El pericazo sarniento. Carlos Velázquez
alineadas en la lengua. Es una habilidad que toma tiempo dominar. Yo no podía medirme con esos jerarcas. Con dos que me puchara era suficiente. Entonces un simple giro del destino modificó los acontecimientos. Me avoracé. Como siempre me ocurre. Comencé a meterme una anfeta al día. Así como la gente se bebe un café por la mañana, yo me puchaba un Artane o un Rebote.
Los primeros cuatro días levité como egresado de Casa Tibet. Al quinto día dejé de ser yo. No recuerdo lo acontecido. La gente bajo tratamiento psiquiátrico refiere que las pastillas las inducen a una especie de éxtasis que las hace sentir como si flotaran sobre nubes de algodón de azúcar. No comparto la analogía. No me derretía de felicidad. Tampoco me la pasaba mal. No registraba. Era como un caset sin cinta.
Cumplidos dos meses colapsé. Supe que habían transcurrido sesenta días a base de pastillas porque tenía seis decenas. La mañana en que me puché la última me acosté sobre mi cama y no pude levantarme. No conseguía moverme. Ni hablar. Pero estaba despierto. Tenía los ojos abiertos. Contemplar el techo era una actividad que me tomaba con la seriedad de un personaje de Samuel Beckett. Escuchaba todo lo que ocurría. A pesar de la bruma en la que me encontraba retengo ciertas imágenes. La histeria de mi madre. El miedo y el llanto. Al tercer día momificado vino la ambulancia. Me internaron en el hospital. Una inyección en la vena me hizo cambiar de canal.
Existe un cuento de Palahniuk en que un adolescente se extirpa a sí mismo el intestino en una piscina. Pegaba el recto al extractor del agua mientras se masturbaba. Se mudan de ciudad. Es el secreto de la familia. Durante muchos años el secreto entre mi madre y yo fue la criogenización a la que me indujeron las anfetas. Técnicamente no era un suicidio ni una llamada de auxilio, sólo le había dado rienda suelta a mi compulsividad.
Me asusté. Estaba enamoradísimo de las pastillas. Pero recibí una lección. Eran cosa seria. Con todo el dolor de mi corazón renuncié a ellas. Fue duro. Me dolió como si me hubieran dejado caer desde un helicóptero.
Pascual days
Las drogas fueron para mi generación lo que el monolito para los simios en 2001.
Cuando cursaba secundaria, La Peineta me robó la flauta. La sustrajo de mi mochila mientras yo jugaba Arcade. Así comenzó nuestra amistad. Aunque no sería hasta una tarde en la cancha de básquet que la música la sellaría. Uno de los vicios de La Peineta es relatar una y otra vez dicha anécdota. Según el cascarrabias llegué muy verga y apañé sus cedés, que descansaban bajo la canasta, y le ordené me vas a prestar éste, el Core de Stone Temple Pilots y éste otro, el Meantime de Helmet y yo te voy a rolar uno de Aerosmith. Se burló de mí el culero. Pump forma parte del panorama de mi educación sentimental. No me avergüenza reconocerlo.
A partir de ese día comencé una amistad con La Peineta que ha durado casi treinta años.
Lo apodaban El Rocker, por greñudo, pero una noche que compró caguamas clandestinas y lo trampó la policía fue rebautizado. Peineta significa soplón. Una regla no escrita de la venta ilegal de alcohol es que si te atrapa la ley no delates a quien te lo vendió. La Peineta vivía en la Miguel Hidalgo. Una colonia incrustada en un costado del Cerro de la Cruz. Era un prángana, como yo. Éramos esos chicos perdidos de “Something in the Night” de Bruce Spingsteen. Existían dos tipos de vale verga. Los que estaban condenados y los que tratábamos de escapar de nuestra condición de pranganotas. La manera que La Peineta eligió para escapar fue tatuando.
La Peineta aprendió a tatuar de manera autodidacta, de la misma forma yo emprendería un proyecto de escritura años después. Comenzó con pura escoria. O como le encantaba decirles, sus víctimas. Puro chemo que con tal de tatuarse gratis permitía a La Peineta ensayar sobre su piel. Apenas perfeccionó el uso de la aguja, empezó a cobrar. De la Miguel Hidalgo, a un costado del Cerro de la Cruz, brincó al estudio de tatuajes de El Pala, también conocido como El Sandalias o El Chancla.
Yo seguía en busca de una droga ya que mis bodas entre el cielo y el infierno de las anfetas habían fracasado y la mota no me seducía. Entonces el polvo maldito hizo su entrada triunfal.
Supe de la existencia de la coca por la televisión. Para mí era tan remota como un viaje a Europa. La asociaba a Hollywood, a Maradona, a Paco Stanley. Era una droga para gente adinerada. New rich. Pero el neoliberalismo hizo lo suyo y la puso en las calles al alcance de pránganas como yo.
Probé la coca a los diecisiete casi dieciocho en el estudio de tatuajes de El Pala. Ese mismo día conocí a José Alfredo, con quien sostengo una amistad a prueba de balas hasta el presente. A José Alfredo lo apodaban El Kevin, por su parecido con el niño de la serie Wonder Years. Apenas tenía quince años. Él no probó la soda, pero el hecho de que estuviera esa tarde ahí era un indicio de lo que pasaría con él años después. Se convertiría en uno de los mejores artistas de México.
Ignoro de dónde la sacaron. Recuerdo que era un putazo. La Peineta, El Pala y yo comenzamos a esnifar. Todo ese aburrimiento que había experimentado desde la infancia desapareció en un segundo. Me sentí vengado. De qué, no lo sé. De lo que sea. Sentí que por fin el mundo había saldado sus cuentas conmigo. Toda mi frustración se desvaneció. Como todos los idiotas que se meten coca, me la creí. Me convencí a mí mismo de que no era un pobre pendejo. De que era distinto a los del barrio. De que haría algo con mi vida.
Vaya que hice algo: drogarme. En ese momento creí en el futuro. Sentí lo mismo que el protagonista de “El Inmortal” de Borges cuando la lluvia le devuelve el habla. Yo había olvidado el lenguaje. Y la coca me lo regresó. Y me dotó de una personalidad.
No faltaría mucho tiempo para topar con pared y descubrir que la coca no es perfecta porque nada es perfecto en los planes perfectos de Dios. En calidad de mientras, nos metimos rayas sin contemplación. El Pala nos inició a La Peineta y a mí, pero él jamás se volvió adicto. Renunció al tatuaje y se convirtió en promotor de box. La Peineta y yo no paramos. La Peineta estuvo varios años esclavizado a la piedra y a mí la coca no me suelta.
Casi nunca pienso en el día en que inicié en la cocaína. Pero de algo estoy seguro por completo, si en mi próxima reencarnación me la ponen delante no dudaré como no lo hice en esta vida.
He iniciado a varias personas en el chichiflín. La mayoría me ha dicho que no siente nada. Se rumora que el cerebro se tarda en reconocer las sustancias. Existen cientos de historias de personas que cuando probaron el lsd por primera vez no les hizo efecto. A mí la coca me pegó de inmediato.
No sospechábamos que éramos adictos. Ni sabíamos lo que hacíamos. No se trataba de un juego, pero tampoco lo tomamos como un acto ceremonioso. Todo adicto tiene una inquietud inherente. Esa curiosidad que busca saciarse es la que lo empuja hacia las drogas. Haces click y comienza un estado mental narrativo que no se detendrá nunca o casi nunca.
Aquel día me fui a mi casa hasta el culo de soda. Tuve dificultad para dormir, pero no tenía contemplado volver a meterme coca. Según yo había sido cosa de una sola vez.
Fue así como empezaron mis días de pascualón.
I was born in a crossfire hurricaine
Si a los 15 años alguien me hubiera dicho que conocería a un narcotraficante, habría sentido lo mismo que si me hubiera dicho que subiría a un cohete con destino a Marte.
Todo mundo sabía quién era Chuy Caguamas. Mi tía Ma-leny, como muchas otras madres del rumbo, huyó hacia el oriente con la intención de alejar a sus familias del barrio bravo.
Chuy Caguamas era compañero de parranda de mi tío El Pellejitos. Su apodo se debía a que se dedicaba a la venta clandestina de cerveza en la colonia La Rosita. Del inocente juego de la chela, Chuy trasbordó al comercio de la cocaína. Fue el que introdujo las famosas “tostadas”. Eran papeles. Grapas que costaban cincuenta pesos. Era tal el estado de bonanza, Zedillo tenía el dólar estacionado en tres pesos y fracción, que los dílers se podían dar el lujo de ofrecer soda por una bicoca.
Vi a Chuy Caguamas emborracharse con mi tío hasta el hartazgo, pero nunca lo consideré un capo.