¡Corre Vito!. David Martín del Campo

¡Corre Vito! - David Martín del Campo


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palabra alguna. “Qué lleva”, me dijo por fin, a lo directo, mientras hacía tintinear las campanitas de su carro. Será que a los golosos se nos nota en la distancia. Cincuenta millones de pesos, me dieron ganas de responderle, pero no sabía la cantidad exacta. Una paleta de fresa, le respondí entonces, porque además el calor ya resultaba exasperante.

      Aquel hombre era de esos que solamente ves dos veces en la vida. La primera como un saludo, la segunda como despedida. Eso me dijo aquel padre en el confesionario: “No quiero volver a verte, ni saber tu nombre ni escuchar tanta insensatez”. Y lo que luego siguió.

      El nevero era un hombre mayor, frisando los setenta. Guardaba las monedas en el mandil y no pudo evitar la mirada curiosa. Trae una mancha en la manga, y me señaló el hombro derecho. Es sangre, precisó. Tenía razón. Me desprendí de la chamarra deportiva y se la entregué. Yo creo que sí le quedará, le dije, y seguí mi camino. Me descubrí absolutamente relajado con aquella paleta de fresa en la mano, que ya comenzaba a fundirse. Qué deleite los helados.

      Así que ahora trato de conciliar el sueño. Son las dos de la madrugada y no me he puesto la pijama. Te miro y no respondes, pero así está bien. Trataré de soñar, si es el caso, con la muchacha de tanga anaranjada.

      Un gallo se apaga

      1

      Fuimos a ver Mujer bonita. Una película romanticona, de ésas que al final terminan enamorados y queriéndose para siempre. Fui con Patricia, que ni se deja ni sabe besar. Es linda mi novia, aunque no tanto como Julia Roberts. Me gusta contarle mis sueños, se divierte con mis locuras. ¡Y cómo pide la desgraciada!, que si las palomitas, que si los chocolates, que si el vaso de pepsi. Será que nació para casarse con un millonario.

      Una vez traté de sobrepasarme con ella, y la verdad me asusté. Llevaba falda corta y... ¡claro que ella! Habíamos ido a ver una película cachonda al cine París. En un pasaje aburrido de la historia, cuando Ives Montand y Annie Girardot discuten sobre el rumbo que deben tomar, porque están de vacaciones y entonces, como no queriendo la cosa, volteé para decirle algo al oído... y allí va mi mano por debajo.

      ¡Nombre! Ella como que se tardaba en protestar y yo con la sorpresa porque la canija... ¡no traía chones! Qué, ¿no usas?, me dieron ganas de preguntarle, y entonces vino la bofetada. ¡Vito cabrón!, ¿quién te crees que soy? Y los demás en la sala, ¡ya déjala, ojete!, ¡shhhhh!

      Me había pedido que fuéramos a la función de las cuatro porque más tarde iría con sus primas para arreglarse un vestido. Les encanta eso de subirle aquí, bajarle allá, apretarle acullá. Nunca me deja acompañarla, son puras viejas chismosas, se defiende ella.

      Así que regreso solo a casa y el único que me comprende es Mister Estopa, ya sabes, mi perro. ¿Regresosolo?

      Me puse a pensar, ¿por qué no usará pantaletas? Vaya que es difícil preguntar esas cosas, pero ella me dejó de a cuatro al aclarar, ¿qué no sabías que cuando hace calor las mujeres no aguantamos la ropa interior? ¿Tú andarías bajo el sol con una faja, un brasier, unas medias, un corpiño y encima la blusa y la falda? No supe qué responder. Ve y pregúntale a tu mamacita, si tanta curiosidad tienes.

      Así es Patricia Maldonado.

      De regreso del cine fui a buscar a Mario y Silvano, pero en el camino me acordé que habían ido a pegar propaganda en su cochecito, sin mí, por andar con la que/no/se/deja/agarrar. Me caes bien porque contigo me desaburro, me dice la muy cruel, y yo que muero por robarle un beso. Estábamos en la película, en la escena ésa cuando Julia Roberts se deja abrazar por Richard Gere luego de haber discutido en la calle que si sí, que si no... es cierto, ¡cómo discuten las parejas en las películas! Entonces le digo, ¿a que no puedes besar como Julia Roberts?, y ella me contesta, claro que sí, güey, tráeme a Richard Gere y ya verás. Es su estilo.

      Y luego ocurrió aquello.

      Hoy temprano fui a recoger los folletos que mandamos hacer para el trío, y cuando venía de regreso me alcanza la tía Cuca en el portal del edifico. ¡Vito, Vito! ¡Una desgracia! “¡En la madre!”, pensé, “ya se murió mamá”. Pero no. Los que se habían muerto eran los marsellinos; es decir, Mario y Silvano.

      Cómo, qué, cuándo. Pero cómo, qué... y vuelta a preguntar. Uno se transforma en un tarado a la hora de afrontar la muerte. Resulta que Mario y Silvano, mis compañeros en el trío, habían ido a cartelear de noche, y quién sabe qué confusión hubo que los balacearon en su volkswagencito. Los encontraron en la madrugada, amontonados y tiesos, por el rumbo de Chimalhuacán. Ahorita los están velando en la agencia del ISSSTE, me dice mi tía, y así como iba, luego que me prestó cincuenta pesos, fui a darles alcance. Es decir, a sus caváderes.

      No, no cadáveres, porque desde chico me ha gustado la palabreja, que suena a panteón judío: “caváderes”.

      Yo voy a vivir cien años; por lo menos 94, como el sargento De la Rosa. ¿Cómo quién? Era el viejito que sacaban lleno de medallas en los festejos del 5 de Mayo, porque era el último combatiente vivo de la Batalla de Puebla en 1863. Me acuerdo, entre brumas, que mamá lo señalaba en el desfile militar, porque a mamá siempre le han gustado los uniformes. Todo por cosa de la abuela, pero ella sí era caso perdido. “Ya nos invadieron los españoles, ya nos invadieron los franceses, ya nos invadieron los gringos, ¡sólo falta una guerra contra los chinos!”, bromea los domingos, en que se permite sus tequilas.

      Bueno, yo hablando de tarugada y media y los caváderes de mis amigos pudriéndose en la funeraria.

      Llegué cargando el paquete, y cuál no fue mi sorpresa cuando me encuentro ahí, además de los parientes de los marsellinos, un chorro de periodistas, fotógrafos, camarógrafos de la tele y hasta un representante del candidato de la coalición. Ahora resulta que los marsellinos fueron asesinados por andar pegando propaganda opositora y se han convertido en mártires. ¿Será?

      Me acuerdo de esas tardes que eran más parranda que otra cosa. Llevábamos varios six en el cochecito y pintábamos bardas y más bardas copiando las consignas que traía anotadas Silvano, y cuando se descuidaban yo empezaba con mis ocurrencias. Donde decía: “Un futuro de justicia para la juventud”, metía mi tremendo punto y coma, de modo que fastidiaba la frase: “Un futuro de justicia; para la juventud”. Y donde había que poner “Guarderías y desayunos escolares harán un país más luminoso”, iba yo a meter mi silabita nefasta y aquello quedaba: “Guarderías y desayunos escolares harán un país más voluminoso” Y en vez de discutir, porque me acusaban de todo, de priísta y de hijo de Fidel Velázquez, nos agarrábamos a brochazos, y no te cuento cómo llegábamos a casa, escurriendo engrudo y cerveza.

      Y ahora los marsellinos son caváderes.

      Los folletos que mandamos hacer... deja empujar las cobijas para leer bien, dicen así: “Grupo Romántico Los Marsellinos. Un trío para amenizar sus fiestas y reuniones. Canciones y boleros, rancheras y tropicales. Nos las sabemos todas. Agustín Lara, José Alfredo Giménez”, sí, con G, “Álvaro Carrillo, Guty Cárdenas, Gonzalo Curiel, Armando Manzanero, José José. Llámenos y nos arreglamos. Por hora o por velada. También atendemos serenatas” y luego vienen nuestros nombres, “Silvano Andrade, guitarra clásica. Mario Talavera, requinto”, ¿será?, y luego yo, “Vito Beristáin, voz”. ¿No me pudieron poner, siquiera, “tenor”? Pero ya para qué.

      Aquí están las fotos que nos mandamos tomar, con bigotito artificial para vernos menos chamacos, y en la parte de atrás la entrevista que nos hicieron en el periódico Avance donde confundimos todo, charros con mariachis, Tecalitlán con Tlaquepaque, Consuelito Velázquez con María Greever. ¿Haz de creer? Lo que pasa es que nos contrataron para cantar en una boda y uno de los invitados resultó que era periodista y nos entrevistó al final, cuando ya andábamos todos, los marsellinos y él también, más pedros que San Pedo Domecq. Además que el famoso periodista, de apellido Comesaña, nos cobró doscientos pesos por la nota. Lo que es el precio de la fama, ¿verdad?


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