Envejecer en el siglo XXI. Leonardo Palacios Sánchez
no se reconoce en sus sesenta. Una persona en sus setenta años no debería tener roles públicos porque su personalidad declinante obstaculiza el manejo de los deberes. (Choe, 1995, p. 25)
Los ancianos en la Antigüedad clásica
En cuanto a la civilización griega, ya desde la introducción del presente capítulo se insinuó la postura mitológica sobre la ancianidad en la historia de Eos y Títono: ¡una maldición! Sobre ese particular, Minois delinea sin ambages el árbol familiar de la vejez: hija de la noche, diosa de las tinieblas y nieta del caos; hermana del Destino, la Muerte, la Miseria, el Sueño y la Concupiscencia. “Una habitante del vestíbulo de los Infiernos, junto al Terror, el Hambre, la Enfermedad, la Indulgencia, el Agotamiento y la Muerte […] Ni siquiera la eternidad tiene valor alguno si va acompañada de la vejez” (Minois, 1987, p. 68).
Tal como se lee, los dioses del Olimpo no reverenciaron a los viejos, y los dioses viejos fueron necesariamente malvados, perversos y siempre vencidos. Aunque hubo una que otra excepción en Atenas existió un templo dedicado a la vejez con una imagen representada con los rasgos de una anciana cubierta con un ropaje negro, apoyada en un bastón y con una copa en la mano; junto a ella, una clepsidra casi agotada (Minois, 1987, p. 68).
Antes de finalizar el siglo vi a. C., el músico y poeta Mimnermo de Colofón (s. f.), conocido como el maestro de los goces terrenales, da cabida a la nostalgia en sus elegías y expresa: “Breve es la juventud, caduca como las hojas las generaciones humanas (fr. 2), inevitables el sufrimiento y la vejez (fr. 5), y cuando la vejez ha llegado no vale la pena vivir” (párr. 6). Poco tiempo después, su coetáneo, el estadista Solón de Atenas, autor de uno de los más antiguos modelos del ciclo vital, le responde en su Poema a Mimnermo: “Envejezco aprendiendo siempre muchas cosas”. Esta afirmación rescata uno de los atributos de la vejez, como es el de aprender cosas nuevas y, sobre todo, con un mejor juicio sobre lo aprendido, sin importar que se pueda tardar un poco más en ese aprendizaje (Márquez, 1996, p. 7). Es de recordar que, su famoso decálogo lo finaliza con la Eusebeia, el precepto de honrar a los padres.
En el siglo v a. C., el filósofo y matemático Pitágoras de Samos enunció que: “Una bella ancianidad es ordinariamente la recompensa de una bella vida. Pero lo cierto es que saber envejecer es una difícil asignatura de la vida” (De la Serna, 2003, p. 38). El perfil más patético del envejecer lo presenta el poeta Sófocles en el drama de Edipo en Colona. La obra, escrita a sus ochenta y ocho años, parece corresponder a una identificación evidente del autor con el infortunado héroe. El viejo Edipo, desterrado de Tebas, ciego, mendigo y andrajoso, acompañado por su hija Antígona encarna la maldición impuesta por los dioses. El coro de los ancianos de Colona narra las desgracias de la vejez, y según Minois (1987), el eco de estas palabras retumbará en el corazón de todos los ancianos a través de las generaciones:
Quien desea una larga existencia y desdeña la medida de una vida ordinaria, me parece un verdadero insensato. Frecuentemente lo que los numerosos días nos traen se parece más a tristezas que alegrías; a la alegría no se le descubre por ningún sitio cuando se ha tenido la desgracia de sobrepasar el término medio de la vida. Y cuando aparece la barca de Hades, sin acompañamiento de cantos de himeneo, de liras y de coros, el remedio que a todos nos trae el mismo fin, se acaba en la muerte […] No nacer es la suerte que sobrepasa a todas las demás; pero una vez nacido, el volver los más pronto posible al origen de donde uno ha venido es lo que procede. (Sófocles, 1976, p. 83)
Algún tiempo después, la filosofía resurge en el pensamiento de Platón; en su estilo dialogado presente en La república enseña una visión individualista e intimista de la vejez al resaltar la idea de que se envejece tal como se ha vivido y, también, la importancia de cómo habría que prepararse para esa etapa de la vida en la juventud. Constituye, sin duda, un antecedente de la visión positiva del envejecimiento, así como de la importancia de la prevención; al mismo tiempo, destaca la complejidad y las contradicciones de la vejez, sus miserias y su grandeza. Luego, de edad muy avanzada, el filósofo ateniense escribe en Las leyes, una curiosa recomendación no compartida por una gran mayoría de personas que puede reflejar una situación diferente a la que se cree que ocurría en su época y que nos lleva a pensar que la longevidad podía ser mayor de la estimada. Dice: “Los hombres llevarán las armas desde los 25 hasta los 60 años” (Márquez, 1996, p. 5). Lo importante es que al fijar el límite del servicio militar en esa edad nos podría indicar que los hombres tenían una sobrevida mayor de la comúnmente narrada y se conservaban en buen estado físico.
Aristóteles, expresó su teoría del envejecimiento en el tratado De la juventud y de la vejez, de la vida y de la muerte, y de la respiración. En él, fundamentó la interrelación del alma y el calor natural desde el nacimiento a manera de un fuego que debía ser alimentado durante toda la vida. Su debilitamiento conducía a la muerte habitual. Sin ambigüedades, asimiló a la vejez con una enfermedad natural y reafirmó el concepto de las etapas en la vida del hombre: “La primera, la infancia; la segunda, la juventud, la tercera, la más prolongada, la edad adulta; la cuarta, la senectud, en la que se llega al deterioro y la ruina” (Minois, 1987, p. 105).
Uno de sus contemporáneos, Hipócrates de Cos, conocido como el padre de la medicina, determinó que la vejez empezaba a los 56 años y exhortó a sus seguidores de abstenerse de prescribir terapias a los viejos con enfermedades crónicas e incurables por la desdicha del resultado. Como las gentes de su época, consideró la vejez el resultado de la pérdida del calor y de la humedad: “[…] en los ancianos el calor escasea pero necesitan poco combustible para su llama, porque en exceso la apagaría. Por esta razón, las fiebres no son tan altas entre los viejos, porque sus cuerpos están fríos” (Minois, 1987, p. 103). Una hipótesis que fue apropiada una y otra vez en el curso de los tiempos hasta la segunda mitad del siglo xx, cuando se comprobó que la síntesis alterada de las interleucinas 1 y 6, y del factor de necrosis tumoral, principalmente, causaba la ausencia de fiebre en los ancianos afectados por enfermedades infecciosas.
Según Minois, la Grecia clásica permaneció volcada hacia la búsqueda incesante de la belleza, la fuerza y la juventud; relegó a los ancianos a un lugar secundario, y dejó en la galería de los porqués insolubles cuestionamientos, como ¿hay espacio para la vejez en una civilización como esta? ¿Cómo clasificar la vejez en otro lugar que no sea el de las maldiciones divinas? ¡Dichoso Alejandro, que no llegó a conocer arrugas! (1987, pp. 21-68).
Más tarde, en Roma, la era republicana se caracterizó por una elevada consideración hacia la vejez bajo las políticas del derecho romano que concedía una autoridad muy particular a los ancianos bajo la figura del pater familias, el poder político sobre la familia y los esclavos. Después, esa tradición fue sustituida por la figura del emperador, que detentaba el poder de los dioses e insinuaba el desprecio hacia la vejez y todo lo que representaba el anterior orden. Un cambio visible se dio en la apariencia de los bustos de los gobernantes: en la primera se apreciaba un verismo constante, las obras artísticas se centraban en la fuerza moral del personaje y se recalcaban sus trazos personales; las facciones mostraban sin sutilezas arrugas, calvicie y deterioro y, en la imperial, el retrato encarnaba la divinidad, el vigor y la eterna juventud (González, 2003, pp. 28 y 29).
En el siglo i a. C., el jurista, filósofo, escritor y orador latino de sesenta años, Marco Tulio Cicerón, en El tratado de la vejez (Cato maior de senectute liber), pone en boca de Catón el Censor, en su diálogo con los jóvenes Escipión y Lelio, una explicación del porqué es mal aceptada la vejez. Dice Catón:
Mas a mi modo de entender son cuatro los motivos por que la vejez parece a algunos llena de trabajos: el primero, porque aparta del manejo de los negocios; el segundo, porque debilita y enferma el cuerpo; el tercero, porque priva de casi todos los deleites, y el cuarto, porque no está muy lejos de la muerte […] Si no vamos a ser inmortales es deseable que el hombre deje de existir a su debido tiempo. (Citado en Márquez, 1996, p. 7)
En el capítulo xii, continúa Catón: “¡Oh, gran prerrogativa de la edad que a nosotros nos quita lo que más vicioso es en la mocedad!”. Como compensación, la vejez trae la moderación y el goce de otros placeres como la reunión con los amigos, la conversación agradable y sabia. Para concluir,