Que todo el territorio se vuelva feminista. Las protagonistas de las tomas universitarias del 2018. Varios autores
batallas que dieron sus abuelas, sus tías y madres al interior de sus propias familias y en el contexto de la historia que les tocó vivir.
Para la mayoría de las estudiantes, la toma, la revolución feminista, les cambió la vida, las removió en lo profundo respecto de su historia, de sus afectos y de las relaciones con su entorno. «El separatismo no es una práctica excluyente; nace en realidad como respuesta a la exclusión», señala Nicoletta Poidimani, y es así, efectivamente como lo describen las jóvenes en sus relatos. Los espacios separatistas significaron momentos de dolor compartido –como varias lo señalan–, pero también espacios de reconstitución individual y colectiva, lugar donde confluyó la energía emotiva y creativa que configuró un «nosotras», alineando la voluntad y determinación para trazar la acción política y vislumbrar el horizonte deseable.
Si bien en muchos casos las asambleas separatistas se convirtieron inicialmente en encuentros catárticos, luego se transformaron en demandas y petitorios con distintos énfasis según cada realidad: urgentes pronunciamientos de las autoridades, aceleración y transparencia de sumarios en curso, reconocimiento del nombre social de las estudiantes trans, inicio del trabajo de actualización, creación e implementación de protocolos, incorporación de una perspectiva de género en las mallas curriculares, igualdad salarial para diversos estamentos, mayor presencia de profesoras y mujeres en cargos directivos, y la erradicación de la violencia machista de las aulas. Sin embargo las jóvenes saben que estos cambios no se hacen por decreto; es por ello que apuntaron a abrir un horizonte más amplio por el que se hacía necesario transitar. De allí la exigencia de una educación no sexista para todos los niveles de la educación, lo que significa un replanteamiento de la sociedad que se quiere construir.
Constatamos que muchas de ellas rehúyen de la posibilidad de integrar algún partido político tradicional, y varias de las que son parte de alguno señalan con claridad que en la militancia feminista el partido queda afuera. Detrás de ello se lee una crítica profunda a las estructuras partidarias convencionales, sus prácticas verticales y su jerarquización machista y excluyente, con una orgánica de representatividad poco democrática, donde las demandas feministas siempre han sido relegadas a un segundo plano. Es decir, para ellas, los partidos políticos han reproducido el ordenamiento patriarcal tanto en su estructura como en sus relaciones interpersonales. Y, a estas alturas, el movimiento feminista tiene cada vez más claro que «la revolución será feminista, o no será», como lo expresaron en numerosas pancartas.
Cada relato da cuenta de que la revuelta feminista fue una respuesta a un proceso de acumulación de malestar frente al asedio y la discriminación, frente a una sociedad competitiva y mercantil, donde la educación es uno de los eslabones de la cadena de endeudamientos que cada chilenx arrastra, y que en las mujeres tiene un impacto mayor esa precarización. Fue así como las jóvenes emplazaron y cuestionaron la legitimidad de las instituciones, impugnaron la cultura autoritaria y neoliberal, en cuanto estructuras discriminatorios y excluyentes. De ese cuestionamiento no quedó exenta la familia, haciendo visibles y públicas las diversas formas, rostros y manifestaciones que adquiere la estructura androcéntrica y patriarcal. Las estudiantes universitarias movilizadas no solo develaron el abuso en sus diversas formas, sino que lo nombraron y vocearon, lo señalaron y motejaron, hilvanándolo con todos los abusos que sufren los cuerpos de mujeres, jóvenes, niñxs, ancianxs, lxs excluidxs y marginadxs históricamente.
La mayoría de las universidades emplazadas por este movimiento feminista –según el estudio en torno a las relaciones de género en la educación superior realizado por Diana Bravo, que cierra este libro– son instituciones que han incrementado la matrícula femenina durante los últimos años, llegando en algunos casos a superar la matrícula masculina; sin embargo, esta mayor presencia no ha modificado la distribución equitativa de mujeres en las diferentes carreras que ofrece el sistema universitario, ni más mujeres en el estamento académico, y menos en cargos con mayores atribuciones para la toma de decisiones. Debemos considerar que la igualdad numérica en ningún caso refleja una igualdad sustantiva de género, y la interpelación del movimiento feminista expone la postura impasible de las estructuras universitarias frente a la presencia cada vez más significativa de mujeres en sus estancias como si este fuera un fenómeno inocuo e imperturbable en su cotidiano.
Podemos aseverar que, por muchísimo tiempo, y aun cuando la participación femenina se incrementaba lenta pero paulatinamente en el mundo universitario, y de manera diferenciada según tipo de estamento, las políticas públicas y legislativas en materia de género no solo eran insuficientes, sino que prácticamente inexistentes en el régimen universitario. Escasamente se contaba con estadísticas diferenciadas y diagnósticos de género, políticas de prevención de la violencia o en favor de la conciliación entre la vida familiar, laboral y/o estudiantil, lo cual también interpela el rol social de estas instituciones y su impacto en las políticas públicas, así como su carácter autónomo para ejercer su responsabilidad disciplinaria con perspectiva de género, debates todos muy actuales que dejó el movimiento y que patentizan la deuda que aún se prolonga en el desarrollo de una agenda de género no solo en la educación superior, sino también en nuestro país.
La revuelta feminista de 2018 vino a removernos de manera decisiva; tocó la memoria y la conciencia de las mujeres, sacudió no solo las aulas universitarias, sino que se expandió extramuros, y los temas planteados por el feminismo estuvieron en la boca de todo el mundo, para bien o para mal. Este fue el gran triunfo del movimiento, provocar un remezón de carácter cultural sin parangón, dejando una huella en la historia social y del feminismo en Chile.
Pronto a cumplirse tres años de este acontecimiento y en medio de una prolongada crisis sanitaria mundial que ha hecho más recurrente y dramática la violencia de género, producto de las condiciones materiales en que muchas deben asumir las medidas sanitarias, el confinamiento, las extenuantes jornadas laborales, el desempleo femenino, entre otros factores, queremos relevar ese momento como un hito que no solo visibilizó la situación de las mujeres, sino que marcó una disposición de lo que ya no era posible seguir callando. Es así como la denominada «Ola feminista» inauguró un ciclo de irrupciones sociales de carácter más profundo. La explosión social del 18 de octubre de 2019, con ribetes insurreccionales, que se extendió por todo el territorio nacional, llegando incluso a ciudades y pueblos que raramente aparecen en las noticias, nos hizo volver a pensar en ese mayo feminista y reconocer allí un antecedente de la revuelta popular de octubre. Aquellas voces y acciones de las mujeres que se levantaron frente a la denostación y el abuso se vieron multiplicadas en miles, en millones de voces y cuerpos que ocuparon las calles y plazas de Chile, lxs precarizadxs, lxs asfixiadxs por el mismo poder indolente patriarcal-neoliberal que ha hipotecado la vida de buena parte de la población. Fueron ellxs los que luego de una larga, muy larga acumulación de malestar multidimensional, volcaron su frustración para decir ¡basta!, la que prontamente se canalizó en una demanda generalizada que se sintetizó en la palabra DIGNIDAD.
Las estudiantes que protagonizaron la revuelta feminista de 2018, como las movilizaciones estudiantiles del 2011, como la resistencia mapuche de todos estos años, anticiparon la urgencia del «despertar» frente a todo tipo de abusos e incitaron a no cejar en la búsqueda de justicia frente a la impunidad, tan característica de nuestro país. Fueron sus movilizaciones e intervenciones un catalizador del cuestionamiento al modelo económico, social, cultural y educacional con sustrato patriarcal y colonial. A través del repaso de los carteles y los lienzos desplegados aquel entonces en los frontis de las casas de estudio, reconocemos los mensajes cargados de sentidos, varios de los cuales volvieron a ser reproducidos en los miles de pancartas escritas en trozos de cartón y en las paredes de las ciudades durante los últimos meses de 2019 e inicios de 2020, logrando ampliar y resignificar los términos: abuso, opresión, dominación, violencia, impunidad. Esto hizo parte de la expresión de un cansancio profundo, que si en mayo del 2018 se expresaba en la frase «yo te creo, compañera», en octubre de la revuelta popular fueron «Chile despertó» y «Hasta que la dignidad se haga costumbre», al tiempo que se levantó con mayor fuerza la consigna «La revolución será feminista, o no será».
Encaminadxs en un proceso constituyente y una convención paritaria, que si bien no nos garantizan la efectiva ampliación democrática que se demanda producto del sistema electoral que rige dicho evento y las asimetrías en