Espejo de historias y otros reflejos. Jorge F. Hernández
de gigabytes o cd-rom interactivo, proyectada en celuloide o congelada en vhs, la imaginación se expresa en palabras impresas, escritas a mano, dichas en silencio o evocadas en la noche, que se preservan y trascienden en el espacio infinito de un párrafo o entre la selva incontenible de un verso. Si las bibliotecas inmensas o personales son como mares inabarcables formados por los mil y uno estantes de libros y los archivos históricos son los océanos de interminables legajos, oficios, folios, cartas y recados, de un tiempo a estos días los periódicos también se han acuatizado como navegaciones de nuestra memoria y embarcación de nuestros sueños.
Quizá la trascendencia de los autores más entrañables queda cifrada en sus libros y en la conformación de su obra, pero su palpitación —esa suerte de vitalidad visible— se expresa en periódicos. Me refiero sobre todo a los autores contemporáneos o, por lo menos, a quienes han hecho literatura desde que la prensa periódica se volvió parte indispensable del desayuno. Pero también me refiero a escritores de remotos antaños, pues sabemos que más de un gran poeta del pretérito, pensador medieval, novelista ilustrado, cuentista decimonónico o cronista desconocido habrían permanecido perdidos en la noche de la amnesia si no fuera por la valiosa labor de los suplementos culturales o de las furtivas páginas de los periódicos. De las gacetas dieciochescas al folletín decimonónico; de las novelas por entregas a los cuentos dominicales, los lectores hemos sido sorprendidos con las manos en la tinta. Ya presagiaba James Joyce el futuro prometedor de la literatura al redactar a Mr. Bloom entrando al baño con un periódico como confirmación del placer universal de la lectura de sanitario, reflexión en retrete, W. C. Wisdom o como quiera llamársele.
A través de las páginas de los diarios hemos seguido el pulso periódico que conforma un tipo de electrocardiograma literario de autores que, por ende, se nos vuelven más cercanos. Al lado del morboso seguimiento de las noticias, en las mismas páginas donde se nos indican los horarios de los cines y los resultados de cualquier competencia deportiva, está la maravillosa oportunidad de encontrar la novela de esos mismos sucesos, el cuento que se superpone a la realidad y la consuetudinaria tertulia con autores que se nos vuelven queridos. Es el caso de Jorge Ibargüengoitia y el oficio engendrador de las historias de Gabriel García Márquez. Es la ambulancia de adrenalina en prosa de Ernest Hemingway que completa los otros párrafos de su obra narrativa. Es el seguimiento casi homónimo de la lealtad que le concedemos a las letras del New York Times Review of Books. Es la expectación dominical que suscitan los extraordinarios párrafos de Antonio Muñoz Molina en El País Semanal, una bitácora de Nautilus literario, biografía de un auténtico Robinson metropolitano que complementa la perfecta simetría de sus libros.
Antonio Muñoz Molina sabe bien que la prosa de su lúcida pluma se refleja igual en la página de un libro que se lanza a la mar tranquila de la lectura intencional o en las delgadas hojas de un periódico que envuelven los misterios de la lectura accidental. En libro o en artículo recortado, Muñoz Molina sabe "que en alguna parte, muy cerca o al otro lado del mundo, hay un fantasma, un testigo, un cómplice de su soledad y su locura", quizá porque también sepa que reconocemos semejantes a través del papel y que nos leemos en los demás con una forma de camaradería que es también una de las formas más puras de la alegría. Elvira Lindo ha tenido el acierto de explicar que las novelas de Muñoz Molina son caldos de cocción lenta que luego del placer de su lectura enmudecen en los estantes hasta la publicación de otra novela, mientras que "los artículos y los cuentos suponen un alimento mutuo en esos tiempos de silencio, el lector mantiene vivo el contacto con el escritor, y el escritor, a su vez, mantiene un diálogo con el presente". En el dintel del poema “Viento entero”, Octavio Paz afirma que "El presente es perpetuo" y así como las historias verídicas están guardadas en los memoriosos volúmenes de la historiografía, la mirada cotidiana de los periódicos queda como una botella que se lanza hacia el incierto horizonte de los futuros. Dice bien Manuel Rivas que "lo que nunca olvidaremos de los periódicos, o de la radio y la televisión, es lo que tienen de literatura".
En una época en que los políticos se preocupan tanto por su legitimidad, sería encomiable que también se ocuparan de ser legibles. En este mundo tan invadido de comercializaciones y de publicidad, son loables los ejemplos de difusión que recurren a la inventiva por encima de la retórica engañosa. En esta realidad globalizada en que nunca faltan cíclicas confirmaciones del horror, es refrescante confirmar que aún se dan historias contables, azares insólitos y coincidencias inexplicables. Se podría multiplicar la afirmación, a la inversa, si agregamos que hay muchos historiadores sagaces, tenaces, persistentes y expertos gambusinos del dato pretérito, pero que al verter sus hallazgos en papel se vuelven lectura aburridísima, prosa insípida y estadística sin sentido.
Las historias que se reflejan en el espejo de estas páginas fueron escritas como remedio contra el tedio de la realidad repetitiva y alivio ante los incurables y, al mismo tiempo, impredecibles horrores de la colectividad. Estoy de nuevo con Manuel Rivas cuando explica que el periodismo y la literatura, como también podría decir que la historia y los historiadores, tienen valor cuando "sirven para el descubrimiento de la otra verdad, del lado oculto, a partir del hilo de un suceso. Para el escritor periodista o el periodista escritor la imaginación y la voluntad de estilo son las alas que dan vuelo a ese valor. Sea un titular que es un poema, un reportaje que es un cuento, o una columna que es un fulgurante ensayo filosófico". Lo mismo diría de los historiadores que escriben o los escritores que historian: historiadores o novelistas, no pueden sustraerse a los enrevesados equívocos de la ilusión, la fantasía que rodea e impregna todas las tonalidades de nuestra percepción. Entre la soñada realización de los deseos o la recordada impresión de la memoria, uno se pregunta como lo hizo Fernando Pessoa "si no será todo, en este total del mundo, una serie entre-insertada de sueños y novelas, como cajitas dentro de cajitas mayores —unas dentro de otras y éstas en más—, siendo todo una historia con historias, como Las mil y una noches, sucediendo falsa en la noche eterna".
Espejo de historias refleja algunas historias apócrifas de historiadores inexistentes. Son historias que pertenecen al reino de la imaginación aunque están sustentadas en temas, ánimos y circunstancias que tienen que ver con el oficio de la memoria. Son narraciones sonámbulas y no historiografías comprobadas que pretenden ser solaz lectura y no acusación identificable. Durante casi tres años, algunos lectores de este espejo quisieron reconocer en sus párrafos a personajes conocidos, como si mi intención al escribirlos llevara más bilis que tinta. No son cuentas, sino cuentos en donde intenté conjugar una inevitable propensión a la literatura que acompaña a la elegida vocación de historiador. Entre los rigores de la investigación que pretende ser científica, creo que el historiador debe procurar ser artista en la redacción de sus párrafos e intentar desacartonar su erudición con el atrevimiento de acompasar sus búsquedas con imaginación. Incluso, no veo muy descabellada la opinión de José Bergamín cuando afirma que "el historiador, si no es poeta, miente hasta cuando dice la verdad: pero si es poeta —si sabe decir, escribir para que se lea, para hacer legendario lo que pasa— dice la verdad, aunque mienta..."
Esto no debe leerse como una declaración de legitimidad de la mentira, sino como un opúsculo a favor de la imaginación. El pasado es mucho más que el territorio de la mnemotecnia; es un paisaje inmarcesible de emociones, ideas, sentimientos, deseos, sufrimientos y satisfacciones. "No hay otro medio de conocer a los hombres del pasado, escribe Alain Corbin en el prólogo a El territorio del vacío, que el de intentar apoderarse de sus miradas, vivir sus emociones."
En los estantes circulares o verticales de las bibliotecas, la literatura y la historia conviven y congenian. La historiografía de Luis González, no se limita a ser la mejor guía para viajar a los múltiples pasados de México, sino también una deliciosa lectura emparentada con los sueños de Juan José Arreola, los silencios de Juan Rulfo o la sabia comedia de las ironías de Jorge Ibargüengoitia. En la geografía de la imaginación, Macondo y la Mancha tienen coordenadas en la íntima cartografía de nuestras respectivas lecturas; Comala y Cuévano existen igual que la Isla del Tesoro de Stevenson o la Gran Tenochtitlan que conquistó a Cortés y a sus compañeros.
Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos