidental provincia de Pinar del Río. “En estado salvaje son ariscos, pero se amansan más rápido que un toro cebú, a la semana te paseas entre ellos. Un alambrito con electricidad basta para mantenerlos a raya. Claro, antes hay que capturarlos uno a uno por montes y pantanos”. Pedro Luis sólo les veía un problema: “No hay cerca sin electrificar que los pare, andan en manadas que salen de noche y acaban con todos los sembrados que encuentran a su paso y, aun con sus tarros jorobados, no fallan al pinchar, ninguno busca a las personas para atacarlas, pero si los acorralan son peligrosos, más si son hembras paridas”.
El derribo de alambradas y empalizadas por parte de los búfalos había ocasionado numerosos pleitos legales entre los campesinos, pues la falta de lindes territoriales propició que muchos ocuparan tierras que no eran suyas: una situación similar a los tiempos de la Colonia, cuando las concesiones de terrenos eran muy confusas en cuanto a sus límites y el radio era muy ambiguo como, por ejemplo, la distancia desde la que podía ser oído el canto de un gallo o el sonido que hacía el cencerro de una vaca.
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Después del embate del búfalo prieto, a los amantes se les había “caído el palo”, que es una expresión muy cubana para referirse al acto sexual inconcluso o poco fructífero.
Si no el búfalo, habría sido otro animal introducido en Cuba por la fuerza el que les habría estropeado el palo a los amantes del Fiat: la claria, por ejemplo, una especie de pez gato caminador oriundo de Asia y de África y expandido sin control por toda la isla, pero que convertía en un niño de teta al monstruo de la laguna negra en la película de Jack Arnold en 1954. Sus nombres científicos son clarias gariepinus (la africana) y clarias macrocéfalo (la asiática). De color negro opaco, pesaban hasta 60 kilos y medían más de un metro, con una larga aleta dorsal. Sus ojos eran saltones y opacos. Sobre la boca redonda como la de una lata de leche condensada, le salían ocho hilos de bigote. Podían reptar tres días fuera del agua y se desplazaban por tierra en agonía interminable, como un soldado al que una bomba le mutilara las piernas y arrastrara el cuerpo sin sentido por el campo de batalla.
Los cubanos las habían bautizado como “pez diablo” y los brujos decían que estaban consagradas a Eshu: el diablo, en la Regla de Palo Mayombe, que era la expresión de la santería que se conservaba más pura de las traídas a Cuba por los negros esclavos y que establecía susurrarle cantos a los resguardos hechos con prendas de muertos para venerarlos, despertarlos y pedirles favores.
Las primeras clarias llegaron en julio de 1999, cuando Cuba le compró 14 millones de alevines a Malasia, con la condición de que fueran híbridos —incapaces de reproducirse— y estableció severas medidas de seguridad para evitar que escaparan de los centros acuícolas. Sin embargo, los alevines que llegaron no eran híbridos ni los planes de contingencia fueron cumplidos.
Las crecientes provocaron que las clarias se diseminaran por ríos, lagos, cuevas subterráneas y conductos albañales y se convirtieran rápidamente en amenaza para el ecosistema porque devoraban tilapias, moluscos, camarones y ranas. También salían del agua para comer aves, insectos, ratones, frutas, semillas y carroña y atacaban a puercos y chivos. Habían sido capturadas algunas con jicoteas y crías de cocodrilo en el estómago.
Según el Centro Nacional de Áreas Protegidas, su voracidad ponía en peligro de extinción a 242 especies de la fauna nacional: 75 endémicas, 29 raras o locales y 25 introducidas. Además, eran poco menos que inmortales: poseían un órgano respiratorio adicional que les permitía hundirse en el barro húmedo y sobrevivir durante meses a sequías extremas.
En una ocasión, un hombre llamado Humberto Navarro vio salir una del escusado y, antes de poder matarla de un palazo en la cabeza, él y toda su familia tuvieron que reponerse de un susto de fin del mundo para después poder perseguirla a través de habitaciones y pasillos de la casa. Navarro, quien trabajaba en la sede de las juventudes comunistas de Matanzas, estaba alarmado por el incontenible taponamiento de su retrete.
Un día hizo pasar un alambre por los tubos del desagüe hasta que del sanitario comenzaron a salir desmesuradas cantidades de agua de fosa y detritus. Hubo una pausa abrupta en el derrame y, de pronto, de la taza surgió a coletazos un bicho negro de dos kilogramos que chorreaba excrementos por la boca: ¡una claria!
Sin embargo, filetes, embutidos, perros calientes y chorizos de claria eran vendidos a la población en las tiendas gubernamentales Mercomar, y los médicos recetaban su carne a enfermos de cáncer porque aumentaba los índices de hemoglobina en la sangre. Una leyenda popular contaba que los vietnamitas les habían ganado la guerra a los americanos gracias a la fuerza que les había proporcionado comer clarias.
Juventud Rebelde, en su edición del nueve de julio de 2008, llamaba a la población a consumirlas con buen diente: “No lo dude y seleccione claria para llevarlo a su mesa, pues resulta fácil de hacer, bien sea frito, en filetes, empanado, enchilado o rebosado, su familia se lo agradecerá”. Y adjuntaba declaraciones de un científico, Julio Baisre, acerca de que el pez era cultivado en estanques cerrados y bajo estrictos controles de seguridad biológica, alimentados con pienso y desechos de la pesca.
Una nota, en el mismo diario, contaba:
La licenciada en Biología, Doris Millares Dorado, jefa del tema de la claria en el Centro de Preparación Acuícola Mampostón (cpam), habla de estas criaturas con una pasión sobresaliente. En unos estanques contiguos al departamento de Alevinaje miles de criaturas nos recuerdan los renacuajos que habitan los charcos de cualquier paraje. Los técnicos que allí laboran se ven afanados en suministrarles agua suficientemente oxigenada a las criaturas, y están atentos a cada exigencia de los recién nacidos.
Pero las “criaturas” del periódico oficialista se podían ver a todo color comiendo ratones en el documental Revolución azul, del mexicano Diego Fabián Anchondo, aprendiz de una escuela internacional de cine que dirigía el escritor Gabriel García Márquez, en San Antonio de los Baños, en las afueras de La Habana. El filme mostraba a un criador particular de clarias en Matanzas, un miembro del Ministerio del Interior llamado Macario Toledo, quien aseguraba abastecer de carne no sólo sus necesidades hogareñas, sino también las de comedores obreros y algunas pescaderías de Hershey, el pueblito donde vivía y que había tomado su nombre de un ingenio fundado en 1918 por Milton Hershey, inventor de los chocolates que llevan su apellido, para proveer de azúcar su fábrica de Pensilvania.
La cinta, de diez minutos de duración, también incluía declaraciones de un biólogo marino, Guillermo García: “La claria es la mayor amenaza para el ecosistema cubano en esta época. Se comen las tilapias, se comen ellas mismas, las tencas, un pollo, una ranita, cualquier animal, cualquier cosa que se mueva fuera del control de los humanos’’.
Y parecía tener razón, pues el Ministerio de la Industria Pesquera había emitido en 2006 una resolución para fijar una estrategia de seguridad biológica en el país y “revertir episodios desfavorables